Los
sufrimientos más dolorosos que padece el hombre son los sufrimientos morales.
Algunos individuos perversos, ajenos a la parroquia del Santo Cura de Ars, y
algunos otros jóvenes del pueblo, enfadados por la guerra que dio el Santo Cura
contra los bailes y contra la bebida, la emprendieron contra el párroco e
intentaron hacerle la vida imposible. Tuvieron la audacia de atribuir su
palidez y su flaqueza, no a su cansancio y a lo poco que comía, sino a una vida
ocultamente licenciosa; mezclaron el nombre de Vianney en sus canciones
picarescas; le escribieron cartas anónimas repletas de infames injurias;
fijaron cartelones del mismo tono en la puerta de la casa parroquial, y durante
las noches hubo pintadas y serenatas de ruido con cencerros al pie de su
ventana.
Parecía
que ninguna humillación o sufrimiento moral que pudiera sufrirse en esta tierra
había de serle perdonado. En el año 1823 fue restablecida la diócesis de Belley
y, en consecuencia, Ars dejó de pertenecer al Arzobispado de Lyon. Monseñor
Devie, su nuevo Obispo, no lo conocía. Comenzaron a llegar cartas anónimas a
manos del Prelado, quien creyó un deber enviar al cura de Trevoux, deán del
Señor Cura Vianney, para que hiciese una información sobre su conducta. Se
ignora de qué manera se hizo, pero lo cierto es que las imputaciones
calumniosas quedaron reducidas a la nada.
Estos
hechos puede que fueran una de las razones por las que el Cura de Ars decía al
final de su vida: “Si al llegar a Ars
hubiese sabido lo que allí había de sufrir, me hubiera muerto del susto".
Y así fue. Desde que llegó a Ars, el Reverendo Vianney pasó momentos de
verdadera agonía. Llegó a estar tan cansado de los falsos rumores que algunos
se atrevieron a propalar sobre su fama, que quiso dejar la parroquia, y lo
hubiera hecho si una persona de su intimidad no lo hubiese convencido de que su
partida equivalía a una tácita confirmación de las calumnias, según recuerda un
testigo de su vida.
Estas
pruebas las veía con una visión sobrenatural como una gracia: “Las pruebas, para los que Dios ama, no son
castigos, son gracias. ¿Qué son veinte o treinta años comparados con la
eternidad? ¿Tanto tenemos que sufrir? Algunas humillaciones, algunos
escalofríos, palabras molestas: eso no mata. ¡Qué bien sienta morir cuando se
ha vivido en la cruz! Deberíamos correr tras la cruz como el avaro corre tras
el dinero. La cruz es el don que Dios ha dado a sus amigos. Nunca hay que mirar
de dónde vienen las cruces: vienen de Dios. Es Dios quien nos da este medio
para demostrarle nuestro amor”.
“Las almas santas convierten en suavidad
todas las amarguras”, decía el Santo Cura. Y contaba un testigo de su
vida: “Sé que el Reverendo Vianney no
solamente soporta con paciencia tan indignos tratos, sino que además encuentra
en el sufrir un gozo sobrenatural. Más tarde llamaba a esta época «el mejor
tiempo de su existencia». El hubiera deseado que el señor Obispo, convencido de
su culpabilidad, lo hubiera alejado de su parroquia para darle tiempo de llorar
en el retiro «su pobre vida». En el mes de febrero de 1843 San Juan María
Vianney contaba a algunas personas atónitas estas confidencias: “Pensaba que vendría un tiempo en que me
echarían de Ars a palos, o que el señor Obispo me quitaría las licencias, o que
acabaría mis días en una cárcel... Veo que no merezco estas gracias”. Y
después de saber que iba a continuar en la parroquia, acostumbraba decir
gustosamente: “Me dejan aquí como un
perrito en el lazo. ¡Me conocen demasiado!”
Aprovechaba
todo para amar, para sufrir amando. No guardó ningún rencor hacia esas personas
que lo maltrataron. A una de esas familias que le había hecho daño la ayudó
cuando tuvo un revés económico. Uno de los chicos que lo difamó, acabó
ingresando en un manicomio: nunca hizo mención de ello, y trató de serle útil
hasta el final: “Si hubiera podido
colmarlos de bienes lo hubiera hecho gustoso”, decía.
A
pesar de su gran fe en la Providencia, la vista de lo que él llamaba “su profunda miseria” y las obligaciones
de su cargo, le inspiraban un gran temor de los juicios divinos. Llegó al punto
de sentir como tentaciones de desesperación: “¡Dios mío! —exclamaba entre gemidos—, haced que sufra, cuanto quieras, pero concédeme la gracia de que no
caiga en el infierno”. Y pasaba del temor a la esperanza, y de la esperanza
al temor. Se vio en aquellas terribles situaciones de espíritu “en que el alma no recibe consolación ni de
las cosas de la tierra, a las que no tiene apego, ni de las cosas del cielo,
donde no vive todavía, esas horas de cruz, en las que se cree abandonada de
Dios totalmente y para siempre. Era entonces, sobre todo, cuando deseaba huir e
irse a cualquier soledad “a llorar su pobre vida”.
Es
verdad que la cruz que llevaba era muy dura. Pero después que comenzó a amarla,
¡qué ligera le pareció!: “Sufrir amando,
decía, no es sufrir. Huir de la cruz, por
el contrario, es querer ser aplastado... Hemos de pedir el amor a las cruces, entonces es cuando son dulces.
Yo lo he probado durante cuatro o cinco años; he sido muy calumniado y objeto
de contradicción. ¡Ah! Llevaba cruces, tal vez más de las que podía. Entonces pedí el amor a la cruz y fui dichoso; ahora
me digo: verdaderamente no hay felicidad sino en eso”.
Le
gustaba hacer favores: o, por lo menos, los hacía siempre, por duros que
resultasen, y con alegría. El Reverendo Julián Ducreux, antiguo superior del
Seminario Menor de San Juan en Lyon y cura, desde 1808, de Mizerieux,
Toussieux, Sainte-Euphémie y Saint-Didier-de-Formans, estaba agotado de
cansancio. Según parece, el Santo Cura de Ars tenía especial amistad con el
buen anciano, su vecino. Tal vez el Padre Ducreux había sido amigo del muy
querido y llorado Padre Balley. Sea de ello lo que fuere, consta por los
registros de Miserieux que, desde abril hasta mayo de 1820, el Cura de Ars
recorrió muchas veces los tres kilómetros que separan los dos pequeños centros
parroquiales para bautizar, casar o enterrar a los feligreses del Padre
Ducreux. Fue allí para un entierro un día que hacía un frío terrible. “Al regresar, parecía que estaba helado”,
comentó. Otra vez, después de haber ejercido su ministerio en semejantes
circunstancias, se metió de noche por unos caminos llenos de agua y de lodo.
Llegó a Ars en un estado que daba compasión, pero no se quejó; por el
contrario, daba muestras de contento. Eso era sufrir amando a los amigos, amar
a los amigos sufriendo.
En
el mes de mayo de 1885, una mujer acudió a Ars desde un lugar lejano, con la
esperanza de quedar curada de su enfermedad, ya que no lo había logrado con una
novena. Y le dijo al coadjutor del Santo que le preguntara si podría quedar
sanada. He aquí la respuesta que recibió la enferma: “Esta persona es piadosa; la cruz está muy en su sitio. Será para esta
señora la escalera que la conducirá al cielo”, Mas tarde, su prima
Margarita Humbert acudió a verlo desde Ecully porque una nieta suya se
encontraba muy enferma: “Es un fruto
maduro para el cielo”, le respondió el Santo sin titubear. “En cuanto a ti, prima mía, necesitas algunas
cruces para pensar en Dios”.
Había
momentos de su vida en que padecía tremendos dolores pero, aun así, su carácter
permanecía siempre alegre y no parecía que estuviese sufriendo. Decía en una
ocasión el señor Des Garets: “Un día en que fue a nuestra casa para bendecir
unas edificaciones, sufría espantosamente. Le pregunté si quería tomar algo, y
me contestó sonriendo: «¡Ah, señor; sería
cosa muy enojosa si siempre que uno sufre hubiese de tomar algo!»”.
El
canónigo Alejo Tailhades, de Montpellier, que permaneció viviendo con el Cura
de Ars durante el verano de 1839, comentaba que los pies del Santo Cura estaban
tan destrozados que los talones de éstos se quedaban pegados a las medias cada
vez que se quitaba los zapatos por las noches. También intentaron ponerle en el
asiento de su confesionario una almohadilla llena de paja para que él se
sintiera más cómodo, pero siempre la rechazaba.
Un
día el Cura de Ars encargó al herrero del pueblo, Juan Picard, una cadena de
hierro, de cuatro o cinco centímetros de ancho y lo bastante larga como para
ceñirla al cuerpo. Comentaba más tarde el herrero: “Nunca me hubiera imaginado que la destinase a tales usos. Pensé que se
trataba del reloj o del campanario, entonces en reparación. Pero un día de
Pascua, el señor Cura se sintió mal en la iglesia y ayudé a trasladarlo a su
casa. Al desnudarlo para meterlo en la cama vi mi cadena alrededor de su
cintura”.
“Sin la muerte de Nuestro Señor, todos los
hombres del mundo no podrían reparar ni la más pequeña mentira. La señal de la
Cruz es temible para el demonio, porque por ella nos escapamos de él. Es
necesario hacer la señal de la Cruz con un gran respeto. Se comienza signando
la frente: es la cabeza, la creación, Dios Padre; luego el corazón: el amor, la
vida, la redención, Dios Hijo; y por último los hombros: la fuerza, el Espíritu
Santo. Todo nos recuerda a la Cruz. Nosotros mismos hemos sido hechos en forma
de cruz”.
José
Pedro Manglano, “Orar con el cura de Ars ”.