El
bien y el mal, nada es más conocido que estos dos términos. Y, con todo, es
bastante raro saber atribuir el vocablo bien a lo que es verdaderamente un
bien, y la palabra mal a lo que es verdaderamente mal. La Sagrada Escritura nos
enseña que hay hombres que, en esta materia cometen la más extraña y lamentable
confusión:
“¡Ay de vosotros los
que al mal llamáis bien y al bien, mal; que de la luz hacéis tinieblas y de las
tinieblas luz, y tenéis lo amargo por dulce y lo dulce por amargo”.
(Is. 5,20)
Es
raro que se llegue hasta esos extremos, pero cuán a menudo se vacila en llamar
al bien por su nombre, al mal por su nombre. Se teme, porque no se sabe
bastante, o porque aun sabiéndolo uno no se atreve a confesar sus
convicciones y rendir tributo a la verdad.
De
ello resulta que el alma que no tuvo la
fuerza de rendir testimonio del bien, pierde algo del conocimiento mismo del
bien: porque es una ley de la justicia divina que el espíritu paga las flaquezas
de la voluntad. Estas flaquezas son el fruto ordinario de las desgraciadas
concupiscencias y Dios las castiga dejando que un comienzo de ceguera se difunda
en las almas, justo castigo de nuestras flaquezas y de nuestras cobardías.
Con
el fin de que la voluntad sea más fuertemente llevada a adherirse al bien y a
rechazar el mal es de suma importancia saber con toda claridad discernir dónde
está el bien y dónde está el mal.
Padre
Emmanuel, Las dos ciudades, Editorial
Iction, Bs. As., 1980.