Conocí
que la virtud que más necesita un
misionero apostólico, después de la humildad y pobreza, es la mansedumbre.
Por esto, Jesucristo decía a sus amados discípulos: Aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón, y así hallaréis descanso para vuestras almas. La humildad es como la raíz del árbol, y la
mansedumbre es el fruto. Con la humildad, dice San Bernardo, se agrada a Dios,
y con la mansedumbre, al prójimo. En el sermón que Jesucristo hizo en el
monte dijo: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. No
sólo la tierra de promisión y la tierra de los vivientes que es el Cielo, sino
también los corazones terrenos de los hombres.
No
hay virtud que los atraiga tanto como la mansedumbre. Pasa lo mismo que en un
estanque de peces; que, si se les tira pan, todos vienen a la orilla, sin miedo
ninguno se acercan a los pies; pero, si en lugar de pan se les tira una piedra,
todos huyen y se esconden. Así son los hombres. Si se les trata con mansedumbre,
todos se presentan, todos vienen y asisten a los sermones y al confesonario;
pero, si se les trata con aspereza, se incomodan, no asisten y se quedan allá
murmurando del ministro del Señor.
La mansedumbre es una
señal de vocación al ministerio de misionero apostólico.
Cuando Dios envió a Moisés, le concedió la gracia y la virtud de la
mansedumbre. Jesucristo era la misma mansedumbre, que por esta virtud se le
llama Cordero: será tan manso, decían los profetas, que la caña cascada no acabará
de romper, ni la mecha apagada acabará de extinguir; será perseguido,
calumniado y saciado de oprobios, y como si no tuviera lengua, nada dirá. ¡Qué
paciencia! ¡Qué mansedumbre! Sí, trabajando, sufriendo, callando y muriendo en
la Cruz, nos redimió y enseñó cómo nosotros lo hemos de hacer para salvar las
almas que él mismo nos ha encargado.
Los
Apóstoles, adoctrinados por el divino Maestro, todos tenían la virtud de la mansedumbre,
la practicaban y enseñaban a los demás, singularmente a los Sacerdotes. Así es
que Santiago decía: ¿Hay entre vosotros
alguno tenido por sabio y bien amaestrado para instruir a otros? Muestre por
el buen porte su proceder y una sabiduría llena de dulzura. Mas, si tenéis un
celo amargo y el espíritu de discordia en vuestros corazones, no hay para qué
gloriaros y levantar mentiras contra la verdad, que esa sabiduría no es la que
desciende de arriba, sino más bien una sabiduría terrenal, animal y diabólica
(Sant. c.3, 13-15).
Yo
quedé espantado la primera vez que leí estas palabras del santo Apóstol al ver
que la ciencia sin dulzura, sin
mansedumbre, la llama diabólica. ¡Jesús, diabólica!...Sí, diabólica es, y
me consta además por la experiencia que el
celo amargo es arma de que se vale el diablo, y el Sacerdote que trabaja sin
mansedumbre sirve al diablo y no a Jesucristo. Si predica, ahuyenta a los
oyentes, y si confiesa, ahuyenta a los penitentes, y si se confiesan, lo hacen
mal, porque se aturden y se callan los pecados por temor. Muchísimas
confesiones generales he oído de penitentes que se habían callado los pecados
porque los confesores les habían reprendido ásperamente.
En
cierta ocasión hacía el Mes de María. Concurrían muchísimos a los sermones y a
confesarse. En la misma capilla en que yo confesaba, confesaba también un
sacerdote muy sabio y muy celoso. Había sido Misionero, pero por su edad y
achaques se había vuelto tan iracundo y de tan mal genio, que no hacía más que
regañar. Así es que los penitentes quedaban tan cortados y confundidos, que se
quedaban los pecados sin decir, y, por lo tanto, hacían mala confesión. Y
quedaban tan desconsolados, que para tranquilizarse se venían a confesar
conmigo.
Como no pocas veces el
mal genio y la ira o falta de mansedumbre se encubre con la máscara de celo,
estudié muy detenidamente en qué consistía una y otra cosa, a fin de no padecer
equivocación en una cosa en que va tanto.
Y he hallado que el oficio del celo es
aborrecer, huir, estorbar, detestar, desechar, combatir, y abatir, si es
posible, todo lo que es contrario a Dios, a su voluntad y gloria y a la
santificación de su santo nombre, según David, que decía: Iniquitatem odio habui et abominatus sum;
legem autem tuam dilexi (Ps 118).
He
observado que el celo verdadero nos hace
ardientemente celosos de la pureza de las almas, que son esposas de
Jesucristo, según dice el Apóstol a los de Corinto: Yo soy amante celoso de vosotros y celoso en nombre de Dios, pues que
os tengo desposados con este único esposo que es Cristo para presentaros a él
como una pura y casta virgen.
Por
cierto que Eliecer se hubiera picado de celos, si hubiera visto a la casta y
bella Rebeca, que llevaba para esposa del hijo de su Señor, en algún peligro
de ser violada, y, sin duda, hubiera podido decir a esta santa doncella:
Celador soy vuestro de los celos que tengo por mi Señor, porque os he desposado
con un hombre para presentaros una virgen casta al hijo de mi amo Abraham. Con
esta comparación se entenderá mejor el celo del Apóstol y de los varones
apostólicos.
Decía
el mismo en otra carta: Yo muero todos
los días por vuestra gloria. ¿Quién está enfermo que no lo esté yo también?
¿Quién está escandalizado que yo no me abrase?
Los
Santos Padres, para dilucidar más esta materia, se valen de la comparación de
la gallina y dicen: ¡Mirad qué amor, qué cuidado y qué celos tiene una gallina
por sus polluelos! La gallina es un animal tímido, cobarde, espantadizo
mientras no cría; pero cuando es madre tiene un corazón de león, trae siempre
la cabeza levantada, los ojos atentos, mirando a todas partes, por pequeña
apariencia de peligro que se le presente para sus polluelos. No se pone enemigo
delante de ella que no acometa para defenderlos, viviendo en un perpetuo
cuidado que la hace continuamente vocear y es tan grande la fuerza del amor
que tiene a sus hijos, que anda siempre enferma y descolorida. ¡Oh qué lección
tan interesante de celo me dais, Señor, por medio de la gallina!
Yo he comprendido que
el celo es un ardor y vehemencia de amor que necesita ser sabiamente gobernado.
De otra manera violaría los términos de la modestia y discreción; no porque
el Amor divino, por vehemente que sea, pueda ser excesivo en sí mismo ni en
los movimientos o inclinaciones que da a los espíritus, sino porque el entendimiento
no escoge los medios más a propósito o los ordena mal, tomando caminos muy
ásperos y violentos, y, conmovida la cólera, no pudiéndose contener en los límites
de la razón, empeña el corazón en algún desorden, de modo que el celo por este
medio se ejecuta indiscreta y desarregladamente, con que viene a ser malo y
reprensible.
Cuando
David envió a Joab con su ejército contra su desleal y rebelde hijo Absalón, le
encargó que no le tocase; pero Joab, estando en la batalla, como una furia por
el deseo de la victoria, mató con su propia mano al pobre Absalón. Dios manda
al Misionero que haga guerra a los vicios, culpas y pecados; pero le encarga
con el mayor encarecimiento que le perdone al pecador, que lo presente vivo a
ese hijo rebelde para que se convierta, viva en gracia y alcance la eterna
gloria.
¡Oh
Dios mío!, dadme un celo discreto, prudente, a fin de que obre en todas las
cosas fortiter et suaviter, con
fortaleza, pero al propio tiempo suavemente, con mansedumbre y con buen modo.
En todo espero portarme con una santa prudencia, y al efecto me acordaré que
la prudencia es una virtud que nace en el hombre con la razón natural, la instrucción
la cultiva, la edad la fortifica, el trato y comunicación con los sabios la
aclara y se consuma con la experiencia de los acontecimientos.
San Antonio María
Claret, “Ante todo la salvación de las
almas”.