viernes, 22 de mayo de 2015

EL LIBERALISMO – ERNEST HELLO



Existe una clase de hombres que dan la impresión de creer que el mal es una cosa que es necesario usar, pero del cual hay que cuidarse de abusar; que el bien completo sería monótono y exclusivo; que el mal, tomado a peque­ñas dosis y mezclado con el bien por una mano discreta y delicada, tiene sus ventajas y sus encantos.
En el orden de la religión, esta disposición del espíritu lleva al protestantismo. En el orden de la política, ella con­duce al liberalismo.
El liberalismo piensa que la soberanía y la revolución son dos fuerzas igualmente legítimas y que se trata pura y simplemente, para triunfar de ambas, de conceder su parte a cada una.
Pues el liberalismo no se compromete ni con la Sobe­ranía ni con la Revolución. El ama el temperamento que lle­va a cada una de ellas.
El espera desarmar a Dios y a Satán, proporcionándoles una conciliación.
El liberalismo cree que el mal posee su dominio como se posee una heredad, y que, en ese dominio, el mal tiene sus derechos reales; que quitarle ese dominio, significaría violar un derecho; que es necesario, sí, marcar a esas pro­piedades ciertos límites a fin de que no invadan por comple­to los dominios del bien, pues esto ya sería ir demasiado lejos.
Todo error está fundado en una verdad que se defor­ma. El liberalismo ha falseado, desnaturalizado, corrompido, la noción del equilibrio.
Existen dos maneras de concebir el equilibrio; una puede llamarse la organización de la guerra; la otra, la organizaci´0n de la paz. Todas las ideas y todos los hechos presentan, a quien los considera, un cierto número de elementos diversos: si uno de esos elementos devora a los otros, hay ruina y muerte, pues el equilibrio ha desaparecido por completo, y sin equilibrio no hay nada. El equilibrio, bueno o malo, determina una situación buena o mala; pero un cierto equilibrio es necesario siempre. Sin equilibrio no hay posibilidad de existir. Pero existen no ya dos maneras sino dos equilibrios, y he aquí cómo los concibo; he aquí ante todo cómo yo los nombro: el equilibrio de la paz, o sea la armonía; el equilibrio de la guerra, o sea la simetría.
Un padre de familia tiene tres hijos que se envidian y detestan; uno de ellos termina arruinando a sus hermanos o los aniquila; el equilibrio está completamente destruido; la familia tiende a desaparecer.
Un padre do familia tiene tres hijos, que se envidian y detestan. El padre no traía de reconciliarlos, pero trata de calmarlos. El no pretende extinguir el odio, pero pretende que no se acreciente, y asignarle límites para que no pase de ahí. El da a entender de tal modo que estará en el interés de sus hijos no estallar en rebeldías. Cada uno de ellos creerá, por ejemplo, que le corresponde unirse, o mejor coaligarse, en cierta medida, con uno de sus hermanos, a fin de que ambos encuentren en ese acercamiento una ayuda contra el tercero. Así cada uno de ellos tendrá necesidad del otro para precaverse del tercero; y la familia vivirá, si a eso se le llama vivir, en una precaución continua que impedirá ciertos desórdenes, sin otorgar nunca el orden. He aquí el equilibrio de la guerra. He aquí lo que a menudo se llama aquí abajo sabiduría. Esta sabiduría, parodia de la sabiduría, vive de cálculo y se desentiende del amor. Pero ni siquiera vive; lo que ella llama la vida, es un esfuerzo estéril para retardar la muerte. La sabiduría fundada sobre la habilidad y no sobre el amor, que pretende establecer, no la paz sino una división lo suficientemente prudente como para permanecer mucho tiempo tranquilo, esta sabiduría es el Ideal que se propone habitualmente el error; gracias a esta prudencia, el error que remeda siempre, remeda en este caso la armonía que supone siempre la fuerza y la inteligencia. La fuerza verdadera doma la carne y la sangre bajo la obediencia gloriosa del espíritu. Ella las somete a la libertad. La fuerza falsa no doma ni la carne ni la sangre; pero sí las convida a dormir, en los momentos en los cuales ese sueño le conviene. Ella los arranca de la esclavitud del furor, para encadenarlas a la esclavitud del cálculo.
He aquí el liberalismo.

Un padre de familia tiene tres hijos que se envidian y detestan. Un día, él les muestra, en nombre de Dios vivo, el esplendor del amor: él les habla del monte Tabor. El les dice la verdad, pues no se contenta con ser bueno él y que sus hijos se emponzoñen con el pecado, y al oírlo sus hijos se arrodillan y lo abrazan.
He aquí hombres liberados; he aquí el equilibrio de la paz; he aquí la armonía, he aquí la sabiduría.

El equilibrio de la guerra era una concesión: el equilibrio de la paz es un gozo y una plenitud. El primero era un cierto compromiso firmado con la muerte.
El segundo es una entrada en la vida.
El equilibrio de la paz vive de esta alta creencia: todas las cosas son solidarias; afirma la unidad de la raza humana; afirma que lo que interesa a cada uno interesa a todos, que quien hiere a su hermano se hiere a sí mismo; afirma la unión y la solidaridad de los miembros viviendo unos por los otros, en vista de la organización única en la cual todos participan; afirma que es indispensable para amarse bien, amar a los otros como a uno mismo, y a todos en Dios, desde que en «El omnia constant», pues el equilibrio de la paz, es el catecismo.
El equilibrio de la guerra está fundado sobre esta baja suposición de que los miembros viven a expensas los uno de los otros, y que su ley es la hostilidad.
Cada uno debe tirar para sí la cobija, -yo empleo a propósito palabras indignas para esta cosa indigna-, y succionar la sangre de sus vecinos, cuidando de no acarrear la muerte inmediata, para que los tribunales competentes no tengan pretexto de intervenir, y para que el juego pueda durar.

Yo he insistido sobre la naturaleza de esos dos equili­brios; pues en la religión, en la sociedad, en la ciencia, en el arte, en la política, esta división muy simple determina la verdad y determina el error.
El ateísmo, del cual Proudhon es la expresión más signi­ficativa, cree que Dios es el enemigo del hombre, y que lle­gará el momento, si es que no ha llegado ya, en que el hom­bre matará a su enemigo.
El panteísmo, del cual la India es la expresión más com­pleta, cree que la creación es el enemigo necesario e irre­conciliable de Dios, y que es necesario negarla en provecho de Dios; pues siendo ambos términos absolutamente contrarios, cuanto más vosotros afirmáis a uno de ellos, tanto más resultará negado el otro.
El Cristianismo establece y afirma, entre el hombre y Dios, la unión.
El no teme disminuir el infinito por los grandes destinos que otorga a lo finito.
El error cree siempre que las verdades entre ellas se con­tradicen, a semejanza suya, que se contradice siempre y na­turalmente.


La verdad propone con generosidad sus afirmaciones; ella es por sí misma su armonía y está segura de sí misma.
En filosofía el equilibrio falso lleva un nombre atrayente; se denomina: eclecticismo. El eclecticismo se caracteriza por ser un sistema que pretende otorgar a todos los sistemas, suficientes condiciones como para que los adeptos que los enseñan no se irriten contra él.
En filosofía, el equilibrio verdadero es la filosofía uni­versal; es decir, la filosofía católica.
En el arte, la verdad y el error han sido presentados en un pie de igualdad. ¿No habéis asistido a la querella entre clásicos y románticos? Los unos se apasionaban por el «buen sentido», los otros por la imaginación.
Ambos creían que esas dos potencias eran enemigas. Le hace violencia al hombre aceptar un todo integral, y él se refugia en la división, pues ésta se asemeja al pecado que él lleva en sí mismo.
El cisma es su refugio contra las invasiones solemnes de la unidad que eleva constantemente la voz en nuestras ti­nieblas: «admonet et magna testatur voce per umbram».
Aquí el equilibrio falso estuvo representado por un hom­bre admirablemente bien elegido. Se llamaba Casimiro Delavigne. El trató de apaciguar las dos escuelas por medio de un cierto número de concesiones.
El creía, como lodos los mediocres de su talla, que las medias medidas calman siempre a alguien. El no compren­día que ellas irritan, a la vez, a quien las obtiene y a quien las acuerda: el primero las encuentra insuficientes, el segun­do las encuentra excesivas. Nadie las encuentra justas. La concesión de la medida a medias es la parodia del acuerdo; el acuerdo supone la unión de las almas; la medida a medias supone la división de dos almas que tratan ambas de con­tradecirse un poco a propósito, a fin de acercarse un poco la una a la otra en apariencia.
Pues la media medida permanece en el dominio exterior de los hechos.
Ella no acerca los corazones; de aquí su impotencia.
El equilibrio verdadero afirma todos los elementos de lo real, y los afirma a todos en su plenitud; desde que ellos son los elementos de la misma verdad, se sostienen, se en­treayudan en lugar de contradecirse; y cada prueba parti­cular y cada acto particular por el cual resulta apoyada ca­da piedra del edificio, consolida toda la construcción. El equilibrio falso piensa que todos los elementos de una cues­tión -para él no hay verdades, sólo hay cuestiones- se en­cuentran celosos unos de los otros, y que para tener éxito es preciso amalgamarlos un poco, a fin de obtener de ellos que consientan en ser vecinos; es necesario negar un poco a cada uno de ellos, en interés de los otros, que palidecerían si alguno aumentara.
San Pablo ha planteado la ley del equilibrio verdadero cuando dice: «Omnia in ipso constant». Él hablaba del Pontífice (pontem faciem). Pero el equilibrio falso toma las diversidades por contradicciones. El olvida la ley del universo que es la de ser uno y diverso a la vez, sin que los planetas iluminados, perjudiquen al sol que los ilumina, ni el sol a los planetas.

Hacia cualquier lado que mire, hacia la filosofía, hacia la ciencia, hacia el arte, hacia la política, hacia la vida, me encuentro en presencia de este error singular, que quisiera apaciguar una verdad mediante el sacrificio de alguna otra verdad. ¿Ciertas personas no están acaso muy persuadidas de que los hombres geniales carecen de un juicio recto? Ellos chupan con la leche materna esta idea muy digna de la inteligencia que les es propia, pues el genio, que no es sino una forma superior de la armonía y que, bajo pena de muerte, tiene por base el equilibrio y el buen sentido, el genio, digo, se les aparece como un monstruo capaz de devorar todas las cualidades que ellos aman. Si esas personas tienen hijos en los cuales suponen que existe demasiada imaginación, se apresuran a hacer lo que llaman concesiones a los fueros de la pasión, es una especie de sacrificio que ofrecen a los dioses infernales, y cuando han apaciguado así a la divinidad enemiga, esperan que esos hijos volverán a la razón, que se les parece como una fuerza muerta, inconciliable con la vida, pero preferible a ella en sus cálculos cotidianos.
También suelen decir: mejor es que se conozca el mal antes y no después.
La sabiduría de esos hombres consiste en poner agua en su vino. Ellos aprecian esta frase que se les asemeja, y que rinde muy bien lo que se le quiere hacer rendir.
¿Qué significa esta otra frase: Es necesario que la juventud se pase? Significa que la juventud debe tener ciertos derechos y obedecer a ciertas leyes generales, y que es necesario, durante un tiempo más o menos largo, ponerse en contradicción con la eternidad, a causa de la edad que se tiene en el tiempo.
¿Sabéis lo que dice la verdad? Dice: Es necesario que la juventud dure. Ella impone la eternidad a la juventud de la eternidad; ella pone en los labios de un sacerdote de ochenta años, que dice la misa, la palabra de juventud aplicada a él. Por orden de la Iglesia el sacerdote de ochenta años habla a Dios de su juventud, y de su “juventud gozosa”.

En política el equilibrio falso se llama el liberalismo. El liberalismo es una media medida que desearía suprimir nuevamente la soberanía, disminuyendo un poco los inconvenientes de esta supresión.
El busca excusar, y nada aquí abajo puede excusarse. El liberalismo es el eclecticismo político: él detesta a la vez la juventud y la eternidad; su característica es la impotencia. El no espera nada grande ni de la parte de sus amigos ni de la parte de sus enemigos. Es escéptico. El dice como Atalía:
«Yo tengo mi Dios, a quien adoro; vosotros serviréis al vuestro»;
Pero ella agrega:
Ambos son dioses poderosos...
El liberalismo haría esta variante:
«Yo tengo mi Dios, a quien adoro, vosotros serviréis al vuestro».
Ambos son impotentes...
El liberalismo carece de aspiraciones; si las tuviese, las conduciría hacia la impotencia; pues desea ser sabio pero no divino. Mas, la impotencia es el último término de toda sabiduría que no es divina.

Todo esto no es una digresión; yo no he abandonado el liberalismo.
El liberalismo es la forma que toma el falso equilibrio, cuando el falso equilibrio habla de política.
El liberalismo es el eclecticismo de la política.
El pretende otorgar su parte a la Revolución, como el burgués en presencia de un hombre joven, concede su parte a la pasión. Pero la pasión es celosa. El fuego que ilumina y el fuego que incendia, ambos son intolerantes; ellos no admiten, ni el uno ni el otro, la partición de la presa.
No hay aquí abajo más que un solo problema, y él ha sido resuelto sobre el Monte Sinaí; es el problema de la adoración.
La religión adora a Dios, y Revolución adora al hombre.
La Revolución adora el furor del hombre.
El liberalismo adora la moderación del hombre. El joven que se extravía se adora a sí mismo en sus pasiones.
Más tarde, él se disciplina, sin convertirse, y se adora en sus hábitos egoístas que son los cadáveres de sus pasiones petrificadas.
Y el liberalismo se asemeja a la Revolución como los hábitos nos representan a las pasiones.

Desde hace ya muchos años, el problema social está planteado frente al mundo.
Los revolucionarios tratan de resolverlo, por medio del hombre. Ellos pretenden salvar el hombre por el hombre. Ellos pretenden que Dios les conceda la palabra y les permita hacer largas experiencias. Elías decía a los profetas de Baal: «Invocad a vuestros dioses. Veremos así si el fuego del cielo desciende sobre vuestro holocausto; yo hablaré a mi vez, e invocaré el nombre de mi Dios. Pero haced antes vuestra experiencia. Facite primi».
Hace ya más de cien años, los adoradores del hombre hacen la experiencia de las fuerzas de su Dios. Hace ya más de cien años, gritan hacia él; hace ya más de cien años, Elías se burla de ellos como se burlaba de los profetas de Baal, y les dice: Clamate voce majore: Deus enim est, et forsitan loquiiur, aut in diversario, aut in itinere, aut certe dormit, ut excitetur.
En efecto, duerme el dios de la Revolución, él duerme, ese Dios que se llama hombre, y mientras la Revolución lo adora, él charla, viaja y duerme, mas no escucha. El hace justamente todo lo que hacían los dioses de los falsos profetas, y las palabras de Elías se aplican a él con una maravillosa exactitud. Sin embargo esos adoradores gritan todavía más fuerte, y se diría que pretenden despertar así a ese Dios somnoliento e impotente, pero no lo consiguen.
La experiencia tiene ya una larga duración, ella está cumplida, está agotada.  Cada uno de los profetas de la Revolución ha tenido la palabra. Sus voces han sido tragadas por un vacío trágico las más de las veces; su dios no se ha despertado, el problema no ha sido resuelto. He aquí un hecho histórico que resume toda la historia: Él no ha podido salvarse por sí mismo. La experiencia está consumada.
Es hora de que Dios se muestre como Dios, (Ostende hodie quia tu es Deus) y nos indique, salvándonos, de qué parte viene la salud.



Ernest Hello. “EL SIGLO. LOS HOMBRES Y LAS IDEAS”. Editorial Difusión, Bs. As., 1943.