Por Antonio Caponnetto
SIGNIFICADO DE LA TRAICIÓN
Reunidos en el Cenáculo, Jesús
y los apóstoles cenan por última vez, celebrando la postrimera Pascua con el
Señor de los Cielos en la tierra.
Escena conocida si las hay, y
plasmada en palabras o en lienzos, en frisos y en poemas por los grandes
artistas de signo cristiano.
Paradojas del existir en el
Evangelio: aunque el centro de aquella reunión era el gozo eucarístico, San
Juan nos cuenta que “Jesús se
entristeció en el espíritu y protestó exclamando: «en verdad, en verdad os
digo, que uno de vosotros me traicionará»” (San Juan, XIII,
21-30).
¿Cómo se explicaba aquella
tristeza inefable de Dios? Varias respuestas caben. Desde la de San Agustín
que, frente el gesto humano y legítimo de la pena divina, vio rodar por el piso
los argumentos estoicos sobre la inmutabilidad del sabio, hasta la de Chesterton
que sostuvo que —excepto la risa y por ser tan grande, reservada entonces a los
tiempos parusíacos— el Redentor no ocultó ninguno de los sentimientos que
brotaban de su naturaleza humana.
La mejor respuesta, sin
embargo, nos sigue pareciendo la de San Juan Crisóstomo.
“Cuando
una causa urgente —escribe— obliga a separar, antes de recogerse la
mies, a algunos de los falsos hermanos, no puede hacerse esto sin que la
Iglesia se entristezca”.
Hay una pena inmensa en la
Iglesia cada vez que los hermanos que la integran caen en falsía, perjurio o
deslealtad manifiesta. ¿Cómo no ha de tener esa pena la insondabilidad de un
pozo sin fondo visible, cuando entre los hermanos felones se cuentan muchos de
los herederos de los apóstoles y el mismísimo sucesor de Pedro?
Pero sigue distinguiendo el
Crisóstomo. El quebranto de Jesús no lo sufrió en la carne cuanto en el alma y
antes en el alma que en la osamenta. Porque en tamaña ocasión de escándalo,
como lo es la evidencia de la traición, el Señor se turba por la caridad no por
el remordimiento. Por la caridad hacia el buen trigo entreverado con la cizaña,
y corriendo el riesgo de verse arrancado con aquélla. El Señor se turba por su
propia voluntad misericordiosa, no por debilidad. Nadie lo obliga a afligirse —que
nadie tiene imperio sobre Él—; su aflicción es voluntaria y consoladora, para
cargar sobre sí las debilidades de quienes no pueden sobrellevar tamaña artería
y vileza manifiesta.
Es la Revelación de la Tristeza, que
nos cantara José María Fernández Unsain:
“Mira cómo lo adorna la divina
tristeza con que luce su belleza…
Mira, Señor, ya baja la neblina,
ya muere, ya nos hiere la tristeza”.
No queremos ocultar nuestra
tribulación ante esta Iglesia traicionada por quien debiendo comportarse como
el Vicario del Esposo, emula al oscuro desertor de Keriot. Y no trepida en
contemporizar desde Roma con los cultores de las costumbres nefandas o del vicio
contra natura. Los mismos que provocaron el derrumbe justiciero de aquellas
ciudades edificadas sobre el Valle de Sidim, cuando el Dios de los Ejércitos
estalló en justificada cólera.
Sólo queremos pedir que nuestra
compunción halle sostén en la de Cristo, que para eso nos la ofreció. Que
nuestras lágrimas sean un coágulo
de cielo en las pupilas, al buen decir de Anzoátegui; asociadas a
Aquél que tuvo que llorar ante los muros del lugar sagrado.
Sólo queremos recordar, en
suma, que hasta la traición ocupa su lugar en la Pedagogía Divina, y por eso
está prevista en las Escrituras, como cuando David se angustia por la
deslealtad de Aquitófel, y el salmo canta: “el que come el pan conmigo, levantará contra mí su calcañar” (Salmo
40, 10).
David es el tipo de Jesús, Aquitófel el de
Judas. Los dos traidores, los dos dándose muerte por su propia mano. Pero ante
sendos casos —acíbar duro de ingerir y hasta de oler— es la invocada Pedagogía
Divina la que resuelve el drama. Así lo juzga el Cardenal Gomá: “Desde ahora os lo digo, antes de que
acontezca; a fin de que viéndole víctima de la traición villana, no le tengan
por imprevisor a Dios y disminuya su fe; antes, por el contrario, el
cumplimiento de la profecía sea un motivo más de credibilidad para ellos. Para
que cuando aconteciere, creáis que Yo Soy”.
El cumplimiento de las
Profecías: el Pastor Insensato, la Fiera de la Tierra, el Preludiador de la
Bestia, el Propagandista del Anticristo, la Iglesia de Laodicea. Nada de esto
nos quita la Fe ni la Esperanza. Nos la confirman; y anticipan la Felicidad
tras la última batalla, que ya es difícil y cruenta, y lo será todavía más.
EL VÉRTIGO DEL TRAIDOR
Volvamos a la escena del
Cenáculo. Todavía falta un desenlace más conmovedor y más tenso del que ya
mentamos.
Señalado el traidor por su
nombre, Jesús le dice: “Lo que
tengas que hacer, hazlo pronto”.
También estas perícopas han
dado lugar a reflexiones concurrentes. Orígenes se pregunta si no eran palabras
dirigidas antes al demonio, que ya había entrado en el Iscariote, que al
Iscariote mismo. Puede ser. Pero San Agustín en esto, parece sacarnos más
provecho con sus comentarios.
El Señor, por lo pronto, está
provocando al adversario a la lucha: No te quedes quieto. Sigue cuanto antes con tu maldito propósito. Yo sé
bien cuál es el mío y lo cumpliré acabadamente.
El fruto de ese “hacer pronto”
lo inicuo que planeaba era la misma redención, “lo que no quería se retardase ni evitarse, sino que se apresurase
cuanto fuera posible”, prosigue Agustín. La prontitud pedida al
felón no es para cooperar con su malicia, ni siquiera para precipitar la caída
del pérfido, al que tantas veces había invitado a recapacitar. Sino teniendo en
cuenta ante todo la salud de los fieles, la salvación de los leales.
Hazlo
presto equivale a decir que no
se teme a lo que sobrevendrá tras la traición aborrecible. El Redentor vigila,
aguarda; oblativamente espera el desenlace.
Hazlo
presto, comenta
Straubinger, es la misma urgencia salvífica ya puesta de manifiesto cuando le
dice a los suyos: “un bautismo
tengo para bautizarme, ¡y cómo estoy en angustias hasta que sea cumplido!” (San
Lucas, 12, 50).
Entonces —y aquí llegamos—
aterra en principio que quien ocupa hoy la silla petrina parezca ir tan
presuroso por el derrotero de la deslealtad a Jesucristo. Y que para andar por
tan espinoso sendero, no sólo no reciba plata judaica, sino que sea él quien les
pague a los deicidas. Con concesiones doctrinales inauditas, por un lado, que
ya habían hecho sus predecesores inmediatos; y con dinero abultado, por otro.
Como sucedió en los primeros días de octubre del 2014 con la entrega de cien
mil euros a la Fundación
Auschwitz-Birkenau, que no es precisamente una de las periferias
existenciales, sino de las más abigarradas usinas de la “industria del
holocausto” que oportunamente desenmascarara Norman Finkelstein. El
Iscariotismo moderno tiene aún este agravante sobre el antiguo: que paga para
traicionar, y ningún Campo de Aceldama parece aguardar al contrito.
Este hazlo presto que
vemos desplegarse ante nuestros ojos, entre indignados y dolientes, debe ser
sobrenaturalmente vivido. Mi
vida, nadie la toma, quiere decirnos el Señor. Soy Yo quien la ofrece y la inmola
gratuitamente. No te detengas. Pero sábelo Iscariote; y que lo sepan contigo
tus aquiescentes mitrados y purpurados, que cuanto antes obres la iniquidad,
antes completaré la batalla redentora.
Dios nos permita la gracia de
no quedarnos dormidos mientras sigan arreciando los aires desventurados de la
conjura.
ERA Y ES DE NOCHE
El texto joánico que estamos
glosando —capítulo trece,versículos veintiuno a treinta— termina retratándonos
a Judas que, una vez identificado como vil por el mismo Salvador, huye del
Cenáculo a cumplir su cruento cometido. Y acota el fragmento, no sin hondo
simbolismo: “y era de noche”.
“La
noche sensible —escribió al
respecto San Gregorio— es la
imagen de la confusa noche que había invadido el alma de Judas. Por la cualidad
del tiempo se expresa el fin de la acción. Judas, que no había de implorar el
perdón, aprovecha la noche para la perfidia”.
Es Iscariotismo es hijo de la
sombra y alimento amarescente que se cuece en las tinieblas. La sinonimia noche traición es un tópico
cargado de razones. Excepto “la Noche Amable más que la alborada”, que no se hace
patente, por desdicha, en la presente negritud o lobreguez que nos llega de
Roma.
No debe subestimarse ni
omitirse esta explosión de Iscariotismo en la Barca, que aunque ya se había
manifestado otrora, estalla de manera rotunda con la llegada del Cardenal
Bergoglio.
“Judas
es el prototipo del traidor” —escribió
Alberto Caturelli en “La
Iglesia Católica y las catacumbas de hoy”—; es decir, de aquel que
quebranta, viola y en cierto modo invierte lo que debe cuidar y trasmitir”. La
raíz etimológica de traición es
la misma que la de palabra tradición; y
paradójicamente y por contraste “significa
también lo opuesto: no cuidar, no trasmitir fielmente, quebrar la lealtad o
fidelidad al depósito recibido […]. A esta infidelidad radical —aunque guarde astutamente todas las
apariencias de la fidelidad— llamo Iscariotismo, porque tiene su modelo en
Judas Iscariote”.
El Iscariote de todos los
tiempos y de este tiempo, predica un Anti Verbo, de ese que no custodian los
ángeles pero resulta gratísimo a los oídos del mundo, y en plena conformidad
con sus crepusculares anhelos. No quiere palabras limpias ni verdades recias ni
mucho menos confrontaciones con el siglo o contradicciones con las mayorías. No
se nutre de los maestros de la Fe Sapiente sino del discurso estulto de los
hábiles; y llama teología de rodillas a la que se labra en estado de
genuflexión frente al Maligno.
El Iscariote somete a discusión
lo indiscutible, cuestiona hasta las verdades inconcusas, ultraja el sentido
común, mediatiza el idioma unívoco de lo obvio. La contranatura puede
encontrarlo aquiescente, el adulterio presto a una convalidación gradual, la
sodomía se torna pasible de bienvenidas eclesiales, el corrupto goza de una
hospitalidad especial y repetida, las mujerucas rencorosas e hipócritas se
sientan a su mesa, no para recibir severas y afables reconvenciones sino para
intercambiar ofrendas.
La familia, para el Iscariote,
ha dejado de ser sólo la
unión ante Dios, de uno con una y para siempre; varón y mujer abiertos a la
vida y vasallos del Ordo Amoris. Puede
seguir siendo eso, claro; pero también otra cosa y antagónica, invocando una
misericordia sin justicia, una flexibilidad sin el límite del Decálogo, y un
concepto de Iglesia que recibe a todos, como si fuera una playa nudista, sin el
mínimo requisito de la pudicia o del respeto a sus códigos bimilenarios. Si
abro las puertas del hospital de campaña es para sanar a los heridos, y por
caridad hacia sus cicatrices. No para convalidar sus purulencias o para hacer
pasar por cuerpo sano la gangrena que lo carcome.
San Clemente de Alejandría lo
supo explicar mejor en “El
Pedagogo”, cuando remitiéndose al Libro del Éxodo (34, 16),
sostiene: “Vendaré la
perniquebrada y curaré la enferma, traeré la extraviada y la apacentaré en mi
santa montaña”. No dice que la pierna enferma y rota permite
caminar del mismo modo que camina aquél con sus piernas sanas.
Reconocerán los discursos de
Judas porque no contienen voces de vida eterna. Como no las contuvieron cuando
el Evangelio registra su primera confrontación con el Señor, en suelo de
Betania. El Iscariote reprende a la mujer que derrama “ungüento puro de gran precio” sobre
los pies divinos, para enjugarlos después con sus cabellos (San Juan 12, 3).
Invoca a los pobres, pero piensa en la bolsa. Tal vez era el perfume de
príncipes lo que más lo alteraba. Su olfato plebeyo estaba hecho para el
corral, la cochiquera o la boyeriza.
Es notable que Santo Tomás,
comentando el Evangelio de San Mateo, que registra el ominoso arreglo entre
Judas y la Sinagoga para entregarles al Señor, observa que el precio inicial
convenido era el de aquel ungüento de nardos que no había podido impedir que
se “malgastase” como tributo al Unigénito. Pero al final, cierra el tráfico más
inicuo de los siglos con un “Dadme
lo que queráis” (San Mateo, 26, 15).
¿Hay una Iglesia de Judas?, se
preguntó hacia 1970, Bernard Faÿ, cuando el estado de descomposición se hacía
evidente.
Se respondió en un libro
homónimo, “L’Eglise de Judas”, diciendo
que sí, aunque sin faltar a la caridad ni a la esperanza. Lo peor,sostenía
entonces, es que los Iscariotes ponen cuidado “en mantenerse en la Barca de la Iglesia, en aferrarse a ella aún
cuando la profanen, en no descuidar ningún esfuerzo, ningún ardid, ninguna
mentira para que los hombres y el clamor falaz de los periódicos les declaren
todavía miembros y parte inherente de esta Iglesia, que ellos tienden a
arrastrar con ellos en su reniego, de manera que sea consumada la obra de
Judas, y que pueda abandonarse, completamente, a las fuerzas del mal, el cuerpo
terreno del Cristo profanado”.
Sí; era de noche cuando el
indigno abandonó el Cenáculo sin comulgar. Sigue pesándonos esa tiniebla y esa
fuga. Aterradora vigencia del misterio de iniquidad. Y sin embargo o por lo
mismo, en tales circunstancias, la consigna del Señor es que no tengamos miedo.
Mucho más marcial todavía: “erguíos
y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención” (San
Lucas, 21, 28).
Nos es imposible imaginarnos la
escena sin pensar sensiblemente en la procesión del Cristo de la Buena Muerte,
que llevan a pulso, reciamente, los herederos de Millán Astray, en los hondones
de la España Eterna.
LO QUE ES CATÓLICO HACER
Arribados a este punto —con la
congoja propia del hijo ante el padre amado a quien se ve perder la vertical y
el quicio— sobrevienen las preguntas, que son múltiples, como múltiples también
sus procedencias.
Se cuentan por racimos, y cada
vez mayores y de pesares más inconsolables, las familias lastimadas, divididas
y perplejas por el actual magisterio, que no cesa de traicionar la Verdad, el
Bien y la Belleza. Padres que no saben qué decirles a sus hijos, cuando
constatan la inverecundia y la heterodoxia en Roma. Hijos ya grandes y bien
formados, que no saben cómo sosegar a los ancianos, atónitos ante cada dislate
diario que se propala desde Santa Marta.
Es extraño que tamaña
desolación coincida con la convocatoria de un largo Sínodo dedicado a la
Familia; y que durante el mismo —por expresa permisión de Francisco y de sus
kasperianos socios— se esté disponible para resguardar el derecho de los
fornicarios, o los “dones” de los invertidos, o los propiciadores de la
perspectiva del género, pero no se atienda al deber de llevar al seno de los
hogares católicos el perpetuo sí,
sí; no, no que los sustraería de tantas reyertas y les restituiría
la paz de saber que la Iglesia ha sido, es y seguirá siendo semper idem.
Somos simples laicos
bautizados, sin respuestas para todos los interrogantes. Mucho menos para
quienes interrogan con arrogancia, soberbia y anónima cuanto cobarde malicia.
Somos meros sarmientos de la
Vid,que si algún mérito tenemos es el de haber advertido,casi en soledad y
varios años antes de que el gran mal sucediera, quién era el hombre
particularmente dañino y dable a las herejías al que finalmente eligieron para
ocupar la Silla de Pedro. Pero no somos el Cónclave, ni el Paráclito, ni los
redactores, aplicadores o intérpretes autorizados de la Bula “Cum ex apostolatus officio” del
Papa Paulo IV. No tenemos potestad jurídica ni sacramental para decir más de lo
que decimos, y así fuera constatable la tesis de Antonio Socchi, en su
inquietante “Non é Francesco”, a
nosotros nos toca rogar para que el Espíritu Santo convierta a los
desencaminados o ubique a los desubicados.
Frente a la dura encrucijada
apenas si podemos recordar, para nuestra seguridad, consuelo y esperanza, lo que es católico hacer:
- Es católico saber que la
infalibilidad ex cathedra no
supone impecabilidad de conductas ni de enseñanzas pontificias personales; ni
siquiera de enseñanzas religiosas o morales. Ergo, si desde el sitial de Pedro
se enseñara el error; si se heretizan proposiciones intangibles o se debilita
la inconmovilidad de la Fe y de las costumbres, hay obligación de protestarlo,
de confrontarlo y de suspender la ligazón de la obediencia. Porque nunca es
legítimo seguir al que me lleva al error. El súbdito, en estos hirientes casos,
está facultado a resistir con fundamento, respeto, responsabilidad y seriedad.
- Es católico ilustrarse con la
historia de la Iglesia y con las consideraciones de teólogos santos que han
alcanzado los altares. No sólo para que la crónica de las tempestades nos
ratifique en la certeza de la ininundabilidad de la Barca, sino para constatar
que, a muchos de esos teólogos, no causaba escándalo alguno afirmar lo que
afirmamos. El admirado Medioevo conoció un florilegio de esos doctos varones de
sapiencialiedad teológica, a quienes nunca se les hubiera ocurrido la
desviación papolátrica moderna, construyendo el dogma peligroso y absurdo de la
omni-inerrancia de todo pontífice y de toda palabra suya.
- Es católico saber que “el humo de Satán ha entrado en el templo de
Dios”, constituye sentencia proferida por un Papa. Por quien le
siguió esta otra, igualmente grave, según la cual, la Iglesia está “cercada por propias e internas herejías”. De
su siguiente sucesor es el lamento rotundo: “Señor, en tu Iglesia, parece que la cizaña prevalece sobre el trigo”. Y
hasta es apotegma de Francisco, salido de su boca el 10 de marzo del 2014, que “con Satanás no se puede dialogar”; lección
redonda que debería aplicarse a sí mismo y a sus actos. Y que si vemos
incumplida ostensiblemente, nos autoriza a la admonición y al grito desde los
tejados.
- Es católico lo que hizo el
Dante, al suponer que un par de Papas podían estar merecidamente en el
Infierno, a causa de sus pecados y deberes incumplidos. Siendo Paulo VI, en
1965, cuando termina el Concilio Vaticano II, el que regaló a cada uno de los
padres conciliares una espléndida edición de “La Divina Comedia”, amén de ensalzar al preclaro poeta con
su diáfano documento “Altissimi
Cantus”.
- Es católico saber que la
Iglesia admite varias semejanzas, y que no cierra sus puertas. Pero entre las
semejanzas que eligió Su Divino Fundador, está precisamente la de la puerta
estrecha, a la que es preciso esforzarse mucho por ingresar, porque “una vez que el dueño de la casa haya
entrado y cerrado la puerta, os quedaréis afuera y empezaréis a golpear la
puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y os responderá: No sé de dónde sois” (San
Lucas, 13, 24).
En uno de los textos
patrológicos más cargados de símbolos, el Pastor de Hermas compara a la Iglesia con un gran sauce
mimbrero, cuyas ramas son muy resistentes, porque aún cuando arrancadas del
árbol madre, parecen secas, vuelven a brotar si se las planta en el suelo y se
las mantiene húmedas. Sólo brotan y reverdecen bajo estas condiciones y
requisitos. No porque sí.
Dios no es un cantor de tangos,
enseñaba el Padre Castellani. De esos que, en un arranque de melancolía
sensiblera, le dicen a la antigua barragana o al amigote desleal: “está bien; ya que volviste, pasá nomás”. No.
Dios es un padre exigente, justísimo y sopesador infalible de premios y de
castigos, con la mano de azúcar
de su misericordia y la de hiel de su rigor. Por eso, puede
arrogarse la decisión de decir “No; no entrarás esta noche. La puerta se ha
cerrado para ti”. Eso sí, agrega Castellani. Cuando eso ocurre, Dios no se
alegra y puede oírsele cantar esta coplilla gitana:
Algún día has de llamar
y no te abriré la puerta
y me sentirás llorar…
- Es católico lo que dice el “Catecismo de la Iglesia”, en su
párrafo 675: “Antes del
advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que
sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución
que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20)
desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa
que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante
el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la
del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se
glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en
la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22)”.
¿Por qué callar entonces ante
la impostura religiosa? ¿Por qué simularla, omitirla, desterrarla de nuestras homilías,
de nuestras conferencias o simples conversaciones? ¿Por qué fingir una
hermenéutica de la continuidad si la ruptura se ha hecho patente,
atravesándonos el costado como un lanzón artero?
- Es católico lo que predicó el
ilustre benedictino Dom Prosper Guéranger: “Cuando el pastor se muda en lobo, toca desde luego al rebaño el
defenderse. Por regla, la doctrina desciende de los obispos al pueblo fiel y
los súbditos no deben juzgar a sus jefes en su fe. Mas hay en el tesoro de la
revelación ciertos puntos esenciales de los que, todo cristiano, por el hecho
mismo de llevar tal título, tiene el conocimiento necesario y la obligación de
guardarlos. El principio no cambia, ya se trate de ciencia o de conducta, de
moral o de dogma. Traiciones semejantes a la de Nestorio, son raras en la
Iglesia; pero puede suceder que los pastores permanezcan en silencio, por tal o
tal causa, en ciertas circunstancias en que la religión se vería comprometida.
“Los
verdaderos fieles son aquellos hombres que, en tales ocasiones, sacan de su
solo bautismo, la inspiración de una línea de conducta; no los pusilánimes que
bajo pretexto engañoso de sumisión a los poderes establecidos, esperan, para
correr contra el enemigo u oponerse a sus proyectos, un programa que no es
necesario y que no se les debe dar”.
- Es católico hacer penitencia,
ofrecer sacrificios y pedir perdón por los pecados propios; y pedirlo incluso
por aquellos que los cometen teniendo las mayores responsabilidades en la
práctica de la vida virtuosa.
Sí, Señor; te pedimos perdón
por el mal ejemplo que da la mayoría de nuestros pastores, cuando decide estar,
servilmente, en comunión de errores y de pusilanimidades con el Obispo de Roma.
Los enemigos de la Iglesia encuentran en tamañas inconductas motivos de
envalentonamiento para multiplicar su contumaz actitud blasfema y sacrílega. Lo
vemos en la patria, y lo vemos en el resto de las naciones. Duele, Señor, tanta
ofensa. Perdónanos.
- Es católico, a la par, dar
gracias por los pastores fieles. Especialmente por aquellos, que con motivo del
Sínodo sobre la Familia, han defendido el honor del hogar católico, acechado
por la marejada ruin de hipótesis heréticas y de proposiciones abisales. Y que
por tan gallarda defensa han sido menoscabados, marginados o destratados por la
máxima autoridad eclesial.
- Es católico rezar y eso
hacemos. A San Pedro, de la mano segura de Francisco Luis Bernárdez:
Ya que en la piedra inmortal de tu nombre
quiso el Señor afirmar nuestra vida
y edificar con su mano escondida
la verdadera morada del hombre;
Ya que tan sólo las llaves seguras
que Jesucristo te puso en las manos
pueden abrir a los seres humanos
la bendición de las puertas más puras;
Ya que tu barca es el único leño
que en el naufragio de todas las cosas
flota feliz en las aguas furiosas
para salvar a las almas sin dueño;
Ya que en las olas que el mundo levanta
sobre el dolor de la humana conciencia
sólo es posible esperar con paciencia
en la virtud de tu red sacrosanta;
Pídele a Dios que nos dé con tu llanto
la contrición con que hollaste a la muerte,
antes que el gallo final nos despierte
con el reproche sin fin de su canto;
Que con tu fe que ante nadie se arredra
nos asegure en la tierra cambiante
para que nuestra virtud se levante
con la firmeza de un muro de piedra;
Que nos dispute al abismo del mundo
con el afán de tu red milagrosa
y que en la paz de tu barca gloriosa
tenga lugar nuestro amor vagabundo;
Que nos infunda tu inmensa esperanza
y tu confianza robusta y sencilla
para buscar en tu barca la orilla
que solamente a su bordo se alcanza;
Y que tu barca segura y certera
siga en la noche el mejor derrotero
para llegar por el mar traicionero
a la ribera en que Dios nos espera.