Como
poseemos en el magisterio infalible de la Iglesia la próxima y última regla de nuestra
fe, la lectura de la Sagrada Escritura no es requisito indispensable para
nosotros. Sin embargo, desde los tiempos de los apóstoles hasta las más
recientes manifestaciones de las autoridades eclesiásticas, fue inculcado y
sigue siendo inculcado el leer y estudiar las Escrituras a fin de profundizar la
fe y ampliar y arraigar los conocimientos religiosos, y principalmente, para
conocer la persona, vida y doctrina de nuestro Salvador Jesucristo. “Ignora a Cristo quien ignora las Sagradas Escrituras.”
(San Jerónimo).
Más
aun insiste San Juan Crisóstomo en
la lectura del libro divino, por ejemplo en su primera homilía a la Epístola de
San Pablo a los romanos: “Como los
ciegos se hallan incapaces de ir derecho, así los privados de la luz que resplandece
de las Escrituras Divinas, yerran continuamente puesto que caminan en espesas
tinieblas.”
¡Ay
de los muchos que hoy en día recorren los caminos de un mundo tempestuoso sin
la luz del Evangelio!
I.
Leamos
la Sagrada Escritura con espíritu de fe.
El
hombre que vacila en la fe, “es semejante a la ola del mar alborotada y agitada
por el viento, acá y allá” (Santiago 1, 6). El hombre de ánimo doble, que está
dividido entre Dios y el diablo, es inconstante en todos sus caminos. En vez de
enseñarle y consolarle, la palabra de Dios le sirve para su ruina.
¡Cuántas
veces Nuestro Señor no ha insistido en la necesidad de la fe!: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase conforme
tú lo deseas. Y en la misma hora la hija quedó curada.” (Mat. 15, 28). Negó
el médico divino varias veces su ayuda por faltar la fe, por la incredulidad de
los suplicantes. “Tenéis poca fe... si
tuviereis fe, como un granito de mostaza, podréis decir a este monte:
Trasládate de aquí a allá, y se trasladará y nada os será imposible.” (Mat.
17, 19). Jamás olvidemos el lamento del Señor: “¡Oh raza incrédula y perversa! ¿hasta cuándo he de vivir con
vosotros? ¿hasta cuándo habré de sufriros?” (Mat. 17, 16).
II.
Leamos
la Sagrada Escritura con espíritu de humildad.
Los
misterios del reino de Dios no se revelan a la sabiduría puramente humana, por
grande que sea el genio de sus maestros, sino sólo a los humildes. La humildad,
la virtud de los pequeños es indispensable, para que el lector de la Biblia
saque los valores intrínsecos del libro de los libros. Hay que volver a ser
niño; hay que exponerse con espíritu sencillo e inocente a los rayos de la luz que,
por falta de nombre adecuado, definimos con el nombre de misterios.
De
otro modo no podríamos comprender el espíritu del Evangelio, ni aplicarlo a la
vida: “En verdad os digo, que si no os
volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los
cielos.” (Mat. 18, 3). Y para grabar esta amonestación en los corazones de
sus discípulos, Jesús llamando a un niño y colocándolo en medio de ellos, les dio
una lección más elocuente que todas las palabras.
“Quien se
humillase, será ensalzado.” (Mat. 23, 12). Quien
con espíritu de niño se acerca a los tesoros de la Sagrada Escritura, los
conseguirá. A los demás, los orgullosos y presumidos, los presuntuosos y
ambiciosos se les cierra la puerta.
Saca,
pues, saca, alma mía. El pozo es profundo; y jamás se agotará.
III.
Leamos
la Sagrada Escritura con el propósito de reformar nuestra vida.
La
senda que conduce a la vida eterna, es estrecha, mientras que el camino que
conduce a la perdición, es ancho y espacioso (Mat. 7, 13-14). ¿Quién será
nuestro guía en la estrecha senda? Abre el Evangelio, lee las Escrituras;
medita un ratito sobre las enseñanzas que te brinda el Evangelio en cada
página; y encontrarás al guía que te hace falta. La palabra de Dios es uno de
los medios más apropiados para nuestra salvación; sólo que debemos ponerla en
práctica, como dice Santiago: “Recibid
con docilidad la palabra ingerida que puede salvar vuestras almas. Pero habéis
de ponerla en práctica, y no sólo escucharla, engañándoos a vosotros mismos.
Porque quien se contenta con oír la palabra, y no la practica, este tal será
parecido a un hombre que contempla al espejo su rostro nativo y que no hace más
que mirarse, y se va y luego se olvida de cómo está.” (Santiago 1, 21-24).
El Evangelio es, pues, el espejo en que hemos de contemplar el semblante de nuestra
alma, para ver las faltas que la manchan. Si no, somos como aquel hombre
olvidadizo que se engaña a sí mismo, no sabiendo cuál es su rostro.
Reformar la
vida, conformar la conducta a los preceptos del Evangelio; he aquí los frutos
más provechosos de la lectura del Evangelio.
Leyéndolo, meditándolo dejamos de ser injustos, mentirosos, avaros,
orgullosos. La palabra de Dios penetra en el alma como una espada de dos filos
(Hebr. 4, 12), que ha de apartar a los malos de los buenos; que va a despertar
a los ociosos y rechazar a los presuntuosos; que está destinada a humillar a
los doctos vanidosos, pero a satisfacer a quien con razón recta y pura busca a
Dios y la salud eterna.
¡Ojalá
busquemos con toda el alma esa fuente de regeneración moral!
IV.
Leamos
la Sagrada Escritura todos los días.
¿Por
qué todos los días? ¿No bastaría leer la Biblia una sola vez, como los otros
libros, y después depositarla en la biblioteca? No, amigo mío. La Sagrada
Escritura es un libro de categoría superior, y no como los demás de tu
biblioteca, muchos de los cuales, una vez leídos no valen más que el polvo que
los cubre.
Hallábase
en Alejandría, en Egipto, la más rica biblioteca que se conocía en la
antigüedad, una verdadera maravilla de riqueza literaria. Sin embargo, los
musulmanes cuando ocuparon aquella ciudad, arrojaron al fuego todos los libros
de la biblioteca argumentando: o consienten con el corán (libro santo de los
musulmanes) o no consienten con él. En el primer caso son superfluos, en el
segundo malos.
Hay
en realidad un libro de que se podría afirmar la preeminencia que los secuaces
de Mahoma atribuyen al coran. Es la Sagrada Escritura. Por tanto ya León XIII concedió indulgencias a los
que leen la Sagrada Escritura: una indulgencia de 300 días para la lectura de
quince minutos y una indulgencia plenaria a los que durante un mes observen tan
provechosa práctica. Pío X no desea
más que la lectura diaria de la palabra de Dios. Benedicto XV repite la misma intimación en la Encíclica llamada de
San Jerónimo del 15 de Sept. de 1920: “Toda
familia debe acostumbrarse a leerlo y usarlo (el Nuevo Testamento) todos los
días.”
V.
Leamos
la Sagrada Escritura en la familia.
“Donde dos o
tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos.”
(Mat. 18, 20). Estas palabras del Señor, además de verificarse constantemente
en la comunidad de la Iglesia, siguen cumpliéndose donde quiera que dos o tres
se reúnen en nombre de Jesús para la lectura común de la Biblia en la familia.
¡Qué aspecto tan hermoso! El padre, rodeado de sus hijos, leyendo en voz alta
el Evangelio, y añadiendo algunas anotaciones que el sentimiento religioso y la
responsabilidad paterna le dictan!
La familia que
diariamente se reúne pura la lectura de la Biblia, es un pilar del temor de
Dios, un fuerte fundamento de la vida religiosa y un dique contra las ideas
perversas. “¡Que no haya ninguna familia sin el
Nuevo Testamento” Este deseo de Benedicto XV sea para nosotros un precepto. Tan
pronto como las familias se pongan a leer la Biblia, el mundo se cambiará, porque
de la familia inspirada en la doctrina del Evangelio, surge el renacimiento de
la humanidad, así como la regeneración del cuerpo procede de la célula.
VI. Siete consejos para los
lectores de la Sagrada Escritura.
1°
Antes de leer, recoge tus pensamientos.
Dios, la verdad eterna quiere dialogar contigo familiarmente. ¿Hay un honor
más alto que conversar con Dios?
2°
Luego pide al Espíritu Santo la
gracia de entender su Palabra. Piensa que el sacerdote antes de leer el
Evangelio de la misa, está obligado a rezar el “Munda”, el “limpia mi corazón
y mis labios”.
3°
No leas demasiado de una vez. La
Sagrada Escritura no es una novela. Dios no habla por la multitud de palabras
sino más bien mediante la fuerza del espíritu, infusa en las palabras de la
Sagrada Escritura.
4°
Después de leer hay que meditar los versículos
leídos. En otras palabras: no sólo estudiar el contenido sino prestar los
oídos a las inspiraciones de Dios.
5°
Cuando no comprendas lo que lees,
consulta las notas añadidas, los comentarios o a un sacerdote. La Iglesia, y
no el lector, es intérprete de la Sagrada Escritura.
6°
Acaba la lectura con una oración y
acción de gracias por las ilustraciones que Dios te ha regalado.
7°
Escribe en un cuaderno cuanto quieras
grabar en la memoria para leerlo repetidas veces. Así se aumenta la
eficacia de la Palabra de Dios.
VII.
Pongamos
el hacha en la raíz.
¿Qué es lo que
debemos hacer? preguntaba la gente que salía a
Juan el Bautista (Luc. 3, 10). ¿Qué exige de nosotros la situación religiosa de
nuestro tiempo y país? “La segur”,
responde el Bautista, “está ya puesta en
la raíz de los árboles. Así que todo árbol que no da buen fruto, será cortado y
arrojado al fuego.” (Luc. 3, 9). Hoy también la gente va a buscar “la salud
de Dios.” (Luc. 3, 6). El gran predicador del Jordán necesita sucesores que sin
cesar proclamen lo que “la voz en el desierto” proclamaba: “Preparad el camino
del Señor, enderezad sus sendas.” (Luc. 3, 4). Voz en el desierto son todos aquellos que tratan de difundir la palabra
de Dios transmitida en la Sagrada Escritura.
Dios,
quien es el inspirador de toda actividad fecunda, conduzca nuestros pasos, a
fin de que de la lectura cotidiana del Evangelio nazcan siempre más beneficios
para nuestra alma y para la patria; y que así vaya a cumplirse el dicho del
apóstol: Toda escritura inspirada de
Dios es propia para enseñar, para convencer, para corregir, para dirigir en
justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, y esté apercibido para toda
obra buena. (II. Tim. 3, 16-17).
Mons. Dr. Juan
Straubinger.
Profesor
de Sagrada Escritura.
(Tomado de “El Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo”,
Editorial Guadalupe, Bs. As., 1942).