No por el hecho de que sea el
heterodoxo, el heretizante, el amigo de la sinagoga, el modernista Francisco
quien más de una vez la ha sacado a la luz, que nos privaremos de recordar la
hermosa parábola de la oveja perdida; pues si son los modernistas quienes la
mencionan torcidamente, por otro lado en gran parte los tradicionalistas la
tienen por completo olvidada y así, con su olvido y su negligencia, alimentan
la astucia ejemplar de los primeros para que la usen en su contra.
“Entonces
les propuso esta parábola: ¿Quién hay de vosotros que, teniendo cien ovejas, y
habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el desierto, y no
vaya en busca de la que se perdió, hasta encontrarla? En hallándola se la pone
sobre los hombros gozoso; y llegado a casa, convoca a sus amigos y vecinos
diciéndoles: Regocijaos conmigo, porque he hallado a la oveja mía que se me
había perdido. Os digo, que de este modo habrá más fiesta en el cielo por un
pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no tienen
necesidad de penitencia” (Luc. 15, 3-7).
Los modernistas trafican su vil
ecumenismo justificándose en que no hay que quedarse cómodamente establecidos
con las 99 ovejas mientras afuera anda la oveja que se perdió, y entonces salen
a su encuentro en las “periferias” para, en definitiva, decirle a la oveja
perdida que puede quedarse allí con su dignísimo error. En la FSSPX, por su
parte, se justifica el quedarse con las 99 supuestamente seguras diciendo que
la oveja que se ha salido “ya es grande y sabe lo que hace”, tras lo cual se
trata como pequeñas a las que se quedaron, pidiéndoles que confíen ciegamente
en sus pastores pero sin suministrarles la verdad que necesitan.
No ha de ser casualidad, desde luego,
que la inspiración del Espíritu Santo ubique esta parábola inmediatamente
después de hablar de aquella “sal que se desvirtúa” y se echa a perder. ¿Será
que esas ovejas que se pierden lo hacen en gran parte porque esa sal de la
tierra ya no sala? ¿O más bien hay que decir que son las 99 las que creyéndose
seguras se están perdiendo, por esa sal desvirtuada? ¿Será que algunos obispos
y sacerdotes no son más discípulos de Cristo, sino solo de nombre? “Así, pues, cualquiera de vosotros que no
renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14,33).
Las cosas dentro de la FSSPX estallaron
en 2012, pero las cosas estaban podridas desde mucho antes. La desviación
doctrinal, la ambigüedad y el engaño, no vinieron solos y la pérdida de la
caridad de obispos y sacerdotes fueron quizás el preámbulo de lo que finalmente
se iba a traducir en documentos y declaraciones escandalosos de las máximas
autoridades. Un mea culpa nos
corresponde en alguna medida a todos, también a los fieles. Pero en mayor
medida en el orden jerárquico, a aquellos que, dotados en principio de mayores
luces y responsabilidades, con las gracias especiales de su propia condición, eran
los encargados de darles a los fieles el pan de la buena doctrina, el ejemplo
de la caridad ardiente y la intransigencia del buen combate. Sin embargo,
aquellos que se tuvieron por “sabios y virtuosos” (como los fariseos),
decidieron que dialogar con el enemigo era más redituable que dialogar con los
amigos. El combate era ahora un diálogo. Y mentando las ovejas perdidas, usaron
de una supuesta astucia para ir en busca de los lobos disfrazados de cándidas
ovejas. ¡Cuántas veces Nuestro Señor nos previene contra los lobos rapaces,
“con piel de oveja”! Pero, claro, la sal estaba desvirtuada. Se había perdido
el celo por la integridad de la verdad, el sentido antiliberal y
contrarrevolucionario del combate que había sostenido Monseñor Lefebvre. Claro,
no quiso renunciarse a todo, como pidió Nuestro Señor. Ni a los títulos
honoríficos (“ser reconocidos por Roma”, “levantada la excomunión”, la
“Prelatura”, etc.) ni a los cargosos bienes materiales y satisfacciones
mundanas. Esto debe decirse pues muchos lo ven y lo padecen. Por eso podemos
hablar de una congregación donde un obispo se preocupa más del brillo de sus
zapatos que de darle la palabra de Dios a sus fieles; o de un Superior General que
miente descaradamente a sus sacerdotes en el transcurso de una conferencia de
siete horas; o de sacerdotes que dan sus misas en locales del Rotary Club; o de
sacerdotes que son unos bon vivants
que disfrutan de una vida burguesa, degustadores de exquisiteces y
coleccionistas de exclusivos discos compactos haciéndoselos traer desde el otro
lado del mundo; otros dan entrevistas torpes y vierten falacias para
acreditarse con los poderosos del mundo, mientras dan la espalda a los fieles
que requieren una respuesta; otros han devenido excelentes administradores y
organizadores de campamentos y excursiones, preocupándose más de disfrutar del
deporte extremo y la recaudación expedicionaria que de proporcionar a sus
fieles la información necesaria sobre la crisis que padece la FSSPX,
manteniéndose como si estuviésemos en los años ’50 y, a la manera de nuevos Bing Crosby, esparcen un activismo alelado
y febril; sacerdotes que afirman que “Roma tiene la manija” y por lo tanto la
Fraternidad tiene que darle todo lo que pida “salvo si nos pide que nos bajemos
los pantalones”; también hay sacerdotes que no conocen ni les interesa conocer
a los fieles, y otros que se acercan a ellos con el afán de divertirse
torpemente; los hay aburguesados que están pendientes de recetas de yogur suministradas
por devotas feligresas, a la vez que justifican la expulsión de un obispo (“es
sólo un dedo gangrenado que había que cortar para que no se pudra el pie”);
desde luego, hay sacerdotes que se niegan a responder correspondencia de los
fieles porque temen infectarse del virus de la “resistencia” y dejan de argüir
sus supuestas razones, carentes de argumentos valederos e incapaces de
respuesta en su obediencia ciega y culpable; hay sacerdotes de espíritu
adolescente que paran en el esteticismo de la capilla o la liturgia y el bonito
coro, como si eso y solo eso confirmara la probada fe que tienen; hay
sacerdotes que han querido negar los sacramentos a los fieles porque estos
simpatizaban con el obispo depuesto, ¡herejía!; hay sacerdotes manejados o influidos
por grupos ajenos a la Fraternidad, acomodados funcionarios bien colocados en
sus puestos que no trepidan en expulsar a los que no piensan como ellos en
materia opinable como la crisis de la Fraternidad; hay sacerdotes que son meros
administradores de los sacramentos, adormecidos en la rutina de lo que creen es
mejor porque “no somos línea media”; hay sacerdotes que ven y saben estas
cosas, pero callan por miedo a perder su comodidad o a ser señalados por el
resto, “hay que seguir a la mayoría”. Etcétera, etcétera, etcétera.
Un clima irreal, forzado a simular
“normalidad” y “paz”, incluso la jocosidad despreocupada propia de los
dirigentes políticos, su humor forzado y nervioso, se viene dando desde hace
bastante tiempo en la Nueva Fraternidad, a través de la política oficial de la
congregación. Algunos logran verlo, otros, resabiados de liberalismo, no. Hay
un fenómeno que en psicología se llama “Sesgo de Normalidad”. Un inteligente
analista político lo menciona para describir la disolución social y la posible
desintegración que padece la Argentina. Me permito hacer la equivalencia ya que
lo mismo está ocurriendo en la FSSPX. Cito a este analista:
-“La condición del “Sesgo de Normalidad”
o Normalcy Bias es bien conocido por los psicólogos y sociólogos. Se refiere a
un estado mental de negación en la que entran los individuos cuando se
enfrentan a un desastre o la posibilidad de un peligro inminente. El “Sesgo de
Normalidad” lleva a las personas a subestimar y minimizar tanto la posibilidad
de que realmente suceda una catástrofe, así como sus posibles consecuencias
para su salud y seguridad.
-El “Sesgo de Normalidad” a menudo
produce situaciones en las que la gente no puede prepararse para un desastre
probable e inminente. Conduce a que las personas crean que algo que nunca ha
sucedido antes, nunca va a suceder. Por lo tanto, nos aferramos a nuestra forma
habitual, repetitiva y normal de la vida, a pesar de la prueba abrumadora de
que un gran peligro se avecina.
-Este factor es parte de la naturaleza
humana. Por desgracia, el “Sesgo de Normalidad” inhibe nuestra capacidad para
hacer frente a un desastre, una vez que éste se pone en marcha. Las personas
que sufren este síndrome tienen dificultades para reaccionar frente a algo que
no han experimentado antes. En otras palabras, es la idea que tiene la gente de
que nada malo va a ocurrir, porque no ha ocurrido antes. También es conocido
como parálisis de análisis, respuesta de incredulidad o el efecto avestruz.
Esto último se refiere a alguien que se comporta como un avestruz que entierra
su cabeza en la arena.
-El “Sesgo de Normalidad” también lleva
a las personas a interpretar las advertencias y replantear de manera inexacta
la información, con el fin de proyectar un resultado optimista que lleva a la
persona a inferir una situación menos grave. En resumen, es una especie de
fármaco analgésico que adormece a una persona ante un peligro inminente.
-Así como la gente en Pompeya observó
durante horas mientras el volcán hacía erupción sin evacuar la ciudad, muchas
personas no reaccionaron hasta que fue demasiado tarde. Aunque usted puede
tratar de advertir a los demás, la realidad es que algunas personas nunca van a
tomar medidas preventivas, incluso cuando tengan la crisis frente a sus
narices. Tal vez, de ahí derive la sentencia que dice que “la gente no cree en
volcanes, hasta que la lava les quema el traste”.
Esto es lo que está pasando en la Nueva
Fraternidad. Gente que no quiere saber lo que pasa, gente que niega la
realidad, gente que no reconoce a los liberales, gente que dice “hubo muchas
crisis en la Fraternidad, esta es una más”, gente que no quiere ver o que ve y
aguanta lo que no debe aguantar, gente que cree que por arte de magia las cosas
se arreglarán. Digo gente porque su actitud no es precisamente la de fieles
combatientes, soldados de Cristo Rey incapaces de tolerar el engaño, la
mentira, la confusión y la cobardía. Hay en todo esto una excusa: el afecto
malsano que coloca la propia conveniencia social, la comodidad, los afectos
humanos, la tertulia amical, la propia congregación, por encima de la verdad. Pero
la fe no puede ser sostenida sin la verdad. No puede sostenerse de manera
pusilánime. La fe no se sostiene sin el amor incondicional a Nuestro Señor. Por
eso Cristo dijo: “Si alguno de los que me
siguen no aborrece a su padre y madre, a la mujer, a los hijos, y a los
hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo”
(Luc. 14, 25-26).
Pero esto se entiende mal, pues las
faltas de caridad y las arbitrariedades que se aprecian en la Nueva Fraternidad
van disimuladas en el amor a “la unidad” de la congregación, bien supremo, pero
la unión no es de ningún modo posible –y como tal ahora no existe- donde la
verdad y la caridad no encuentran el más alto sitial. San Pablo advierte contra
la sabiduría humana y les dice a los colosenses que, una vez que sus corazones
estén bien unidos por la caridad, serán “llenados
de todas las riquezas de una perfecta inteligencia, para conocer el misterio de
Dios Padre y de Jesucristo, en quien están encerrados todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia” (Col. 2,3). La elección de la sabiduría y la
prudencia humanas –por falsa caridad-, saltando por encima de las claras y
sabias advertencias que nos dejó Monseñor Lefebvre, especialmente en los
últimos años de su vida, condujeron a este oscurecimiento para ver y tener el
coraje de decidir actuar en consecuencia. Ahora una Fraternidad desvirtuada, desvirilizada,
ya no puede decir, como congregación, “nosotros
somos el buen olor de Cristo delante de Dios” (II Cor. 2, 15), aunque haya
valiosos hombres y mujeres que se esfuerzan por no sucumbir al desastre.
Es bueno saber que conocer dónde uno está parado
no tiene por qué estar reñido con la paz interior. La FSSPX, adecuando la
instalación del “branding” optimista que refleje una mejor imagen de sí misma,
podría también para sostener ese “Sesgo de Normalidad” del que hablábamos, usar
a San Juan de la Cruz para afirmar que “nunca el hombre perdería la paz si
olvidase noticias y dejase pensamientos, y se apartase de oír, ver y tratar
cuanto buenamente pueda”, sentencia que hábilmente puede usar el demonio como
tentó de usar las Escrituras contra Nuestro Señor, y con lo cual Mons. Fellay
gusta de apostrofar contra los “malvados” que usan Internet. Hay quienes creen
que la paz viene con la ceguera y la ignorancia, mas la paz está en reconocer
que a pesar de la catástrofe –y reconocerlo en medio del sufrimiento que ella
nos ocasiona-, esa paz nos es dada por la confianza en Nuestro Señor, Camino, Verdad
y Vida. La paz interior no está reñida
con el combate propio de nuestra condición de cristianos, antes bien, sólo el
asumir con toda la vida y fielmente esa condición combatiente nos da la paz verdadera.
Pero a la Nueva Fraternidad empezó a pesarle llevar su propia cruz, y entonces
se desvió del camino porque uno solo es el camino y no puede seguirse si uno no
se abaja con sencillez cargado de su cruz. Lejos de esto, la inquietud y
perturbación en la Fraternidad fueron introducidas principalmente por Mons. Fellay,
y su alborotada campaña diplomática, sus idas y vueltas, sus contradicciones y
sus declaraciones ambiguas y traidoras que no manifestaron sino el querer
congraciarse con los enemigos. Si la imagen que se quiere dar ahora es la de
una paz interior que se trasluce en risas y brotes primaverales, en realidad
esto esconde una interior conmoción que no es de Dios. Pues como dice San
Alfonso María de Ligorio, “Para vivir siempre unidos a Jesucristo es menester
obrar con tranquilidad, sin desazonarse por las adversidades que vengan. ‘No
está el Señor en el terremoto’. El Señor no habita en corazones inquietos.” Y
la señal de la inquietud no es la propia de la Iglesia militante, sino la de la
iglesia dialogante, conciliar, liberal, acuerdista, que desea a toda costa que
se acabe pronto la batalla y rechazar de ese modo la cruz, la propia cruz que
nos humilla pero que, sólo si la amamos, nos levanta.
Flavio
Mateos