Como en un western
spaghetti, los argentinos acabamos de asistir a la tragicómica
detención de uno de los hombres fuertes de la nauseabunda era kirchnerista.
José López, el ex-secretario de Obras Públicas durante los tres mandatos K,
quien tuvo en la palma de su mano a todos los contratistas de obra pública del
país durante aquellos doce dadivosos años, fue apresado, pala y fusil en mano,
cuando, amparado por las sombras de la noche, intentaba enterrar más de ocho
millones de dólares en el patio de un convento de monjas en General Rodríguez (Buenos
Aires). Se supo que en un primer momento, luego de lanzar sus bolsos llenos de
verdes fajos por encima de la medianera del instituto religioso, intentó sin
éxito sobornar a los policías que lo abordaron, para seguidamente acusarlos con
las dos escasas monjas de la congregación (entre ellas la superiora, de 94
años) de querer robarle el dinero que él traía a esas altas horas en donación.
Realmente inaudito, sin antecedentes de su clase (más detalles, aquí).
En esta película, se
sabe, la nota far west la aportan los funcionarios y
testaferros K, ladrones consumados del primero al último, gentuza de refinada
aptitud para convertir el erario público en patrimonio personal. Lo de spaghetti, en
todo caso, corre por cuenta de Bergoglio, sea por su ascendencia
piamontesa, sea por el cocoliche con que ameniza las mañanas de Santa Marta con
sus homilías, a las que les falta en todo caso el indispensable parmigiano. A
lo que vamos es a que la estela de la ostentosa, declamada consagración que
hizo Francisco del gobierno Kirchner, repetida hasta el fastidio, acaba por
proyectarse oportunamente a estos episodios, indisociables de aquel que fue el
gobierno más vergonzoso de la historia patria. Esta «infame turba de
nocturnas aves» con que Góngora anticipó las loas de Milagros Sala, de
Guillermo Moreno, de la Bonafini, sucesivos sonrientes contertulios de
Francisco; estos a quienes se aplica muy gráficamente aquel versículo de Juan
(3, 19): «los hombres prefirieron las tinieblas a la luz porque sus obras eran
malas», son los mimados con elocuencia de gestos y palabras por aquel pontífice
que, zaheridor invicto del clericalismo, se lanza abusivamente a la arena de la
política-espectáculo como si no tuviese una misión más alta que cumplir. No es
la más grosera de las inconsecuencias en las que Bergoglio incurre: el mismo
que propuso la arbitraria dialéctica «pecadores sí, corruptos no» -como
si el pecado no corrompiera a la naturaleza humana- ofrece su espaldarazo a lo
más granado de la corrupción política argentina. El mismo que -repentinamente
renacido a lejanos siglos- se muestra capaz de tronar en Sicilia contra la
mafia, amenazándola con la excomunión y con el infierno, termina por
regocijarse en la compañía de los dirigentes de La Cámpora y por estrecharse en
un abrazo con aquel otro millonario maoísta.
Alguna vez se dijo que bastaba la adhesión entusiasta de los clérigos para advertir cuándo un régimen o ideología o partido estaba por ser tirado al basurero de la historia. Ocurrió con el absolutismo borbónico en la Francia del XVIII: los mismos prelados que le expresaron sus efusivos parabienes vieron pronto rodar sus cabezas con la del rey en el cadalso. La presencia de clérigos en los actos de nuestra independencia política no hizo más que anticipar el prolongado período de nuestras contiendas civiles, con la honrosa excepción del gobierno de Rosas. Y si el régimen que aquellos apoyaban terminó por imponerse, esto no fue precisamente para mayor bien de la nación. No hablemos de la democracia cristiana en Italia y su ominoso final. Es, entonces, muy digno de creerse que la bendición de Francisco al ciclo K aceleró la caída de éste. Que el eco de aquel execrable "cuiden a Cristina" se hizo oír clarito en la nocturna y accidentada excursión de José López, el enterrador de dólares.