“San Juan
Crisóstomo insiste con su acostumbrada energía sobre este resultado, muy poco
meditado, que nuestras faltas deben procurarnos siguiendo el plan divino.
Demuestra que, si no se ha confiado el sacerdocio a los ángeles, fue por temor
de que con la severidad que pudiera darles su impecabilidad, provocasen al rayo
sobre los pecadores; mientras que el hombre, conociendo por experiencia propia
la fragilidad humana, se compadece de modo natural al encontrarla en los demás.
Ved por qué, continúa el Santo Obispo, en otros tiempos lo mismo que hoy, Dios
permite que los depositarios de su autoridad en la Iglesia, comentan faltas,
con el fin de que el recuerdo de sus caídas los haga más benignos con sus
hermanos. Y San Juan Crisóstomo prueba su tesis con dos ejemplos sacados uno
del Nuevo y otro del Antiguo Testamento: pone en escena al vehemente, al
intrépido San Pedro, que no comprendía que nadie pudiese escandalizarse ni
avergonzarse de su Maestro, le jura tres veces una inquebrantable fidelidad, y,
después, le niega miserablemente, no bajo la amenaza del tormento y de la
muerte, sino a la simple voz de una sirvienta. Recuerda a continuación al
Profeta Elías, cuyo celo impetuoso derribaba batallones y reducía al hambre a
un pueblo entero, y acto seguido, temblando de espanto, huía desatinado ante la
cólera de una mujer, Jezabel. Y así concluye: “Dios permitió la falta de
Pedro, columna de la Iglesia, puerto de la fe, Doctor del Universo, para
enseñarle a tratar a los demás con misericordia, y también por permisión
divina, cayó Elías, para que se revistiese con el manto de la caridad y fuese
indulgente como su Señor”.[Homilía sobre Pedro y Elías].
San
Bernardo repite con el comentario de un proverbio: «El que está sano
no siente el mal de otro, el que ha comido bien no conoce el tormento del
que padece hambre. Cuanto más semejante es un enfermo a otro y un
hambriento a otro hambriento, más profundamente se compadecen de su mal...
Para sentirse desgraciado con la desgracia de los demás, es preciso ante todo
experimentarla en sí mismo. Solamente conociéndonos a nosotros
mismos podremos encontrar el alma del prójimo en la nuestra y saber cómo
podemos prestarle ayuda»[De gradibus humilitatis, c. 3].
Aprendamos estas
lecciones. Mientras estamos de pie no podemos ni disculpar ni comprender en los
demás caídas que nos escandalizan, que nos sublevan. ¿Cuántas veces una secreta
soberbia, disfrazada de celo, nos lleva a la indignación? Pero que una falta semejante nos tire por
tierra, y pronto la compasión sustituirá a la severidad. Entonces comprendemos
la sentencia de San Agustín: «No hay pecado posible en un hombre con el
que yo no pueda mancharme.» Y la frase de la Imitación de Cristo: «Todos somos
frágiles; pero tú a nadie tengas por más frágil que tú.» [Libro I, c. 2]
Joseph Tissot – El arte de aprovechar nuestras
faltas, Segunda parte, capítulo 1