“A la
Tradición católica no puede destruirla Francisco. Pero puede destruirse a sí
misma si se vuelve farisaica”.
Siempre han existido, pero desde hace cincuenta
años, y más aún desde el inicio de la “era Francisco”, se han multiplicado
“exponencialmente”, como dicen ahora. Esto es posible además porque a través de
la Internet adquieren espacio para explayarse y difundir sus escritos “urbi et
orbi”. Ya no es complicado y fatigoso como antes, donde había que tener una
imprenta y moverse para distribuir panfletos y libelos. Ahora un solo sujeto
con ínfulas de “teólogo” puede sentarse frente a una computadora y difundir a
través del mundo sus elucubraciones, opiniones o invectivas, ya sean escritas,
ya alocuciones a través del audio o el video. “Cualquiera es un señor,
cualquiera es un ladrón…” dice la letra del tango Cambalache. Pues bien, hoy
“cualquiera es un predicador, cualquiera es un Doctor”... ¿Será así?
Hablamos de quienes no debidamente iluminados por
la sabiduría divina que nos ha entregado la Escritura, adoptan posturas
religiosas extremas, exaltadas, violentas, fanáticas y fulminantes. De los
“condenadores seriales” que caen fácilmente en precipitaciones, exageraciones y
juicios infundados (contra lo cual advertía Mons. de Castro Mayer) o en el celo amargo y “tomas de posición
extremas que no corresponden a la realidad sino a a prioris, que perturban las
conciencias sin ilustrarlas” (contra lo cual amonestaba Mons. Lefebvre). A los que,
a la manera de los pistoleros, sacan rápido el arma y acribillan ante la
primera señal –para ellos- de traición, desviación o “flaccidez” en la doctrina
a quienes no concuerdan con sus ideas, que parece fueran muy claras, pero sin
embargo nunca saben aclarar ni menos refutar aquello que impugnan a tiro de
metralla. John Henry Newman hablaba ya de esto hace casi doscientos años,
cuando esos grupúsculos eran quizás más visibles o ruidosos, pero menos
numerosos que ahora:
“Idéntica ausencia de un principio
espiritual se aprecia en el modo ligero y absurdo con que muchos adoptan formas
erróneas de creencia religiosa. Quien lleva dentro la luz de Cristo escucha sin
turbación alguna la voz de los fanáticos, los equivocados o los hipócritas.
Pero cuando un hombre es consciente de ser un pecador impenitente que no está
en paz con Dios, cuando su propio corazón le acusa, cuando no tiene principio
ni estabilidad dentro de sí, entonces es presa de la primera persona que se le
acerca con un lenguaje enérgico y le invita a creer en sus palabras.
Por eso encontráis mucha gente que va
afanosa detrás de quienes dicen obrar milagros, o denuncian a la Iglesia como
apóstata, o sostienen que sólo se salvarán quienes les sigan; o simplemente,
hablan sin la menor garantía pero con enorme seguridad. De ahí que la multitud
sea tan propensa a miedos repentinos. Oís que un grupo numeroso huye de una
ciudad, movido por una vana predicción sobre la cercanía del juicio final. De
ahí también que mucha gente practique en privado tantas pequeñas supersticiones
que no vale la pena nombrar. Todo deriva de que la luz de la verdad no arde en
sus corazones.” (Esperando a Cristo, 21-XI-1840).
Lejos de ser patrimonio de los extraviados
protestantes, tras el nefasto concilio Vaticano II el descarrío se extendió a
dos puntas en jugada maestra del diablo, que hoy redobla con Francisco: por un
lado hacia el demencial liberalismo que prefirió la autoridad en detrimento de
la verdad, y por el otro hacia el sedevacantismo o el cismatismo (hoy también algunos
hablan de “eclesiavacantismo”), que en nombre de la verdad se hizo su propia
autoridad. Unos se liberan de la verdad, otros se liberan de la autoridad. Pero
¿son realmente libres? Claro, esto último no lo admitirán los que transitan por
esos caminos, porque suelen dar sus argumentos basados en la autoridad de la
Tradición. Pero su conducta no se condice en absoluto con la santidad de la
Tradición y los ejemplos de quienes nos precedieron, llegando muchos grupos a
caer en herejía, cisma o espíritu de secta sin advertirlo. Seguramente es
exagerado afirmar de estas personas que “se saben pecadores impenitentes”, pero
no lo es afirmar –porque lo hemos advertido-
que viven turbados en busca de una seguridad que les garantice que son
de los pocos escogidos y aprobados por Dios, y esa falta de paz en que su alma afiebrada
se debate se ve aliviada cuando se identifican con algún gurú o maestro que
habla y escribe con contagiosa firmeza, seguridad y voz bien alta, a quien
deciden seguir afanosamente. La solución a todos los miedos es entonces
percibida, la garantía de la pureza adquirida, y libres de contaminación se
sienten fuertes, potentes, implacables, invulnerables, aptos para pasar la
escoba a toda impureza, a todo detrito, a todo rasgo, huella, señal o sombra de
“herejía”, debilidad o flojera que creen ver en quienes los rodean o están más
cercanos a ellos. El fariseísmo que impedía la manifestación mesiánica de
Cristo sigue siendo impedimento para que Cristo se manifieste en sus almas
siendo como Él es, verdadero, y no en la imagen soberbia, aparatosa y policíaca
que imaginaron por entonces los fariseos del templo y que se adapta muy bien a
las pretensiones “justicieras” de quienes olvidan siempre esta enseñanza divina:
“Tomad sobre vosotros el yugo mío, y
dejaos instruir por Mí, porque manso soy y humilde en el corazón, y
encontraréis reposo para vuestras vidas” (Mt. 11,29), y también que es Dios
el vengador de los justos, y no nosotros mismos (cfr. Rom. 12,19).
Quizás también pueda decirse que, así como otro
fermento farisaico fue reconocer a Cristo como Mesías pero adosándole a dicho
mesianismo un nacionalismo (como bien explicó el P. Castellani) para
apropiárselo, así grupos de la llamada “Tradición” parecerían hoy apropiarse o
buscar tener la “exclusiva” intentado demostrar presuntuosamente que tienen más
“Tradición” que los demás. La debacle modernista alimenta como el viento el
fuego incendiario del orgullo religioso que manifiesta la presencia del fariseísmo,
la levadura específica que corrompe la Religión, una de cuyas principales
características es la crueldad “solapada, cautelosa, lenta, prudente y
subterránea, ‘el dar la muerte creyendo hacer obsequio a Dios’” (P. Castellani,
“Cristo y los fariseos”).
Vemos también un afán de los “primeros puestos”
(así sea en el ranking de blogs de
Internet o de las congregaciones tradicionales) que pone de manifiesto la
ambición, otra nota muy perceptible del fariseísmo. Ambición que va de la mano
con la persecución de quien puede poner en entredicho o en evidencia tales
malas artes o inclinaciones. Como dice Castellani: “Instintivamente, con más
certidumbre y rapidez que el lebrel huele la liebre, el fariseo huele y odia la
religiosidad verdadera. Es el contrario de ella, y los contrarios se conocen.
Siente cierto que si él no la mata, ella lo matará. Desde ese momento, el que
lleva en sí la religiosidad interna sabe que todo cuanto haga será malo, todos
sus actos serán criminosos. La Escritura en sus labios será blasfemia, la
verdad será sacrilegio, los milagros serán obras de magia ¡y guay de él si en
un momento de justa indignación recurre virilmente a la violencia, aunque no
haga más daño que unos zurriagazos y derribo de mesas! Su muerte está
decretada” (Id.)
Actuando de manera contraria - pero no
contradictoria- al liberalismo, puede decirse que mientras que unos realizan un
proceso “por el cual la afirmación vital que es la fe se transforma en oficio,
se va convirtiendo insensiblemente en hojarasca, palabrería y conceptos,
sostenido todo por un interés”, lo que puede ser llamado tibieza o “fe muerta,
fe sin martirio, sin sufrimiento, sin incomodidad” (Castellani, ibid.), por el
otro lado los tormentosos prefieren aplicarle el martirio, el sufrimiento, la
incomodidad y la persecución a los demás, en nombre de su altísimo y soberbio
integrismo y para demostrar de tal forma que no han caído en esa
“esclerotización” de la fe. Pero lo concreto y, una vez más en palabras de
Castellani, es que “si en el curso de los siglos una masa enorme de dolores y
aun de sangre no hubiese sido rendida por otros cristos en la resistencia al
fariseo, la Iglesia hoy no subsistiría”. El que ve el fariseísmo fuera y no
dentro de la Iglesia, el que no lo ve acechándolo a sí mismo, tendrá más
dificultades en resistirlo. A la Tradición católica no puede destruirla
Francisco. Pero puede destruirse a sí misma si se vuelve farisaica. Estas
advertencias no deben intimidarnos a la hora de dar el buen combate contra el
error y la impiedad, en particular de los modernistas, pero deben ayudar a
comprender que la parte más importante de ese combate comienza por uno mismo.
Solemos ser duros con los demás, y blandos con nosotros mismos. Quizás creamos
que así manifestamos nuestro celo, pero fue Nuestro Señor quien se adjudicó la
exclusiva tarea de barrer los mercaderes del templo a latigazos. Nuestra
resistencia y espera se sustentan en la búsqueda constante de la santidad, que
es lo contrario de la levadura farisaica. Como escribiera Nicolás Gómez Dávila: “El mal, como los ojos, no se ve a sí mismo. Que tiemble el que se vea
inocente”.
Fray Llaneza