Son muy
hermanas entre sí la humildad y la penitencia, y así lo son los humildes y los
penitentes; porque los humildes reconocen sus pecados, mas los penitentes los
lloran; aquéllos se humillan ante Dios por ellos, mas éstos piden humildemente
el perdón de ellos. Y por esta causa, aunque no estoy en esta escritura
obligado a guardar orden en las materias que se tratan, sino declarar lo que
este siervo de Dios siente en ellas, después de haber declarado lo que él
siente de la virtud de la penitencia y dolor de los pecados, apuntaré en breve
lo que siente de la virtud de la humildad, según lo que pude colegir de sus
escrituras. Y tiene él esta virtud por
tan esencial y tan necesaria para nuestra vida, que viene a determinar que casi
todas las tentaciones y ceguedades espirituales, y ausencias y desamparos de
Nuestro Señor, y aun algunas caídas, son por Él permitidas o enderezadas a fin
de hacernos verdaderos humildes, no teniendo por cosa indigna comprar esta joya
por tan caro precio. Y es tan propia esta virtud de la religión
cristiana, y estuvo tan lejos de ser conocida de los filósofos, que ni el
nombre de ella se halla en sus escrituras.
Mas este
siervo de Dios, que tenía otra lumbre más alta, ninguna otra virtud más veces,
como dije, encomienda en sus escrituras. Donde veremos la contradicción que hay
entre la doctrina de los filósofos, y la de este padre. Porque los filósofos, y
los herejes pelagianos, discípulos de ellos, ensalzan cuanto pueden las fuerzas
y virtud de la naturaleza humana; mas, por el contrario, todo el estudio de
este padre es abatirlas, declarando la flaqueza y malicia del corazón humano,
llamándolo un abismo profundísimo que sólo lo conoce aquel soberano Señor, de
quien se escribe que estando sobre los querubines, desde este
lugar tan alto alcanza a ver lo más profundo de todas las cosas criadas, y
señaladamente la malicia de nuestros corazones, como Él lo declaró por
Hieremías diciendo: Malvado es el corazón del hombre; y ¿quién lo
conocerá? Yo, que soy Dios y escudriño lo íntimo y más secreto de ellos. Lo
mismo nos declara el Eclesiástico, el cual, tratando de la profundidad de la
sabiduría de Dios, entre otras alabanzas suyas, dice que penetró y
entendió lo que había en el abismo y en el corazón del hombre. En la
cual combinación del abismo y corazón humano comprendió en estas dos palabras
la profundidad y la flaqueza y malicia de nuestro corazón, comparándolo con el
abismo. Y en otro lugar, declarando más la grandeza de esta malicia, dice:
¿Qué cosa más mala que lo que piensa la carne y sangre? Esto
es: ¿qué cosa peor que los pensamientos y deseos del corazón humano, desamparado
de la divina gracia, que es donde no hay más que carne y sangre? Y en
consecuencia de esto, dice en otro lugar: ¿Qué cosa hay entre todo lo
criado más mala que el ojo del hombre? Esto dice porque éste es el
portero de nuestro corazón, y el que le da materia para todas las codicias y
maldades que en él se forjan.
Pues,
volviendo a nuestro propósito, en el conocimiento de esta flaqueza y miseria de
nuestro corazón se funda en parte la virtud de la humildad, la cual, como san
Bernardo dice, «es desprecio de sí mismo, el cual procede del verdadero
conocimiento de sí mismo». Esta virtud faltó a aquel ángel que fue criado tan
hermoso. Por lo cual dice de él Nuestro Salvador que no estuvo en la
verdad, que es: en la verdadera estima y conocimiento de sí mismo; y
por eso dio tan gran caída que del mayor de los ángeles, según la opinión de
san Gregorio, fue hecho el mayor de los demonios, y escarmentando en la cabeza
de éste, nos aconseja este padre que estemos en espíritu de verdad; y cuál sea
este espíritu, declara él en una carta suya por estas palabras:
“¿Cuál es el
espíritu de verdad, sino el que hace que el hombre se descontente y se parezca
mal, y de entrañas y de corazón se parezca feo y abominable, y se espante cómo
Dios lo sufre sobre la tierra? Y ésta es la verdad en que habemos de vivir, y
sin esto en mentira vivimos. Y algunas veces, cuanto más bien parece que tenemos,
estamos peores, faltándonos esto. Porque, confiando en esto y en otras cosas,
parécenos que somos algo, y no es así delante de los ojos de Aquel que mira los
corazones y dice: Nombre tienes de vivo y estás muerto. Nombre
tiene de vivo quien no cae en los Pecados que el mundo condena por malos; mas,
si cae en los que el juicio de Dios condena, ¿qué aprovecha que el mundo absuelva
al que el juicio de Dios condena? No sabe el mundo tener por malo, ni castiga a
uno que se parece bien a sí mismo y se contenta de sí con soberbia; mas en el
juicio Dios es tenido por soberbio y ciego el que no se hiede a sí a mismo como
si tratase un perro muerto a sus narices, y tiene entrañable vergüenza delante
los ojos de su Criador, como quien estuviese delante un juez de acá, habiendo
hecho un feo delito”.
Hasta aquí
son palabras de esta carta, en la cual no trata de propósito, sino como de
paso, de la virtud de la humildad. Mas en estas pocas, junto con las que antes
de éstas precedieron, de la virtud de la penitencia y dolor de los pecados,
verá el cristiano lector cuán altamente sentía este varón de Dios lo que
pertenece a la fineza desta virtud.
Mas es aquí
de saber que, aunque lo propio de la humildad sea despreciarse el hombre y
tenerse en nada, pues cuanto es de su parte nada es; mas este desprecio de sí
mismo que está en la voluntad, procede del conocimiento de su bajeza y vileza,
que está en el entendimiento. Y porque de esta raíz nace la flor hermosísima de
esta virtud, síguese que veamos cuán perfectamente siente este padre de esta
bajeza y miseria del hombre; porque cuanto mayor fuere este conocimiento, tanto
será más profunda la raíz y fundamento de la humildad.
Pues en una
carta suya, por un singular modo, declara primeramente la necesidad que tenemos
de este propio conocimiento. Lo uno para la reverencia que a Dios debemos al
cual habemos de mirar con vergüenza, teniéndonos por indignos de ello; lo otro,
porque cuando un hombre se olvida de sí, luego se engríe, y como no ve sus
faltas, pierde el peso del temor santo y hácese liviano, como nao sin lastre,
que pierde las áncoras en tiempo de tempestad, cuyo fin es ser llevada acá y
acullá hasta ser perdida. Nunca vi
seguridad de ánima, sino en el conocimiento de sí misma. No hay edificio seguro
si no es hecho sobre hondo cimiento. Y es tiempo muy bien empleado al que se
gaste en reprenderse a sí mismo; cosa muy provechosa para nuestra enmienda,
examinar nuestros yerros.
¿Qué cosa es
el hombre que no se conoce y examina, sino casa sin luz, hijo de viuda mal
criado, que, por no ser castigado, se hace malo; medida sin medida y sin regla,
y por eso es falsa, y, finalmente, hombre sin hombre? Pues quien no se conoce,
ni se puede regir como hombre, ni se sabe ni se posee a sí mismo; y como sepa
dar cuenta de otras casas, de sí mismo no sabe parte ni arte. Estos son los
que, olvidados de sí, tienen mucho cuidado de mirar vidas ajenas, olvidando las
suyas; porque, como las ajenas sean de ellos más de continuo y más de cerca
miradas, parecen mayores que las suyas, que las miran de lejos, y. así, aunque
grandes, parécenles pequeñas; de lo cual vienen a ser rigurosos y mal sufridos;
porque, como no miran su propia flaqueza, no han compasión de la ajena. Nunca vi persona que se mirase, que no le
fuese ligero sufrir cualquier falta ajena. Si alguno maltrata al que cae,
testimonio da que no mira sus propias caídas. De manera que, si queremos
huir de esta ceguedad tan dañosa, conviénenos mirar y remirar lo que somos,
para que, viéndonos tan miserables, caminemos por el remedio al misericordioso
Jesús; porque Él se dice Jesús, que es Salvador no de otros, por cierto, sino de
los que conocen sus propias miserias, y las gimen y reciben, o no pudiendo,
desean recebir los santos sacramentos; y así son curados y salvos.
Y aunque para
conocer a nosotros mismos, hayan hablado muchas y muchas cosas Dios y los
santos; mas quien quisiere mirar lo que en sí mismo pasa, hallará tantas para
desestimarse, que, de espanto de su abismo, diga: «No tienen cabo mis males».
¿Quién hay que no haya errado en lo que más quisiera acertar? ¿Quién no ha
pedido cosas, y aun buscádolas, pensando de serle provechosas, que después no
haya visto que le han traído daño? ¿Quién podrá presumir de saber, pues
innumerables veces ha sido engañado? ¿Qué cosa más ciega que quien aún no sabe
lo que ha de pedir a Dios? como dice san Pablo, que, pidiendo a Dios le quitase
un trabajo, pensando que pedía bien, le fue dado a entender que no sabía lo que
pedía ni lo que le cumplía. ¿Quién se fiará de su deseo y parecer, pues aquel
en quien moraba el Espíritu Santo pide lo que no le cumple alcanzar?
Grande, por
cierto, es nuestra ignorancia, pues innumerables veces erramos en lo que nos
conviene acertar. Y ya que una vez Dios nos enseñe lo bueno, ¿quién no verá
cuán flaca es nuestra flaqueza, y cómo damos de rostro en lo que vemos que era
razón que no cayéramos? ¿A quién no ha acaecido proponer muchas veces el bien y
no haberse caído y vencido en lo que pensó más verse en pie? Hoy lloramos
nuestros pecados con intención de los evitar; y si estando las lágrimas en las
mejillas, se nos ofrece alguna ocasión, llorando porque caímos, hacemos de
nuevo por qué llorar; recibiendo el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo con
mucha vergüenza de los desacatos que le hemos hecho, aun habiendo poco que lo
tuvimos en nuestro pecho, nos acaece algunas veces por algún pecado echar su gracia
de nos.
¡Qué caña tan
vana, que a tantos vientos se muda! Ya alegre, ya triste; ya devoto, ya tibio;
ya tiene deseo del cielo, ya del mundo; ya aborrece y luego ama lo aborrecido;
vomita lo que comió, porque le hacía mal estómago, y luego torna a comer, como
si nunca lo hubiera vomitado. ¿Qué cosa puede haber de más variedad de colores
que un hombre de esta manera? ¿Qué imagen pueden pintar con tantas haces, con
tantas lenguas, como este hombre? ¡Cuán de verdad dijo Job que nunca el
hombre estaba en un estado! Y la causa es porque al hombre le llaman ceniza,
y a su vida, viento. Muy necio sería el que buscase
reposo entre viento y ceniza. No pienso que habrá cosa más espantable de mirar,
si mirarlo pudiésemos, que ver cuántas formas toma un hombre en lo de dentro de
sí en un solo día. Toda su vida es mudanza y flaqueza y conviénele bien lo que
la Escritura dice: El necio es mudable como la luna.
¿Qué remedio
tenemos? Por cierto, conocernos por lunáticos; y como en tiempos pasados
llevaron un lunático a nuestro Señor Jesucristo para que lo curase, ir nosotros
al mismo Jesús para que nos cure como a aquél curó. Aquél dice la Escritura que
lo atormentaba el espíritu malo, que ya lo echaba en el fuego, ya en el agua de
carnalidad, de tibieza y de malicia. Y si mirarnos cuántas deudas debemos a
Dios de la vida pasada, cuán poca enmienda hay en la presente, diremos, y con
verdad: Rodeádome han dolores de muerte; peligros del infierno me han
cercado.
¡Oh peligro
de infierno tan para temer! ¿Quién es aquel que no mira con cien mil ojos no
resbale en aquel hondo lago, donde para siempre llore lo que temporalmente rió?
¿Quién no endereza su camino, porque no le tomen por desencaminado de todo el
bien? ¿Dónde están los ojos de quien esto no ve, las orejas de quien esto no
oye, el paladar de quien esto no gusta? Verdaderamente señales de muerto no
tener obras de vida. Nuestros pecados son muchos, nuestra flaqueza grande,
nuestros enemigos fuertes, astutos y muchos, y que mal nos quieren. Lo que en
ello nos va es perder o ganar a Dios para siempre. ¿Por qué entre tantos
peligros estamos seguros, y entre tantas llagas sin dolor de ellas? ¿Por qué no
buscamos remedio antes que anochezca y se cierren las puertas de nuestro
remedio, cuando las doncellas locas den voces y les sea dicho: No os
conozco? Conozcámonos, pues, y seremos conocidos de Dios. Juzguémonos y
condenémonos, y seremos absueltos por Dios. Pongamos los ojos sobre nuestras
faltas, y, luego todo nos sobrará. Consideremos nuestras miserias, y
aprenderemos a ser piadosos en las ajenas. Porque, según la Escritura
dice: De lo que hay en ti aprenderás lo que hay en tu
prójimo.
Hasta aquí
son las palabras de las cartas; en las cuales verá el hombre, como en un claro
espejo, sus faltas y miserias, para que así se conozca, y conocido se humille,
y después de humillado pida socorro al ayudador de los humildes, que es Cristo
Jesús.
Fray Luis de Granada – “Vida del Venerable Maestro Juan de Ávila”.