San Carlos Borromeo,
Cardenal y Arzobispo de Milán, preclaro ejemplo de disciplina eclesiástica,
fue el alma del Concilio de Trento. Publica sus Instrucciones para Confesores,
funda un Seminario modelo, fomenta la disciplina monástica y la educación catequística...
La austeridad y el trabajo excesivo le llevaron al sepulcro a la edad de 46
años. La liturgia resume su vida con estas palabras: “Su celo pastoral lo hizo
glorioso”.
1.
Entre todos los medios que el Señor nos dejó en el Evangelio, el que ocupa el
primer lugar es la santa oración (Litt. Pastor).
(Refiere
San Antonio M.a Claret que cuando San Carlos examinaba a los
jóvenes aspirantes al sacerdocio, lo primero que les preguntaba era: “¿Qué cosa
es la oración? ¿De cuántas maneras es la oración? ¿Cómo la hace? ¿Qué frutos
saca de ella?”, etc., etc., y si no respondía bien a estas preguntas sobre la
oración, le despedía irremisiblemente por más sabio y sobresaliente que fuese
en las demás materias. (Diál. sobre la Oración.)
Y
San Ligorio escribe que este santo obispo llegó a prohibir en un sínodo que se
confirieran las sagradas órdenes a aquel que descuidase la oración).
2.
“La sabiduría de Dios, Cristo Nuestro Señor, en todo el desarrollo del Santo
Evangelio, una de las cosas que más nos manda con las palabras y con el
ejemplo, es la oración, cuyo uso y ejercicio es tan propio del cristiano, que
por ella ha querido Su Majestad que fuéramos distintos y nos distinguiésemos de
todas las naciones del mundo. Mi casa —dijo El— será llamada “casa de oración’ (Mt.
21, 13). La oración es la madre de todas las virtudes cristianas, la cual, por
ser principio, progreso y coronamiento de todas, no hay ninguna otra tan
recomendada en toda la Escritura, ni hay ninguna que deba sernos tan familiar,
ni que con más a menudo y mayor interés necesariamente hayamos de procurar
ejercitar todos los fieles” (Cit. por S. Ligorio. Gran Med. Or.).
3.Al
salir de Jericó le fue siguiendo mucha gente, y he aquí que dos ciegos,
sentados a la orilla del camino, habiendo oído decir que pasaba Jesús,
comenzaron a gritar, diciendo: ¡Señor, hijo de David!, apiádate de nosotros.
Mas las gentes les reñían para que callasen. Pero ellos, cada vez gritaban más
fuerte: ¡Señor, hijo de David!, apiádate de nosotros (Mt. 20, 29-31).
Aquellos
ciegos, por encima de los gritos de la muchedumbre, hicieron sobresalir los
suyos. Tal es la naturaleza de la fe viva, que cuantos más impedimentos haya,
más se enciende.
Aprendamos
de este pasaje evangélico, que nunca debemos desistir de la oración: ni porque
las turbas griten, ni porque las criaturas aumenten su violencia seductora.
Aunque parezca que Cristo no nos oye, tenemos que persistir en nuestros
clamores con mucha confianza y fe.
Jesús
les dijo: ¿Qué queréis que os haga? (Mt. 20, 32). ¿Qué me importa a mí que el
mundo me desprecie y sus sabios no quieran oírme, si me escucha el Señor?
Tened
ánimo, hijitos míos, que en vuestras manos está vuestra salud: basta con que
la queráis, basta con que consintáis, basta con que la pidáis...; porque el que
os hizo sin contar con vosotros, no os salvará sin vosotros.
Pero,
Señor Jesús: ¿por qué preguntas lo que ya ves? ¿No ves lo que necesitan? ¿Qué
necesidad tienes de que te lo manifiesten con palabras?
—
No lo pregunto para conocer sus sufrimientos, sino para que manifiesten su fe,
para que se vea lo que piensan de mí.
—
Pero, Señor: ¿Acaso no sabes lo que piensan de ti?
—Sí
que lo sé, pero quiero que los pueblos busquen su médico y digan delante de
todos lo que desean, porque así, mientras los ciegos me confiesan Hijo de Dios,
los que creen tener vista son confundidos.
La
oración nunca se vuelve vacía como se haga con fe y perseverancia, porque con
ella honramos a Dios y conseguimos la salud del alma. (Homilía, 55).
(Codesal,
“Antología de textos sobre la oración”,
Ed. Apostolado Mariano, Sevilla)