Con ocasión del Festival
de Cine de Roma, el director Evgeny Afineevsky presentó ayer un documental
titulado Francesco en el que
se reproducen algunas entrevistas que se han hecho a Jorge Mario Bergoglio en
los últimos años de su pontificado. Entre las otras declaraciones, han causado
desconcierto algunas frases relativas a la unión civil de homosexuales. «Lo que
tenemos que hacer es una ley para las uniones civiles. De ese modo estarán
tutelados por la ley. Estoy a favor de ello».
Creo que tanto
los simples fieles como los obispos y sacerdotes se han sentido traicionados
por lo que ha afirmado Bergoglio. No hace falta ser teólogo para entender que
la aprobación de uniones civiles contradice abiertamente los documentos del
Magisterio de la Iglesia, incluidos los más recientes. Constituye también un
gravísimo respaldo a la ideología LGBTQ que actualmente es impuesta a nivel
mundial.
En estos días
el Parlamento italiano deberá debatir la aprobación de la llamada ley Zan, a
propuesta del Partido Democrático. En nombre de la tutela de los homosexuales y
transexuales, se considerará delito afirmar que la familia natural es la célula
de la sociedad humana, y será sancionado quien afirme que la sodomía es un
pecado que clama venganza a Dios. Las palabras de Bergoglio ya han sido
acogidas en todo el mundo por el lobby gay
como un respaldo autorizado a sus reivindicaciones.
Leyendo
atentamente las declaraciones de Bergoglio, algunos han observado que no
aprueban el matrimonio homosexual, sino que se trata simplemente de un gesto de
acogida –quizás mal formulado– hacia quienes piden al Estado tutela jurídica.
La Congregación para la Doctrina de la Fe ya ha aclarado de forma inequívoca
que en ningún caso puede un católico aprobar las uniones civiles, porque
suponen la legitimización del concubinato y no son sino un paso hacia el
reconocimiento legal de los supuestos matrimonios homosexuales. Hasta tal punto
que hoy en día en Italia es posible que se casen personas
del mismo sexo, después de haberse asegurado durante años –incluso por parte de
políticos que se dicen católicos– que las relaciones de hecho no cuestionarían
el matrimonio tal como éste está definido en la Constitución.
Por otra
parte, la experiencia nos ha enseñado que cuando Bergoglio dice una cosa la
dice con un objetivo bien preciso: que otros interpreten sus palabras en el
sentido más amplio posible. Las primeras planas de los periódicos de todo el
mundo anuncian: «El Papa aprueba el matrimonio gay», si
bien no ha sido exactamente eso lo que ha dicho. Pero eso es ni más ni menos lo
que querían conseguir él y el lobby
gay. Luego la Sala de Prensa vaticana dirá que lo que dijo Bergoglio
fue objeto de un malentendido; que se trata de una entrevista antigua y que la
Iglesia reitera su condena de la homosexualidad como intrínsecamente
desordenada. No obstante, el daño ya está hecho, e incluso cualquier paso atrás
con relación a este escándalo será un paso adelante hacia el pensamiento único
y lo políticamente correcto. No olvidemos los nefastos resultados de su
afirmación de 2013, «¿Quién soy yo para juzgar?», que lo hicieron acreedor a la
portada y el título de hombre del año en The
Advocate*. (*Revista que es el principal medio de comunicación del
movimiento homosexual en EE.UU. – N. del T.)
Bergoglio ha
afirmado: «Los homosexuales tienen derecho a formar parte de una familia. Son
hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Nadie debe ser excluido ni sufrir
a causa de ello». Todos los bautizados son hijos de Dios; nos lo enseña el
Evangelio. Pero un hijo puede ser bueno o malo, y si infringe los Mandamientos
de Dios, no por ser hijo suyo se librará del castigo, del mismo modo que un
italiano que roba no se libra de la cárcel por el mero hecho de ser ciudadano
del país en el que comete el delito. La misericordia de Dios no prescinde de la
justicia, y si pensamos que para redimirnos el Señor derramó su Sangre en la
Cruz, no podemos menos que aspirar a la santidad ajustando nuestro
comportamiento a su voluntad. Nuestro Señor dijo: «Vosotros sois mis amigos, si
hacéis esto que os mando» (Jn.15, 14).
Si la
exclusión familiar o social deriva de conductas provocativas o reivindicaciones
ideológicas que no se pueden compartir –por ejemplo, el orgullo gay– no es sino consecuencia de una
actitud de desafío, y como tal proviene de quienes se sirven de esa actitud
para perjudicar al prójimo. Si por el contrario tal discriminación es contra el
que se comporta como todo el mundo respetando a los demás y sin imponer su
forma de vida, se le condena injustamente.
Sabemos de
sobra que lo que desea el lobby homosexualista
no es la integración de personas normales y honestas, sino imponer modelos de
vida gravemente pecaminosos que desestabilizan la sociedad, y que siempre son
instrumentalizados para destruir la familia y la sociedad. No es casual que la
promoción del proyecto homosexual forme parte del proyecto mundialista y vaya
de la mano con la destrucción de la familia natural.
En el
Dicasterio para las Comunicaciones de la Santa Sede trabaja de asesor el
jesuita James Martin, que es uno de los más ardorosos defensores del programa
LGTBQ y de la acogida indiscriminada de homosexuales en la Iglesia. En cuanto
se dio a conocer la noticia de las declaraciones de Bergoglio, el P. Martin
inundó de mensajes las redes sociales expresando su incontenible satisfacción
por este gesto, que en cambio, ha escandalizado a la mayoría de los fieles.
Además del P.
Martin hay cardenales, obispos y otros sacerdotes y religiosos que pertenecen a
la mafia rosa. Algunos de
ellos han sido investigados y condenados por delitos muy graves, casi siempre
vinculados a ambientes homosexuales. ¿Cómo vamos a pensar que una camarilla de
homosexuales en el estado mayor no está muy interesada en llevar a Bergoglio a
defender un vicio que ellos comparten y practican?
Diré además
que es propio de la conducta bergogliana jugar al equívoco, a la provocación
–«Dios no es católico», dijo–, o bien dejar que otros terminen un discurso que
él comenzó. Ya lo vimos con Amoris
laetitia: sin llegar a contradecir palmariamente la doctrina católica
sobre la imposibilidad de que los divorciados reciban los sacramentos, permitió
que lo hicieran otros prelados, para aprobar después lo que ellos afirmaban y
dando obstinadamente la callada por respuesta a los dubia de
cuatro cardenales.
Cabe preguntarse:
¿con qué objeto actúa el Papa de esa manera, cuando sus predecesores siempre
fueron muy claros en cuestiones de moral? No sé qué tendrá Bergoglio en su
cabeza; me limito a proponer una explicación a sus actos y sus palabras. Y creo
que puedo afirmar que se trasluce una actitud intencionadamente hipócrita y
jesuítica. Detrás de sus afirmaciones se oculta una tentativa de suscitar la
reacción de la parte sana de la Iglesia, provocándola con afirmaciones
heréticas, gestos desconcertantes y documentos que contradicen el Magisterio. Y
al mismo tiempo agradar a quienes lo apoyan, sobre todo a los no católicos o
los católicos nominales.
A fuerza de
provocar, espera que algunos obispos se cansen de ver como se atacan a diario
la doctrina y la moral. Espera que un grupo de cardenales lo acuse formalmente
de herejía y pida su destitución. Con ello, Bergoglio tendría un pretexto para
acusar a esos prelados de ser enemigos del Papa, de haberse salido de la
Iglesia, de desear un cisma. Está claro que quien se separa de la Iglesia no es
el que quiere ser fiel al Magisterio; sería absurdo.
En cierto
modo, el comportamiento de Bergoglio es del mismo estilo que el del presidente
italiano Conte. Tanto al uno como el otro, bien pensado, eran a quienes querían
en ese puesto la élite misma, numéricamente minoritaria pero poderosa y
organizada, a fin de destruir la institución que cada uno representa; uno y
otro abusan del poder infringiendo la ley; ambos acusan a quienes denuncian sus
abusos de ser enemigos de la institución, cuando en realidad la defienden de
ellos. Y por último, ambos se distinguen por una apabullante mediocridad.
Si canónicamente
es impensable excomulgar a un católico por el solo hecho de querer seguir
siéndolo, política y estratégicamente este abuso podría permitir que Bergoglio
expulsara de la Iglesia a sus adversarios consolidando su propio poder. Lo
recalco: no hablamos de una operación legítima, sino de un abuso que sin
embargo nadie estaría en situación de impedir, dado que prima Sedes a nemine judicatur. Y así
como la deposición de un papa hereje es una cuestión canónica que nunca se ha
resuelto, sobre la que no hay consenso unánime de los canonistas, quien acusara
a Bergoglio de herejía se metería en un callejón sin salida y muy difícilmente
conseguiría algo.
A mi juicio,
sería precisamente eso lo que se propone el círculo
mágico de Bergoglio: llegar a la paradójica situación de que quien es
reconocido como papa esté al mismo tiempo en estado de cisma con la Iglesia que
gobierna mientras que aquellos a quienes declara cismáticos por desobedientes
se vean expulsados de la Iglesia precisamente por ser católicos.
La acción de
Bergoglio es ante todo una revuelta dirigida al exterior de la Iglesia. La
encíclica Fratelli tutti es
un manifiesto ideológico que no tiene nada de católico y nada para los
católicos; es el enésimo abrazo de la matriz masónica, en el que la fraternidad
universal no se alcanza, como enseña el Evangelio, al reconocer la paternidad
de Dios a través de la pertenencia a la única Iglesia, sino reduciendo todas
las religiones a un mínimo común denominador que se expresa en la
solidaridad, el respeto al medio ambiente y el pacifismo.
Obrando de
esta manera, Bergoglio se presenta como candidato a pontífice de una nueva
religión con nuevos mandamientos, nueva moral y nueva liturgia. Se distancia de
la religión católica y de Cristo, y en consecuencia de la Jerarquía y de los
fieles, desautorizándolos y abandonándolos a la merced de la dictadura
mundialista. Quien no se adecue a este nuevo código se verá excluido de la
sociedad y de esta nueva iglesia como un cuerpo extraño.
El pasado 20
de octubre el papa rezó por la paz con representantes de las religiones del
mundo; el lema de aquella ceremonia ecuménica era Nadie
se salva solo. Pero aquella oración estaba dirigida indistintamente
al Dios verdadero y a los falsos dioses paganos, dando a entender que el ecumenismo
propagado por Bergoglio tiene por objeto excluir a Nuestro Señor de la sociedad
humana, porque Jesucristo es considerado causa de división y piedra de
tropiezo. Así, el hombre moderno cree poder alcanzar la paz prescindiendo de
Aquél que dijo de Sí mismo: «Soy Yo el camino, y la verdad, y la vida; nadie va
al Padre, sino por Mí» (Jn.14,6). Es doloroso constatar que Jorge Mario
Bergoglio se adhiere a esta apostasía de las naciones que fueron cristianas,
cuando debería ser el Vicario y no el enemigo de Cristo.
Hace tres
días, la prensa difundió la noticia de que el Papa no celebrará la Misa del
Gallo esta Navidad. Me limito a constatar que hace unos días, en pleno estado
de emergencia por el covid, se ha considerado posible celebrar un rito
ecuménico en presencia de fieles y de las autoridades, todos con mascarilla. Y
en cambio, en el espacio mucho más amplio de la basílica vaticana, alguien ha
considerado imprudente celebrar el Nacimiento del Salvador en la santa noche de
Navidad.
De confirmarse
esta decisión, sabremos que Jorge Mario Bergoglio prefiere celebrarse a sí
mismo secundando el pensamiento único y la ideología sincretista del Nuevo
Orden Mundial a arrodillarse a los pies del pesebre donde está acostado el Rey
de reyes.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
22 de octubre
de 2020