Por
Federico Mihura Seeber
El
Anticristo, Ed. Samizdat, págs. 107-114.
He
apuntado, hasta aquí, a las disposiciones ético-pasionales que están en juego
en el actual ejercicio del Poder. En ellas, dije, el poder dominante ha
recurrido a la incentivación de los vicios relacionados con el placer sensible
-el hedonismo- para ablandar la resistencia del súbdito, una vez abandonados
los procedimientos de amedrentamiento, esto es, el ablandamiento por el terror.
Pero
hay otra dimensión psicológica para afianzar el poder, y que no pertenece al
lado ético-pasional del espíritu, sino al cognoscitivo.
Es la dimensión en la que vigen otras disposiciones también llamadas
“virtudes”, pero no virtudes éticas, sino “dianoéticas”. Quiero destacar entre
ellas la que, para mí, alcanza preponderante incidencia en el juego del poder
actual, y que es la “Inteligencia”, o más bien -forzando algo la denominación-
el Juicio crítico. Es en esta
dimensión en la que veo establecida una circunstancia de eficacia decisiva para
el ejercicio del poder actual, el Poder de la Bestia. Se trata de la anulación del juicio crítico en las masas.
Y a esto se ha llegado por un procedimiento análogo al amedrentamiento por el
temor. En efecto, el amedrentamiento del súbdito opera hoy, no en el plano
emotivo-pasional -donde predomina el ablandamiento hedonístico-, sino en el
cognoscitivo. Me explico.
Cualquiera
que haya guardado, en nuestro tiempo, un mínimo de objetividad, cualquiera que
se haya podido mantener como observador del
mundo que lo rodea, no puede dejar de admirarse ante el poder descomunal que
han adquirido las consignas masificadas de la cultura humana, esto es, el poder
sobre los juicios por los que se
expresa la opinión de la gente. La
opinión del hombre individual está literalmente calcada sobre la opinión común,
y es a lo que llaman “pensamiento único”. Traigo esto a colación, no para una
descripción o juicio general del fenómeno, sino para vincularlo con lo que aquí
trato sobre el Poder de la Bestia en cuanto a “relaciones de fuerza de
acción-reacción”. Y señalo a este respecto que el singular imperio de este
poder o fuerza, que no es ético, sino noético,
resulta -como en el primer procedimiento nombrado para el orden ético, que ya
no es empleado- del amedrentamiento.
Lo que lleva al individuo a no diferenciarse, en sus juicios, de los juicios
del “pensamiento único”, es el temor.
Pero
se trata de un amedrentamiento especial, que recurre a la provocación de un
temor especial. Porque no es el amedrentamiento por temor a un mal físico o
sensible, pasional, como al que antes me referí. Insisto, el temor a “pensar
distinto” no pertenece al nivel ético-pasional, sino al noético-intelectual.
Trataré
de caracterizar el fenómeno, para calar luego en su explicación causal. Un
hecho político reciente presenta esta actitud humana, de disuasión a pensar
distinto, de modo típico. Me refiero a las opiniones y actitudes del Papa
reinante (escrito en tiempos de Benedicto XVI –nota del blog) en dos
circunstancias: la beatificación de su predecesor, y su reacción escandalizada
en la condena al “negacionismo” de Mons. Williamson, el obispo lefebvrista. En
ambos casos el Pontífice fue forzado,
forzado por la opinión común, masificada por los medios. Ha sido el temor a
desafiar las opiniones del “pensamiento único” -extremando incluso las
expresiones: de alabanza en el caso de su predecesor, y de repudio en el del
obispo contestatario. Creo que no caben dudas de que con ello contrariaba el
Papa su propia opinión, porque no estaba de acuerdo, en el primer caso, con
muchísimas de las cosas de Juan Pablo II -en particular, precisamente con el
apresuramiento en las beatificaciones-, y sabía en el segundo -porque lo sabe
la diplomacia vaticana- que lo del Holocausto es un cuento. Y sabe, sobre todo,
más allá de sus disidencias con Williamson, que no asentir a lo que no se cree,
es obligación imprescriptible del cristiano y del hombre. Uso este ejemplo,
eligiéndolo entre miles, porque se trata del representante de un Magisterio
sobre el que carga la más ineludible responsabilidad, ante Dios y ante los
hombres, de expresarse con veracidad.
¿Qué
es lo que provoca este pavor, este pavor a decir la verdad que se conoce, y
secundar la mentira? ¿Cuál es el peligro cuya previsión lo provoca? ¿Qué es lo
que disuade al hombre de nuestros días, de manera casi unánime, de apartarse de
los juicios y valoraciones que de él se
esperan, conformándose a las opiniones del “pensamiento único”?
No
es el disuasivo de ninguna amenaza física, de castigo o cárcel, o de exilio.
Ciertamente, tales amenazas han tenido vigencia en los regímenes modernos,
aplicadas a la prevención del disenso intelectual. Así, la Unión Soviética
internaba en “hospitales psiquiátricos” a los disidentes, o los mismos EE.UU. a
Ezra Pound por sus opiniones pronazis. Pero hoy ya no se procede así. Ya no es
el procedimiento típico. Se debe calar más hondo para descubrir las causas que
hoy generan el temor a “pensar distinto”.
Una
aproximación a la causa señalaría al “instinto gregario” del hombre. La natural
sociabilidad lleva al ser humano, no sólo a acercarse a sus semejantes
procurando su ayuda, y a adaptarse a los usos y costumbres comunes, sino a
ampararse en creencias comunes, creencias cuyo rechazo arrojaría al individuo
al aislamiento. Este instinto gregario, referido al juicio de la inteligencia
no es, por lo tanto, propio de la humanidad moderna. Siempre ha existido. Pero
adopta, en ella, características muy especiales.
Por
lo pronto, a primera vista, una característica paradojal. Y es que este
gregarismo intelectual se da en una cultura, y bajo un espíritu, que se ha
recomendado a sí misma, precisamente, por la actitud contraria: por la repulsa
de las convicciones comunes y el halago de la autonomía intelectual del
individuo. Paradójicamente, el hipercriticismo,
y el prurito de originalidad, han derivado en su contrario: la más profunda y
extendida de las docilidades de la mente a los dictámenes del grupo. Esto se
debe, en gran medida, al hecho de que los agentes de difusión de las
convicciones comunes no son identificables
como instancias autoritarias: iglesias o estados, partidos o clases. El
hombre moderno se cree “libre” en la formulación y expresión de sus opiniones,
pero sólo porque no tiene un adoctrinador visible al que referir, ya su sumisión,
ya su rebeldía. Está inmerso en el “aparato adoctrinador”, no toma distancia a
su respecto; y no es consciente del adoctrinamiento al que está sometido. Creo
que esta circunstancia, la de la ausencia de un magisterio que obligue al individuo a someter su
inteligencia y juicio crítico a una fe, es lo que hace de su sumisión un
estado, por así decir, ''reduplicativamente intelectual”, específicamente noético. Y lo mismo que digo sobre el
estado de sumisión intelectual del hombre moderno, lo digo del tipo de
amedrentamiento que ha llevado a él. Este trasciende el orden ético-volitivo -y
con mayor razón, pasional-, y radica en el noético-intelectivo. Intentaré
explicar de qué circunstancia resulta.
Antes
de entrar en detalles, otra cosa que debo expresar, al menos sumariamente: el
“temor a pensar distinto” radica hoy, esencialmente, en la indiferencia del hombre por la verdad, O mejor dicho, el poder
de disuasión a pensar distinto deriva su eficacia de la indiferencia del hombre
moderno por la verdad.
Porque,
sin duda, no es grave el peligro que se arrostra por “pensar distinto”. Es otra
cosa. Se trata de que, dadas las condiciones de un hombre indiferente a la
verdad, es poco y nada lo que se necesita
para disuadirlo de pensar distinto. Y, al contrario, el único fundamento
para el sentido crítico o la “independencia de criterio” es el reconocimiento
de la verdad objetiva. Que ella existe, que es alcanzable por la inteligencia
y, consecuentemente, la aspiración a ella. La aspiración a lograr la verdad y a
gozarse en ella. El compromiso, pues, con ella: la no-indiferencia a su
respecto.
Éste
es el hecho fundamental a ser computado, y que explica la tremenda eficacia del
poder que se ejerce sobre la conciencia pensante, disuadiéndola de “pensar
distinto”. El hombre moderno ha sido hecho enteramente indiferente a la verdad.
A la verdad-o-falsedad de lo que se le dice, ya sea para informarlo o para
inducirle valoraciones o preferencias.
La
razón por la cual, a su vez, el hombre ha sido hecho indiferente a la verdad
-una de ellas, como se verá- es, precisamente, aquel “hiper-criticismo” que ya
mencioné, y que ha inspirado el pensamiento moderno desde sus niveles más
hondos. Dije que es paradojal el hecho de que el hipercriticismo racional haya
engendrado esta profunda masificación de la mente y dogmatismo inconsciente. Y
ello no es, en realidad, tan paradojal. Porque no puede haber espíritu crítico,
ni independencia de criterio, allí donde la inteligencia abdica de lograr la
verdad objetiva. Y a esta abdicación llevó, desde luego, el moderno criticismo
sin freno, la “duda metódica”.
Pero
además, como es bien sabido, la abdicación de la inteligencia de lograr la
verdad objetiva fue compensada por la aplicación de la misma al dominio de las cosas. El pragmatismo
sustituyó al “contemplativismo”. Y, como no podía ser de otro modo, esta
aplicación de la inteligencia al sólo dominio de la realidad fructificó en un
prodigioso desarrollo de la ciencia-tecnología, lo cual abrió al hombre un
horizonte virtualmente infinito de “solaz vital”. Ambas circunstancias, el
hipercriticismo y el pragmatismo, bajadas de los niveles de la especulación
académica al “sentido común” de las masas, y materializados allí vivencialmente,
es, a mi entender, lo que explica el indiferentismo del hombre por la verdad y,
como consecuencia, su maleabilidad
extrema para secundar los dictados del “pensamiento único”. No puede extrañar
que una mente, bombardeada por el hipercriticismo y el escepticismo, deponga
fácilmente su juicio crítico a tenor de urgencias vitales y alicientes hedónicos
que el mundo tecnificado le ofrece en profusión. Raro sería lo contrario. Raro
es lo contrario: el hombre capaz de comprometer su situación de solaz vital en
aras de la verdad conocida, por evidente que ella fuera.
Y
a las mencionadas causas de la anulación del juicio crítico se ha de sumar la
del instrumental provisto por la tecnología para la transmisión del
conocimiento: los medios de comunicación. Ha sido su difusión masiva lo que ha
hecho que el indiferentismo por la verdad se haya difundido, desde el nivel de
las élites cultivadas, a todo el tejido social. Si los medios de comunicación
de masas han contribuido decisivamente al desinterés del hombre por la verdad,
ha sido porque han llevado a cortar -por los hábitos adictivos- la relación
natural de la inteligencia con las cosas mismas. La “pantalla mediática” se
interpone siempre: el hombre encuentra cubierto su horizonte cognoscitivo por
ella. Vive, cognoscitivamente, inmerso en un mundo virtual, no en el mundo
real, hasta el punto de privilegiar el testimonio de los hechos mediatizados
por la “pantalla” sobre el de sus propios ojos. ¿Cómo asombrarse, pues, de que
se haya hecho indiferente a la verdad de
las cosas? ¿Y cómo esperar de él que haga valer su propia opinión sobre la
verdad, cuando ella contraría la opinión propagada por los medios y que
comparten todos sus congéneres?
Éste
es, pues, el poder de dominación del “pensamiento único”. Se verifica como un
verdadero amedrentamiento a pensar
distinto. Por supuesto que no como un amedrentamiento físico, producto del
temor físico, como en el caso del terror soviético. Este “temor a pensar distinto”
se parece, más bien, al gregarismo de todas las épocas. Pero tampoco es igual a
éste, porque no procede del temor a verse privado de los auxilios del grupo en
todos los aspectos de la vida. Es un gregarismo de índole específicamente
intelectual, noético, donde el propio “pensar distinto” se reputa como falta, y
en él mismo se verifica la pena. No requiere una instancia autoritaria que lo
sancione.
* * *
Es
éste, a mi entender, otro aspecto, el fundamental, del Poder de la Bestia -del
Poder del Anticristo- que se suma al reblandecimiento ético del súbdito por
medio del hedonismo: el reblandecimiento intelectual, noético, por la más
radical abdicación del juicio crítico en el súbdito.
Y
veo que esta situación es congruente con la que la profecía describe,
precisamente, como la que resultará de la dominación del Anticristo. Porque es
lo que dice el Apóstol en su Carta a los Tesalonicences:
La venida del inicuo
vendrá acompañada por el poder de Satanás, de todo género de milagros, señales
y prodigios engañosos, y de seducciones de iniquidad para los destinados a la
perdición, por no haber recibido el amor de la verdad que los salvaría. Por eso
Dios les envía un poder engañoso, para que crean en la mentira y sean
condenados cuantos, no creyendo en la verdad, se complacen en la iniquidad” (II
Tes, 2, 9).
Si
es acertado mi diagnóstico sobre la sociedad contemporánea, difícilmente se
podrá escapar a la constatación de que eso mismo que anticipa el Apóstol para
los tiempos de la dominación del Anticristo está fuertemente sugerido en la
situación actual.
Porque
ha de repararse en lo que el texto señala como característico del “Poder del
Inicuo”. No se lo presenta, según sus
propios supuestos epocales, como un poder despótico y coactivo, sino como uno
que engendra la aquiescencia de los dominados, y esto por la seducción hedónica:
seducciones de iniquidad. La “iniquidad” significa la perversión del orden
ético entero. O sea, su debilitamiento por el vicio. Y el otro aspecto de tal
dominación está aludido en lo que he llamado el orden noético, o de la
inteligencia, por la abdicación del juicio crítico. En efecto, se trata, en el
texto profético, de un “poder engañoso”, por el que los sometidos creen en la mentira. Y este “creer en la
mentira” responde, justamente, a la indiferencia por la verdad: “por no creer
en la verdad que los salvaría”.
* * *
No
me habría internado en estas alambicadas cuestiones de diagnóstico social, si
no fuera porque considero que de ellas puede surgir una respuesta práctica. Es
absolutamente necesario que los que hoy todavía se quieran fieles a Cristo,
estén alertados sobre el modo como se ejerce el poder del Enemigo de Cristo.
Deben conocerlo, en primer lugar, para no sucumbir ante él como poder seductor. Porque en ello está
comprometida su verdadera victoria o derrota: la fidelidad a Cristo o la
apostasía. Está dicho, no se trata de un poder que se afirma en su propia
fuerza, como poder hard y despótico,
sino en el ablandamiento de la resistencia del súbdito. En el logro de ese
ablandamiento está su victoria, y la derrota de los fieles. O, más grave aún,
la derrota de Cristo en ellos.
Y
deben conocerlo, además, los fieles -deben conocer la modalidad del poder del
Anticristo- para hacerse capaces de enfrentarlo, aun en el supuesto de que, no
siendo vencidos por el primer procedimiento, light y seductor, el poder del Enemigo se mude en poder hard. Lo cual puede llegar a pasar,
porque el Anticristo -como el Diablo, su inspirador- puede no darse por
satisfecho con la adhesión de una “mayoría”.
Me
extiendo sobre esa posibilidad, la del endurecimiento del poder light del
Enemigo, en el capítulo que trato sobre “la Persecución del Anticristo”. Pero
quiero anticipar algo que es presupuesto de lo que diré allí.
Dije
más atrás, o sugerí, que el ejercicio del poder light debería, teóricamente, debilitar a la misma fuerza que lo
emplea. Porque si es verdad que para hendir la manteca basta con un cuchillo de
cera, entonces el dominante se hará él mismo “de cera”, porque al habituarse a
ejercer una fuerza de dominación débil, se hará débil. Y si los resistentes se
han mantenido “de acero” -o al menos “de madera”-, ¿se harán entonces capaces
de resistir al dominador reblandecido? Parecería que sí, al menos que éste
“saque de la galera” una fuerza de dominación hard. Y ésta es la hipótesis en la que deberíamos instalarnos.
Porque,
de todos modos, no importa tanto que se verifique la hipótesis de la reasunción
de la manera Hard por el Poder de la
Bestia. Porque tanto en un caso como en el otro, ya sea frente al poder
seductor y reblandecedor como ante el eventual poder coactivo y agresivo de la
Bestia, vige, para los fieles, la misma respuesta reactiva.
El
fortalecimiento. El fortalecimiento interior. Para ambas situaciones vige el
mismo principio “físico”: desarrollar una dureza “diamantina”. Y esto en los
dos planos que he distinguido, el plano ético para adquirir el temple de la
virtud y el plano noético o de la
inteligencia: para, por medio de la capacidad crítica, ser preservado del
aborregamiento del pensamiento único, o la adhesión a la mentira.
Y,
para lo primero, se les exige algo obvio, válido para todas las épocas y
situaciones: la disciplina de los sentidos. Pero que si es algo común para
todos los tiempos, se hace, sin duda, particularmente arduo en el nuestro, en
razón de la eficacia del poder de seducción hedonística.
En
el otro plano, el noético, a fin de
sustraerse a la masificación que anula el juicio crítico, por el
amedrentamiento que disuade de “pensar distinto”, el aprestamiento que deben
realizar los fieles es también obvio. Si la capacidad para el juicio crítico ha
sido eliminada por la indiferencia hacia la verdad, se debe actuar en
contrariedad con eso mismo: se debe ejercitar el espíritu en el “comercio con
la Verdad”. En otros términos, en el amor unitivo con la Verdad. Porque no se
ha de repudiar la masificación solo por prurito de originalidad (algunos
“inteligentudos” que participan de su espíritu lo hacen). No olvidemos que ese
mismo prurito está en su origen. El disenso con el “pensamiento único” debe
resultar del puro y simple amor a la
Verdad. El cual se alimenta con la frecuentación de la misma.