lunes, 12 de noviembre de 2012

MONSEÑOR LEFEBVRE Y ROMA

 

¿Qué actitud tenía monseñor Lefebvre ante la jerarquía romana? ¿Qué opinaba so­bre un acuerdo práctico en vistas a una regularización canónica?
El presente artículo pretende reflejar con la mayor fidelidad posible el pen­samiento de nuestro llorado fundador sobre este punto tan importante. Él no concebía una existencia católica que menospreciase la normal relación entre cualquier autoridad eclesiástica y la au­toridad suprema de la Iglesia. Los acon­tecimientos fueron marcando de facto una distancia, en sí anormal, entre la Congregación por él fundada y la Roma gobernada por una jerarquía que, infes­tada de modernismo, rompió a raíz del Concilio con la comunión de fe debida a todos los Papas y magisterio anteriores.

“Dejadnos hacer la experiencia de la Tradición”

En no pocas ocasiones monseñor Lefebvre argumentó con esta frase en sus predicaciones frente a las acusa­ciones de la jerarquía episcopal y de la misma jerarquía romana: en estos años en que todo son “vivencias”, “experi­mentos”, “libertades” para el “pueblo de Dios”... «dejadnos hacer la experiencia de la Tradición», «dejadnos vivir la fe de nuestros padres».
Con el mismo lenguaje de quienes predicaban una “apertura” sin restric­ciones y un diálogo universal, monseñor Lefebvre apelaba ante los fieles a la lógi­ca del sentido común para demostrarles cómo sus detractores eran incoherentes en la aplicación de sus propios princi­pios liberales. Está claro que él mismo no aceptaba por ello, al usar de ese ele­mento retórico («dejadnos hacer la ex­periencia de la Tradición»), la relativización de su combate por conservar la predicación de la fe y el culto milenarios de la Iglesia. Precisamente por eso, por haber conservado y guardado intactos el dogma y la liturgia, “pretendiendo” que ése era el único camino de fidelidad a la Iglesia y a nuestro Señor Jesucristo, por ello fue por lo que le negaban el pan y la sal: él no había asumido esos axiomas que hacían de la fe y de la vida cristiana realidades en evolución y relativas al úl­timo sentir del fiel, del sacerdote o del obispo de turno. Su “error” era querer transmitir lo que recibió tal y como lo había recibido, y su denuncia se refería al absurdo en que incurrían sus críticos, precisamente por el hecho de criticarle a él sin aplicarle el “espíritu de apertura” que defendían como un bien absoluto. Nunca, en esa denuncia, pretendió rei­vindicar un espacio privado dentro de la feria de “carismas” (léase heterodoxias) de la Iglesia postconciliar.
Así, en octubre de 1987, en la misa de sus 40 años de episcopado, meses después de haber anunciado su intención de consagrar obispos, anuncia a los fieles reunidos que durante el verano transcu­rrido Roma le ha presentado soluciones que le parecen extraordinarias. Y toda vez que excluye un «optimis­mo exagerado», les pide oraciones:

«Si Roma quiere darnos una verdadera autonomía... si, como lo he pedido a menudo, Roma acepta dejarnos hacer la expe­riencia de la Tradición, ya no ha­brá problema. Seremos entonces libres de continuar el trabajo que hacemos ahora, tal y como lo es­tamos haciendo, y bajo la autori­dad del Sumo Pontífice».
«Con la gracia de Dios, tal vez encontraremos una solución que nos permita continuar nuestro trabajo, sin abandonar nuestra fe, y sin abandonar esta luz, la luz de la que os he hablado, la de mis 40 años de episcopado, la del reinado de nuestro Señor Jesucristo».

Esto prueba cuánto distaba mon­señor Lefebvre de despreciar la im­portancia de las leyes canónicas en la Iglesia, y por lo tanto, la impor­tancia de una situación regular para su Hermandad San Pío X. Como arzobispo con amplia experiencia de gobierno, había seguido escrupu­losamente el proceso canónico para erigir su obra sacerdotal: sabía que una institución religiosa erigida ca­nónicamente por la Iglesia lleva el sello de la misma como garantía que abraza su ideario y constituciones.
Monseñor Lefebvre nunca me­nospreció sino que se esforzó por esta­blecer y luego proteger la regularidad canónica de su Hermandad. Desgracia­damente fueron vanos sus esfuerzos y recursos a Roma cuando tuvo que sufrir la arbitraria suspensión de la Herman­dad San Pío X y su propia suspensión a divinis. Es particularmente en este contexto cuando recurre con energía al argumento: «dejadnos vivir la fe de nuestros padres, dejadnos hacer la ex­periencia de la Tradición». Sólo pedía que se respetara el estatuto legal de la obra que pocos años antes había sido alabada desde Roma, después de ser aprobada por el obispo de Friburgo.

La fe y los derechos de la Tradi­ción, lo primero

A pesar de la desautorización de su obra por Roma, para monseñor Lefebvre quedaba claro que la verdadera diana de los ataques era en realidad la Tradición que encarnaba, providencialmente, la Hermandad Sacerdotal San Pío X. Por eso no vaciló en seguir adelante: por amor a la fe, por la defensa de la Tradi­ción de la Iglesia, por la conservación de la Santa Misa nunca abrogada, aunque sí cruelmente perseguida y prohibida.

El contexto de una decisión fuerte: la consagración de obispos

La verdadera necesidad de proveer el futuro de una obra sacerdotal y fiel depositaría de la Tra­dición de la Iglesia, se hacía más y más perentoria a me­dida que avanzaban los años, y los efectos del modernismo en la Iglesia lejos de remitir, se seguían multiplicando con el agravante que una situa­ción así, ya plenamente ins­titucionalizada, supone para las futuras generaciones de cristianos y de sacerdotes.
En particular, el primer acto interreligioso de Asís, presidido por el papa Juan Pablo II en 1986, confirmó a mon­señor Lefebvre en la voluntad de­cidida que el mismísimo jefe de la Iglesia tenía de seguir los princi­pios modernistas hasta sus últimas consecuencias. No se vislumbraba ninguna restauración, sino más bien al contrario, se multiplicaban los escándalos para la fe, y desde la propia Sede de Pedro. Que no se equivo­có lo han probado los años sucesivos de aquel primer Asís, y su última renova­ción a los 25 años por Benedicto XVI en octubre pasado.
El fundador de Ecône, superados ya los 80 años, y mientras se dejaba las energías que le quedaban en infinidad de viajes para conferir las órdenes sa­gradas y el sacramento de la Confirma­ción, empezó a pensar en la necesidad real de encontrar quién le sucediera en su labor episcopal. Desgraciadamente sólo él y el valeroso obispo brasileño Monseñor de Castro Mayer habían pasado, en el postconcilio, de la denuncia del modernismo a las obras. Otros obis­pos que hablan compartido su reacción durante el Concilio (entre ellos no pocos españoles e italianos), habían pasado de las palabras al silencio, y del silencio a la inacción. Y ello, no por convenci­miento sino por acomodamiento, o por obediencia "indiscreta" (como llama Santo Tomás a la que no usa de discernimiento).

Negociaciones con Roma (1987-88)

Las cosas así, y como hombre de Iglesia   respetuoso que fue siempre y reconocedor de la autoridad, monseñor Lefebvre inició el proceso correspondiente ante los dicasterios romanos para pe­dir la conformidad y proceder así a la consagración de nuevos obispos, cosa que para él no era nueva ya que como antiguo Delegado Apostólico en África, había promovido y consagrado a nume­rosos obispos.
El proceso ordinario estaba claro, pero otra cosa era la situación extraor­dinaria que la revolución conciliar había creado. Evidentemente aquella Roma no era la de Pío XII y sus fines no co­incidían con los de monseñor Lefebvre; de ahí el comienzo de un intercambio y visitas Ecône-Roma-Ecône, donde la coartada más fácil para Roma consistía en suspender la autorización de reali­zar las consagraciones: se quería aprovechar la ocasión para doblegar a aquel obispo “rebelde” y reducirlo a aceptar, al menos de palabra, el Concilio Vaticano II aunque fuera bajo un prisma tradicio­nal, además de reconocer la legitimidad de la reforma litúrgica de Pablo VI.

¿Qué hacer?

En esta tesitura, ¿había que apro­vechar el contexto de ambigüedad del acuerdo escrito que Roma proponía? ¿Era una obligación moral asumir esas condiciones a cambio de uno o dos obis­pos ante el riesgo de una excomunión, la pena mayor en la Iglesia? A fin de cuen­tas, era normal que Roma siguiera na­dando y guardando la ropa... frente a un caballero solitario y “empecinado”.
Pero, por otra parte ¡qué incómodo e inquietante el equívoco doctrinal en que se quieren revestir las condiciones para un acuerdo! Realmente ése es un terreno más propio para la diplomacia... ¿O se tratará más bien de una astucia de quie­nes desean guardar, no la ropa, sino unos postulados y una pastoral que quieren irreversibles? Con todo, ¡sea! Y con sen­timientos contrapuestos se decide mon­señor a firmar, el 5 de mayo de 1988, un Protocolo de acuerdo ante el secretario personal del cardenal Ratzinger.
En este punto conviene considerar cómo, ante la presión de la responsabili­dad que sentía, y por respeto al Papa, la autoridad suprema de la Iglesia, monse­ñor Lefebvre lo intentó todo antes de re­currir al derecho que le amparaba, dada la necesidad, para proceder con tranqui­lidad de conciencia a la consagración de obispos. ¡No puede haber mayor prueba de la total ausencia de “espíritu cismáti­co” en él!
Sin embargo, la conversación que siguió de inmediato, tras estampar su firma, le llenó de inquietud: después de haber fijado verbalmente una fecha con el cardenal Ratzinger para la ceremonia, cuando pide confirmación para poderla anunciar, se encuentra con un mar de dudas que, por tercera vez, le obligaría a postergar el acto... Además, se le exige a la postre que dirija una carta de excusas al Santo Padre para acabar de arreglar las cosas.
La noche del 5 al 6 de mayo confesará haberla pasado en blanco: aquel acuer­do "práctico" no sólo olía a encerrona sino que, ante todo, se querían presen­tar las concesiones romanas como una generosa respuesta a la reconciliación de Lefebvre con “la Iglesia conciliar” y con el mismo Papa. De ahí la carta de excusas.
En la misma mañana del 6 remitió una carta al cardenal Ratzinger diciéndole su decepción, y rogándole conside­rase anulada la firma que la víspera había dado al Protocolo de acuerdo.
Más tarde, en una entrevista a la re­vista Fideliter dirá:

«Es cierto que esperé hasta el último minuto [antes de proceder a la consa­gración de obispos] un poco de lealtad por parte de Roma. Pero ahora, a quie­nes me vienen a decir: tiene que llegar a un acuerdo con Roma, creo poder responder que llegué más allá de lo que tenía que haber ido».

Reacción a la excomunión

Después de las sanciones que cayeron sobre monseñor Lefebvre, monseñor de Castro Mayer y los cuatro consagrados, en nombre de un “cisma” que nunca ha existido, el fundador de la Hermandad Sacerdotal San Pío X pudo haber reac­cionado llevado de una justificada indig­nación mas no lo hizo. Su denuncia de los mismos errores continuó en el mis­mo tono y respeto hacia quienes, des­pués de golpearle con la más infamante de las acusaciones, seguían tolerando las herejías y escándalos que a diario ofre­cía, aquí y allá, el más variopinto clero, eso sí, en “plena comunión” con Roma.

Su posterior opinión sobre un eventual “arreglo” o regularización canónica

En todo caso, después de la experien­cia de las negociaciones con Roma pre­vias a las consagraciones episcopales, su opinión sobre la conveniencia de un acuerdo práctico con una autoridad re­sueltamente modernista fue siendo cada vez más clara. Y no es que considerase un eventual acuerdo como una imposibili­dad absoluta, pero sí como una imposibi­lidad moral, en conciencia, en la misma medida en que, más allá de buenos de­seos e intenciones, la jerarquía seguía obstinada en de­fender el Concilio Vaticano II y sus doctrinas liberales, con la voluntad ma­nifiesta de reducir a todos a lo mismo: la Hermandad San Pío X podría ser, enton­ces, un instrumento útil para reequilibrar y reformular las cosas dentro de una “hermenéu­tica de la renovación en la continui­dad”, según la actual expresión del papa Benedicto XVI.
Veamos algunas citas de mon­señor Lefebvre.


ARGUMENTOS A FAVOR DE UN ACUERDO PRÁCTICO

- Trabajar “desde dentro”

«Meterse dentro de la Iglesia, ¿qué quiere decir eso? Fácil es decirlo, pero ¿de qué Iglesia estamos hablando? Si hablamos de la Iglesia “conciliar”, eso significaría que después de 20 años de lucha por la Iglesia "católica" ahora de­beríamos entrar en esta Iglesia conciliar para hacerla supuestamente católica. Esto es totalmente ingenuo. No son los inferiores quienes hacen a los superio­res, sino los superiores a sus sujetos»[1].

Cierta vuelta oficial a lo tradicional

«No creo que sea una verdadera vuelta. Aquí ocurre como en las guerras: cuando da la impresión de que la tropa va demasiado lejos, se le manda retirarse un poco. Así, cuando se frena un poquito la aplicación del Concilio Vaticano II, es porque sus ejecutores van demasiado lejos. Algunos teólogos se equivocan al alarmarse. Estos obis­pos [conservadores] son partidarios del Concilio y de las reformas postconcilia­res, del ecumenismo y del carismatismo.» En apariencia hacen las cosas con más moderación, con cierto sentimien­to tradicional, pero no es profundo. Los grandes principios fundamentales del Concilio, los errores del Concilio, los aceptan y los ponen en práctica. Para  ellos no es un problema, al contrario. Ellos son los más duros con nosotros, y quienes más exigirían que nos sometié­ramos a los principios del Concilio»[2].

Nuevas concesiones a la misa

«Era cosa clara y que reflejaba muy bien su actitud. No se trata para ellos de abandonar la nueva misa. Al contra­rio. Por ello, lo que puede parecer una concesión no es en realidad sino una maniobra para alejar de nosotros el mayor número de fieles. Con esta pers­pectiva es con la que parecen conceder cada vez un poco más e ir más lejos. Pero hay que convencer a los fieles de que se trata de una maniobra, que es un peligro ponerse en manos de los obis­pos conciliares y de la Roma modernis­ta. Es el mayor peligro que les amena­za. Si hemos luchado durante 20 años para evitar los errores conciliares, no es para ponernos ahora en manos de quienes los profesan»[3].

Sobre los institutos de corte tradi­cional QUE HAN LLEGADO A ACUERDOS CON Roma.

«Cuando dicen que no han cedido en nada, es falso. Han cedido en la po­sibilidad de contradecir a Roma. Ya no pueden decir nada. Tienen que guardar silencio en agradecimiento por los fa­vores que les han concedido. Ahora les es imposible denunciar los errores de la Iglesia conciliar; es más, los van acep­tando poco a poco, aunque sólo sea por la profesión de fe que pide el cardenal Ratzinger»[4].

¿Por qué no hacer un último intento?

«Es absolutamente imposible en el clima actual de Roma [...] Los prin­cipios que dirigen ahora a la Iglesia conciliar son cada vez más claramente opuestos a la doctrina católica [...]
«Por su parte, el cardenal Ratzin­ger, al presentar un documento, -inter­minable-, sobre las relaciones entre el magisterio y los teólogos, afirma “por primera vez con toda claridad” (son sus palabras) que “las decisiones del magisterio sobre tal o cual tema no pueden consi­derarse como la última palabra sino sólo una especie de disposición provisional... El   nú­cleo permanece estable pero los aspectos par­ticulares sobre los que influyen   las   circuns­tancias de tiempo pue­den exigir rectificacio­nes posteriores. A este respecto  se   podrían señalar las declaracio­nes de los papas del siglo XIX. Las decisiones antimodernistas fueron muy útiles... pero ahora están su­peradas”. ¡Y ya está pasada la pá­gina del modernismo! Estas declaracio­nes son una insensatez.
«El Papa es más ecumenista que nunca. Todas las ideas falsas del Con­cilio se siguen desarrollando y reafir­mando cada vez con mayor claridad. Se ocultan cada vez menos. Es inconcebible en todo punto que podamos aceptar co­laborar con semejante jerarquía»[5].

- No ESTAMOS EN ESTE COMBATE A LA LIGERA

«Los problemas con Roma no son en absoluto de nuestro agrado. El tener que discutir no ha sido por gusto. Lo he­mos hecho por razón de principio, para guardar la fe católica. [Algunos] esta­ban de acuerdo con nosotros y colabo­raban. Mas de pronto han abandonado el verdadero combate para aliarse con los que están destruyendo la Iglesia, so pretexto que se les concedían pri­vilegios. Es inadmisible. De facto han abandonado el combate de la fe, y ya no pueden enfrentarse a Roma»[6].


LA CUESTIÓN DOCTRINAL, NUDO ESENCIAL DEL PROBLEMA

- La mentira oficial: la Tradición no hay ruptura con

«Todas las respuestas a nuestras objeciones que Roma nos ha remitido por vía indirecta tendían a demostrar que no ha habido cambio sino continui­dad de la Tradición. Esta afirmación es peor que la declaración conciliar sobre la libertad religiosa. Es una auténtica mentira oficial.
«Mientras Roma siga asumiendo las ideas conciliares: libertad religiosa, ecumenismo, colegialidad... seguiremos desnortados. Y es grave porque esto se extiende a los hechos prácticos. Esto es lo que justifica la visita del Papa a Cuba [la de Juan Pablo II en 1998]. El Papa visita o recibe a jefes comunistas tortu­radores o asesinos, que tienen sangre cristiana en sus manos, como si fueran tan dignos como la gente honrada»[7].

- La verdad de fe evoluciona, los dogmas también, así como las fórmulas dogmáticas

«Han querido que el Vaticano II sea un concilio pastoral y no dogmático porque no creen en la infalibilidad. No quieren verdades definidas. La verdad debe evolucionar, y puede cambiar con el tiempo, con la historia, la ciencia, etc. Sin embargo, la infalibilidad fija para siempre una fórmula y una verdad que ya no cambian. Y eso ya no quieren creerlo. Somos nosotros quienes de­fendemos la infalibilidad, y no la Igle­sia conciliar, que está indudablemente contra la infalibilidad.
«El cardenal Ratzinger está contra la infalibilidad, y el Papa [Juan Pablo II] también, por su formación filosófica. Queremos que se nos entienda bien: no estamos contra el Papa en cuanto representante de todos los valores inmutables de la Sede Apostólica, de la Sede de Pe­dro; sino contra el Papa modernista que no cree en su infalibilidad y que practi­ca el ecumenismo. Estamos claramen­te contra la Iglesia conciliar que en la práctica es cismática, aunque no lo re­conozca. Se trata de una Iglesia de hecho virtualmente excomulgada, porque es una iglesia modernista. Ellos son quie­nes nos excomulgan porque queremos seguir siendo cató­licos. Nosotros que­remos seguir con el Papa católico y con la Iglesia Católica. Esta es la diferen­cia»[8].
«No nos enten­demos,   de   hecho, con la noción mis­ma de verdad'. Para ellos la ver­dad es evolutiva, la verdad cambia con el tiempo, y la Tra­dición es actualmente el Vaticano II. Para nosotros la Tradición es lo que la Iglesia ha enseñado des­de los Apóstoles hasta nuestros días. Para ellos no es así, sino que la Tradición es el Vaticano II que resume en sí mismo todo lo que se ha di­cho anteriormente. Las circunstancias históricas son tales que ahora hay que creer lo que el Vaticano II ha hecho. Lo que ocurrió antes ya no existe, pertenece al pasado. Por eso el cardenal [Ratzin­ger] no duda en decir que “el Concilio Vaticano II es un anti-Syllabus”. Uno se pregunta cómo un cardenal de la Santa Iglesia puede decir que el Concilio Vati­cano II es un anti-Syllabus, aquel acto oficialísimo del papa Pío IX en la encí­clica Quanta Cura. Es inimaginable.
» En una ocasión le dije al cardenal Ratzinger: “Eminencia, hay que elegir: o la libertad religiosa del Concilio, o el Syllabus de Pío IX. Son contradictorios y hay que elegir”. Entonces me respon­dió: “Pero, monseñor, ya no estamos en la época del Syllabus”. “¡Ah!, le dije, luego la verdad cambia con el tiempo. Entonces lo que usted me dice hoy mañana ya no será verdad. Así no hay manera de entenderse, en una evolución continua. Es imposible hablar”. Esa es la mentalidad que tiene. Y me repitió: “No hay más que una Iglesia, que es la del Vaticano II. El Vaticano II representa la Tra­dición”. Pero desgraciadamente la Iglesia del Vaticano II se opone a la Tradición. La cosa es muy distinta»[9].

- La verdad la crea la palabra “viva” del Papa y los obispos

«Actualmente ya no hay Tra­dición. Ya no hay un depósito que transmitir. La tradición en la Igle­sia es lo que dice “hoy” el Papa. Hay que someterse a lo que hoy dicen el Papa y los obispos. Eso es para ellos la Tradición, la famosa Tradición “viva”, el único motivo de nuestra condena. Ahora ya no hay que probar que lo que se dice sea conforme a lo que escribió Pío IX, o a lo promulgado por el concilio de Trento. Todo eso ya aca­bó, está “superado”, como dice el car­denal Ratzinger. Y si ya no hay reglas, si no hay referencia al pasado, estamos ante la tiranía de la autoridad.
«[...] Nos encontramos ante per­sonas que tienen otra filosofía distin­ta, otra manera de ver, influenciados como están por todos los filósofos mo­dernos y subjetivistas. Para ellos ya no hay verdad fija, no hay dogma. Todo está en evolución. Este es un concepto totalmente masónico. Es realmente la destrucción de la fe. ¡Afortunadamente nosotros seguimos apoyándonos en la Tradición!

- La nueva “comunión” sin la unidad en la Fe

«El Papa quiere establecer la unidad pero fuera de la fe. Lo llaman “comu­nión”. Pero, comunión ¿con quién? ¿con qué? ¿en qué? Eso ya no es unidad pues ésta sólo puede hacerse en la unión de una misma fe. Eso es lo que la Iglesia siempre ha enseñado. Y por eso había misioneros, para convertir a la fe ca­tólica. Ahora, ya no es necesario con­vertir. La Iglesia ya no es una sociedad jerárquica sino una "comunión". Todo se desvirtúa. Se ha destruido la noción de Iglesia y de catolicismo. Eso es muy grave, y es lo que explica que muchos católicos  hayan  abandonado  la fe»[10].


ANTE LA PERSPECTIVA DE NUE­VAS CONVERSACIONES CON ROMA

Las citas de monseñor Lefebvre que siguen corresponden al verano-otoño de 1988, época inmediata­mente posterior a la consagración de obispos. Sin embargo, su valor trasciende aquel momento, porque el argumento que presentan sigue siendo de absoluta actualidad. Di­cho de otra manera: el verdadero combate es doctrinal.
«No tenemos la misma mane­ra de concebir la reconciliación. El cardenal Ratzinger la ve en el sentido de reducirnos, de condu­cirnos al Vaticano II. Nosotros la vemos como una vuelta de Roma a la Tradición. Y así no hay quien se entienda. Es un diálogo de sordos.
«[...] Suponiendo que de aquí a un tiempo Roma nos llame, nos quiera ver y volver a conversar, en ese caso seré yo quien ponga las condiciones [...] Y plantearé las cuestiones desde el plano doctrinal: "¿Están de acuerdo ustedes con las grandes encíclicas de los grandes papas precedentes? ¿Están de acuerdo con la Quanta Cura de Pío IX, Immortale Dei y Libertas de León XIII, Pascendi de Pío X, Quas Primas de Pío XI, Humani Generis de Pío XII? ¿Están ustedes en plena comunión con esos papas y sus afirmaciones? ¿Acep­tan también el juramento antimoder­nista? ¿Están por el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo? Porque si no aceptan las doctrinas de sus predecesores es inútil hablar. Mientras no acepten reformar el Concilio considerando la doctrina de los papas anteriores, no hay diálogo posible. Es inútil”.
«No son, pues, minucias lo que nos opone. No basta que se nos diga: podéis celebrar la misa antigua, pero hay que aceptar también esta. No, no es eso lo único que nos opone: es la doctrina. Está claro»[11].

Epílogo

Este recorri­do sobre textos de monseñor Lefeb­vre en referencia a la Roma postconciliar (su espíritu, su pensamiento, su peculiar noción de Tradición) y a la postura que consideraba más coherente e íntegra para su Hermandad Sacerdotal San Pío X (dado su providencial papel en la de­fensa de la fe y su necesaria oposición al espíritu relativista propia del modernis­mo), pueden contribuir a dar a conocer cuál era su opinión respecto de un even­tual acuerdo “oficial” (canónico) entre la Santa Sede y la Hermandad. Su juicio consideraba dos cosas:

- Por un lado era inflexible en lo doc­trinal. Así, cuando hablaba de poder es­tablecer una “franca colaboración”, su respuesta era muy clara: no, si antes no media una prueba suficiente de que las autoridades romanas desean volver a la Tradición.
La falta de pruebas de esto último en la actualidad, y a pesar de algunos gestos a favor de la misa tradicional e incluso de la propia Hermandad, nos viene una vez más confirmada por el término que Roma desea todavía hoy para todas las instituciones aprobadas y que dependen de Ecclesia Dei. He aquí el último ejemplo: el pasado 23 de marzo el Instituto del Buen Pastor (creado en 2006 para acoger a algunos sacerdotes que abando­naron la Hermandad San Pío X) recibió de la Pontifica Comisión Ecclesia Dei una Nota señalando las medidas a tomar por parte de este instituto después de su visita canónica: evitar la expresión “ex­clusividad” para referirse al privilegio de celebrar según el rito tradicional; usar como texto de base tanto en la formación espiritual como en la pastoral del semi­nario la exhortación apostólica de Juan Pablo II Pastores dabo vobis; incluir en la formación doctrinal de su seminario el “atento estudio” del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica; por último, «más que sobre una crítica “aún seria y constructi­va” del Concilio Vaticano II, los esfuer­zos de los formadores se han de aplicar en la transmisión de la integridad del patrimonio de la Iglesia, insistiendo so­bre la “hermenéutica de la renovación en la continuidad"». Queda claro que la Roma actual no tiene la menor intención de volver a la Tradición.

- Por otra parte, Monseñor Lefebvre no descartaba de for­ma absoluta una vía interme­dia que, aun siendo solo prác­tica, garantizase la suficiente protección y libertad de acción a la Hermandad.
«Las autoridades [de Roma] no han cambiado en nada sus ideas sobre el Conci­lio [...] Para ellos, todo evolu­ciona y ha evolucionado con el Vaticano II. El término actual de la evolución es el Vaticano II. Por eso no nos podemos comprometer con Roma. Ha­bríamos podido, si hubiésemos logrado protegernos plena-mente, tal y como pedíamos. Pero no quisieron» (Conferen­cia en Ecône el 9 de septiembre de 1988. Fideliter nº 66).
«Yo habría firmado un acuerdo definitivo después de haber firmado el protocolo, si hubiéramos tenido la posibi­lidad de protegernos eficaz­mente contra el modernismo de Roma y de los obispos. Era indispensable que esa pro­tección existiese, pues de otro modo nos habríamos visto cogidos entre Roma y los obis­pos, que habrían intentado in­fluenciarnos y, por supuesto, hacernos aceptar el Concilio, logrando así eliminar la Tra­dición» (Conferencia en Flavigny, diciembre de 1988. Fi­deliter nº 68).
Así pues, sería un error pretender que la privación de una regularidad canónica va necesariamente en detri­mento de nuestra labor sacerdotal, pues equivaldría a olvidar que el primer fin pastoral de la Iglesia es la predicación de la fe íntegra y única, sin ambigüedades ni relativismos. Decía el cardenal Pie: «las batallas que deciden del porvenir siempre se ganan o se pierden en el pla­no doctrinal».
Y sería igualmente un error afirmar que es imposible que en Roma las inteli­gencias vuelvan a las fuentes puras de la Tradición; que es vano y temerario todo esfuerzo por influir más eficazmente en­tre el clero actual y en el conjunto de la Iglesia. Esa esperanza nunca la perdió monseñor Lefebvre, aun cuando escri­bía lacónicamente al papa Juan Pablo II: «Habrá que esperar tiempos mejores para la vuelta de Roma a la Tradición».
Y  mientras, en esa espera, oremos sin cesar y sin perder el ánimo. Lo que sí sabemos con seguridad es que Dios pide a todos sus hijos la perseverancia. El gozar un día del fruto en la Iglesia de nuestra fidelidad católica no nos corres­ponde determinarlo.
Dios permite esta prueba tan larga y terrible para un bien mayor que toda­vía no conocemos. Lo que sí sabemos es que la Iglesia, aunque debilitada hasta el extremo, nunca perecerá y no podemos dudar de su permanencia hasta el fin del mundo. Sin embargo, nos toca seguir opo­niéndonos a quienes se obstinan en su autodemolición sabiendo que nunca nos po­dremos asociar con quienes la destruyen tanto desde fuera como desde dentro.
Que el aceptar hoy un estatus canó­nico, protegido y sin contrapartidas doc­trinales, sea una verdadera “asociación” con quienes siguen desde dentro obrando la autodestrucción de la Iglesia, es algo discutible. Pero ahí están las palabras de monseñor Lefebvre para orien­tar en la respuesta.


P. Juan Mª de Montagut, Revista Tradición Católica nº 236, marzo-abril de 2012.


[1] Fideliter nº 70, julio-agosto 1989.
[2] Fideliter nº 70, julio-agosto 1989.
[3] Fideliter nº 70, julio-agosto 1989.
[4] Fideliter nº 79, noviembre 1990.
[5] Fideliter nº 79, noviembre 1990.
[6] Fideliter nº 79, noviembre 1990.
[7] Fideliter n° 70, julio-agosto 1989.
[8] Fideliter nº 70, julio-agosto 1989.
[9] Conferencia de prensa en Ec6ne el 15 de junio de 1988, cf. Fideliter 29-30 junio 1988.
[10] Fideliter nº 79, Entrevista del 1 de noviembre de 1990.
[11] Fideliter nº 66, Entrevista del 25 de septiembre de 1988.