Fray
Benjamín de la Segunda Venida
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Mucho antes de que Boecio
ofreciera la imperecedera definición que la supone «sustancia individual de
naturaleza racional», la noción de persona ya estaba más que
incorporada a la nomenclatura teatral, donde se dio este nombre a aquellas
máscaras que los actores llevaban para representar a los distintos personajes
de la obra: dramatis personae. Se trataba de un teatro fundado
sobre todo en la narración de unos hechos, eventualmente enriquecidos por la
escenografía pero mucho menos (si no nada) en lo que hoy se conoce como
“técnicas actorales”: esta falencia reclamaba el empleo de tal aditamento para
distinguir visiblemente los roles y para remarcar el carácter singular de cada
uno de ellos.
Nuestra santa religión, que no
tiene ni pelo de dualista, ha sabido distinguir (para reunir en un compuesto
soluble sólo por la muerte) esos dos principios que llamamos cuerpo y alma,
compuesto que, en el caso de la criatura racional, alcanza su condensación
final –esa máxima información de la materia por el espíritu- en el rostro
humano. El infante Don Juan Manuel ponderaba en la multiforme e inagotable
variedad de los semblantes uno de los aspectos más admirables de la obra de la
Creación. Allí, en los rasgos faciales, se impregnan no sólo los estados de
ánimo sino aun las disposiciones habituales del alma, modelando
imperceptiblemente un carácter en este heraldo de la personalidad que es el
propio rostro. La “historia de un alma”, que diría la santa de Lisieux, se
imprime en los pliegues del rostro, en cuyo foco el avizor reconoce como un
mapa o trasunto del fondo inmaterial de la persona con todos los accidentes
sufridos por esa sustancia. Sólo un simplón podrá dar crédito a la “lectura de
las manos” que suelen ofrecer las gitanas a cambio de dinero; la lectura de la
fisonomía del rostro, en cambio, por más o menos falible que resulte, es
ciencia lo bastante universal como para que nadie la tenga por improbable, y
todos sabemos por experiencia que la mayor o menor confianza que nos inspira un
desconocido depende sobremanera de la carta de presentación de sus facciones.
La máscara que con el pretexto
de la irrupción de una peste nueva ha devenido de uso obligatorio en todo el
mundo, supone (a diferencia de la persona con la que cubrían
sus auténticos rostros los actores de la tragedia y la comedia antiguos) el
triunfo de la indistinción entre los sujetos, una despersonalización tan
acabada y completa que no parece sino el efecto último de la masificación en
agobiante vigor desde hace décadas. No hay absurdo que no sea convocado a la
palestra de esta mascarada de la uniformidad: desde la grotesca denegación del
permiso para quitarse el bozal si se está a solas frente al mar hasta el celo
requisitorio contra los “infractores”, tratados en adelante con menos
miramientos que los delincuentes notorios. Nos ha tocado asistir al decadente
cuadro de un joven cuando cortejaba a una desconocida al tiempo que ésta lo
atendía al otro lado de la vitrina, ambos con el barbijo de rigor. ¿Qué hubiera
pasado si la muchacha se bajaba la máscara para dejar ver una boca sin dientes
y un labio leporino coronado por sombra de mostachos? ¿Se hubiera tragado el
galán sus requiebros para huir a las fronteras y meditar allí en las
consecuencias odiosas de las políticas de salud pública y en sus desgraciados
equívocos? ¿Hubiese admitido que una esbelta figura decapitada, por muchos
signos vitales que la adornen, no es más que una escultura dañada por un
rayo?
Lo dicho: si no bastaba con
explotar el espíritu de emulación en las masas, ávidas de asimilar modas y
modismos que las blinden contra toda exigencia de legítima singularidad, si no
era suficiente con hacerles balbucir a todos el sólito y escueto vocabulario
surtido por la prensa (sólito y escueto, y chato y amañado, y siempre revocable
y sustituible a designio), ahora se logró plantar un nuevo mojón en la
degradación robótica de la especie. Esos bípedos velados que recorren sus
ciudades sin belleza agotan el fantasmal tránsito a un abismo todo aparejado
para ellos por los alquimistas de la sustancia humana. Dispuestos por colmo a
la yerra con una confianza imbécil, el banderín facial que los despoja de su
identidad personal los incorpora en cambio a esa entidad colectiva que Hobbes
anticipó en más de tres siglos con el abreviado y cínico alias de Leviatán,
monstruo marino de resonancias bíblicas a quien el inglés retrató con escamas
que serían otros tantos hombres anónimos, indistintos y apretadamente
contiguos.
Hay algo y aun mucho de
demoníaco en esta derrota voluntaria, en esta aceptación de la autoinfamia por
la que los hombres, amasados previamente por el vasto abanico de los tributos y
las exacciones abusivas y las imposiciones absurdas, por la propaganda
ideológica a toda hora, por la deriva rectilínea y como de dureza lítica de sus
existencias modernas, acaban cediendo sus identidades sin ensayar la menor
resistencia. Visto desde la perspectiva de nuestros días, “El proceso” de Kafka
resultó una bagatela. Comunismo de la desdicha este del hombre-líquen
incrustado y tieso entre dos pesadillas análogas –la de la muerte del espíritu
y la de la liberación por una imposible reductio ad
nihilum-, lo que está forzosamente al caer es el repudio explícito
(cuando no los atentados) contra aquella facción minúscula que se resiste a
decaer de su condición de gentes. Porque la obediencia sistemática a los
dictámenes injustos, aparte de amalgamar en una misma causa a las turbas y a
sus amos, culmina, por la fuerza misma de las cosas, en la concreta aversión a
la virtud.