De los capítulos 6 y 23 del Evangelio
según San Mateo.
La “Iglesia de la
Publicidad”, en expresión que solía usar el Padre Meinvielle, es una forma de
denominar el peor enemigo que corroe a la Iglesia, el peor enemigo de Cristo,
el más dañino: el fariseísmo. Éste, pletórico de orgullo, se recomienda
permanentemente a sí mismo y, para tal fin, además, denigra al verdadero
cristiano, aquel que sin siquiera meterse con él, pero postrado en su humildad,
pone en entredicho y cuestión la impostura del orgulloso. La parábola del
fariseo y el publicano enseña esto de manera insuperable.
La exteriorización de
la fe, vaciada de su interioridad –al Padre celestial le gusta que lo adoren en
espíritu y en verdad- se ha valido de
los medios modernos de exposición de la imagen para dar a conocer al mundo sus “bondades”.
Esto es muy claro en la iglesia conciliar que advino con el Vaticano II. Luego,
ello fue tomando lugar en las fuerzas de la Tradición, como la FSSPX, que, a fin de agradar a los romanos
modernistas, adoptó una política “misionera” empresarial, vendiéndose como una
imagen de marca. Pero también ese fariseísmo
que sonríe mientras por detrás sostiene un puñal traicionero se ha visto y se
ve en su exhibicionismo que linda con la más crasa frivolidad, en una secta que
se ha desprendido de la Resistencia, para internarse turbulentamente en el seguimiento
ciego a un líder “carismático”, cuya imagen preside o abunda en todos los blogs que no dejan de dar detalles de sus "giras" y viajes de turismo.
“El trabajo apostólico por excelencia –enseña Mons. Straubinger- es hacer conocer el Evangelio (…) en
ello debemos renunciar a ver el fruto inmediato, y aun ser perseguidos, pero ese fruto es el más seguro y el más
precioso de todos” (Nota al Salmo 125,6; las negritas son nuestras). Lo que
sucede con esta secta como en general con todos los que participán de esta “Iglesia
de la Publicidad” es que pretenden demostrar con sus constantes presentaciones
fotográficas no sólo una propia recomendación sino los supuestos frutos bondadosos
de este apostolado. Curiosamente la secta de que hablamos se ha pretendido
hacer fuerte en base a la parábola de los buenos y malos frutos, siendo ellos,
desde ya, los primeros, libres de la menor contaminación. Para hacer tal
demostración el susodicho líder sectario se fotografía sistemáticamente tras
cada una de sus misas rodeado de sus fieles, exhibiendo grandes sonrisas de plena
conformidad. Habiendo fustigado tantas
veces a la Neo-FSSPX, ahora esta gente utiliza el mismo método para,
farisaicamente, recomendarse a sí mismos. Los fieles son llevados así, en su
mayoría inadvertidamente, a ser los comparsas de una “exitosa” campaña
publicitaria que pone en el centro al “exitoso” sacerdote y deja afuera a quien
es en verdad el único protagonista: Jesucristo.
Por supuesto que
ocasionalmente y tras una visita de un obispo o sacerdote a una comunidad,
éstos pueden agradecidos tomarse una fotografía en su compañía, con el fin de
ilustrar una crónica de la no habitual visita. Pero otra cosa es por sistema pretender
mostrar los “buenos frutos” usando a los incautos fieles. Cualquiera sabe que
para intentar vender un producto –desde jabones y hamburguesas hasta universidades
y políticos en tiempo de elecciones- debe recurrirse a la sonrisa publicitaria.
Esta sonrisa sería la marca identitaria que certifica la bondad del producto y
la satisfacción del cliente. Pues bien, el mismo método aplicado –y, como decimos,
con vanidosa insistencia- en grupos religiosos no hace otra cosa que desnudar
la falsedad de tal apostolado. El fruto seguro y más precioso de todos, como
dice Mons. Straubinger, no es inmediato, ni tampoco es fotografiable. Ese fruto
es el vínculo de la caridad entre los fieles, es la fe que no se busca a sí
misma como orgulloso emblema sino que en todo mira por la gloria de Dios, es la verdad que no ambiciona imponerse con soberbia, y es el alma
sencilla que comprende lo que es la sabiduría que viene de lo alto: “La sabiduría que desciende de arriba es en primer
lugar llena de pudor; además, pacífica y modesta, dócil, concorde con lo bueno,
llena de misericordia y de excelentes frutos; no se mete a juzgar, y está ajena
de hipocresía, y el fruto de justicia se siembra en paz, para aquellos que
hacen paz” (Sant. 3, 17-18). No la autopromoción, sino la desconfianza en
sí mismos, es lo que atrae la misericordia de Dios y su predilección por los
pequeños, que son los únicos que llegan a conocer su Corazón.