domingo, 14 de agosto de 2016

INFANCIA ESPIRITUAL





MONSEÑOR JUAN STRAUBINGER

En San Mateo XVIII, 1-4 y en San Marcos X, 14-15, etc., Jesús declara que los mayores de su Reino serán los niños y que no entrarán en ese Reino los que no lo reciban como un niño. Como un niño. He aquí uno de los alardes más exquisitos de la bondad de Dios hacia nosotros, y a la vez uno de los más grandes misterios del amor, y uno de los puntos menos comprendidos del Evangelio; porque claro está que si uno no siente que Dios tiene corazón de Padre, no podrá entender que el ideal no esté en ser para El un héroe, de esfuerzos de gigante, sino como un niñito que apenas empieza a hablar.

¿Qué virtudes tienen esos niños? Ninguna, en el sentido que suelen entender los hombres. Son llorones, miedosos, débiles, inhábiles para todo trabajo, impacientes, faltos de generosidad, y de reflexión y de prudencia; desordenados, sucios, ignorantes, y apasionados por los dulces y los juguetes.

¿Qué méritos puede hallarse en semejante personaje? Precisamente el no tener ninguno, ni pretender tenerlo robándole la gloria a Dios como hacían los fariseos (cfr. San Lucas XVI, 15; XVIII, 9 ss.). Una sola cualidad tiene el niño, y es el no pensar que las tiene. Eso es lo que arrebata el corazón de Dios, exactamente como atrae el de sus padres; es lo que Jesús alaba en Natanael (San Juan I, 47): la simplicidad, el no tener doblez. Simple quiere decir "sin plegar” es decir sin repliegues ocultos, sin disimulo, o sea sin afectar virtudes, ni ocultar las faltas para quedar bien, sino al contrario, mostrándose a su madre con sus pañales como están, sabiendo que sólo ella puede lavarlo, y entregándose totalmente a que su padre lo lleve de la mano, porque cree en el amor de su padre; y por eso, no dudando de cuanto él le dice, no pretende tener para sí la ciencia del bien y del mal".

En el momento en que la malicia entra en el corazón del niño, pierde automáticamente la docilidad, porque la serpiente sembró en él, como en Eva, la duda contra su padre. Así empezamos todos a desconfiar de la bondad, del amor y de la sabiduría de nuestro Padre celestial, y entonces su Reino ya no puede ser nuestro.

Entonces empezamos a ambicionar sabiduría y virtudes propias, como los fariseos. Cuando el niño comienza a valerse por sí mismo, deja de necesitar a sus padres y naturalmente se aleja de ellos, es decir, pierde ese contacto permanente que con ellos tenía mientras necesitaba que lo lavasen, lo vistiesen, le diesen de comer y lo llevasen de la mano. Ese contacto que era, al mismo tiempo que el sumo bien para el niño, la suma alegría para sus padres.

Con respecto a Dios, esa autonomía o suficiencia no nos llega a ninguna edad, porque sin Cristo no podemos nada, ni saber, ni pensar, ni obrar, ni menos gloriamos de nuestros méritos o virtudes. De ahí que Santa Teresita quería no crecer nunca, quería seguir siendo siempre niña delante de Dios.

El niño se deja formar, como María, que primero dice: Hágase en mí según tu palabra (Luc. I, 38) y después de haberse entregado, "bienaventurada por haber creído (Luc. I, 45), proclama que todos la felicitarán "porque el Poderoso, el Santo, el Misericordioso hizo en ella grandezas" (Luc. I, 48 y ss.). No hizo Ella grandezas, sino que se las hicieron.

El día en que el hombre deja de ser niño y se siente capaz de hacer por sí mismo algo sobrenaturalmente bueno, se coloca automáticamente fuera del Reino de Dios, según lo vemos en las palabras de Jesús. Porque El nos dijo que nadie es bueno, sino Dios solo (Luc. XVIII, 19). Y Dios no quiere rivales que le disputen su santidad. Quiere hijos pequeños, hermanos del Hijo grande Jesucristo (Rom. VIII, 29) que en todo vivan de lo que les dé su Corazón paterno, como lo practicó Jesús, que no daba un paso sin repetir que todo lo recibía del Padre.

El que quiere rivalizar con Dios en virtudes, es porque quiere rivalizar con El en méritos y en gloria, como nos lo enseñó Jesús en la parábola del fariseo y el publicano. Y en esta materia, la “negación de sí mismo" tiene que ser total y absoluta. Por eso la humildad cristiana consiste en ser así, como los niños... y en no ser como esclavos.


(Espiritualidad Bíblica, Editorial Plantín, Buenos Aires, 1949)