Al ver a las multitudes se llenó de
compasión, porque estaban maltratadas y abatidas... (Mt 9, 36)
Es necesario escudriñar el
significado de las palabras no menos que el de los hechos, pues, como habíamos
dicho, la clave para comprender el significado reside tanto en las palabras
como en las obras. El Señor siente compasión de las multitudes maltratadas y
abatidas, como ovejas dispersas sin pastor. Y dice que la mies es mucha, pero
los obreros pocos, y que es preciso rogar al dueño de la mies para que envíe
muchos obreros a su mies (cfr. Mt 9, 37 - 38). Y, llamando a los discípulos,
les dio poder para arrojar a los espíritus inmundos y para curar toda
enfermedad y dolencia (cfr. Mt 10, 1). Aunque estos hechos se refieren al
presente, es necesario considerar lo que significan para el futuro.
Ningún agresor había asaltado a las
multitudes y, sin embargo, estaban postradas sin que ninguna adversidad o
desventura las hubiese golpeado. ¿Por qué siente compasión, viéndolas
maltratadas y abatidas? Evidentemente, el Señor se apiada de una muchedumbre
atormentada por la violencia del espíritu inmundo, que la tiene bajo su
dominio, y enferma bajo el peso de la Ley, porque aún no tenía un pastor que le
restituyese la protección del Espíritu Santo (cfr. 1P 2, 25). A pesar de que el
fruto de este don era abundante, ninguno lo había recogido. Su abundancia
supera el número de los que lo alcanzan, pues, aunque todos tomen cuanto
quieran, permanece siempre sobreabundante para ser dispensado con generosidad.
Y puesto que es necesario que muchos lo distribuyan, exhorta a rogar al dueño
de la mies, para que mande muchos obreros a su mies, es decir, muchos
segadores, para recoger el don del Espíritu Santo que había preparado, un don
que Dios distribuye por medio de la oración y de la súplica. Y para mostrar que
esta mies y la multitud de los segadores debían propagarse a partir de los doce
Apóstoles, los llamó a Sí y les dio el poder de arrojar los demonios y de curar
toda enfermedad. Con este poder recibido como don, podían expulsar al fautor
del mal y curar la enfermedad.
Mt 10, 5 - 10: Conviene ahora
recoger el significado de estos preceptos, considerándolos uno por uno. Los
exhorta a mantenerse alejados de las sendas de los paganos (cfr. Mt 10, 5), no
porque no los haya enviado también a salvar a los paganos, sino para que se
abstengan de las obras y del modo de vivir de la ignorancia pagana. Igualmente
les prohíbe entrar en la ciudad de los samaritanos (cfr. Ibid.). Pero ¿no ha
curado Él mismo a una samaritana? En realidad, les exhorta a no entrar en las
asambleas de los herejes, pues la perversión no difiere en nada de la
ignorancia. Los envía a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,
6); y, sin embargo, ellas se han encarnizado contra Él con lenguas de víbora y
fauces de lobo. Como la Ley debería recibir el Evangelio en primer lugar,
Israel iba a tener menos disculpas por su crimen, en cuanto que habría
experimentado una solicitud mayor en la exhortación.
El poder de la virtud del Señor se
transmite enteramente a los Apóstoles. Los que habían sido formados en Adán a
imagen y semejanza de Dios, reciben ahora de modo perfecto la imagen y la
semejanza de Cristo (cfr. 1Co 15, 49). Su poder no difiere en nada del poder
del Señor, y los que antes habían sido hechos de la tierra, se convierten ahora
en celestes (cfr. 1Co 15, 48). Deben predicar que el Reino de los cielos está
próximo (cfr. Mt 10, 7), es decir, que se recibe ahora la imagen y semejanza de
Dios a través de la comunión en la verdad, que permite a todos los santos,
designados con el nombre de los cielos, reinar con el Señor (cfr. 1Co 4, 8).
Deben curar enfermos, resucitar muertos, sanar leprosos, arrojar demonios (cfr.
Mt 10, 8). Todos los males causados en el cuerpo de Adán por instigación de
Satanás, los debían a su vez sanar mediante la participación en el poder del
Señor. Y para conseguir de modo completo, según la profecía del Génesis (cfr.
Gn 1, 26), la semejanza con Dios, reciben la orden de dar gratuitamente lo que
gratuitamente recibieron (cfr. Mt 10, 8). Deben ofrecer de balde el servicio de
un don que han recibido gratis.
Les prohíbe guardar en la faja oro,
plata, dinero; llevar alforja para el camino, coger dos túnicas, sandalias y un
bastón en la mano, porque el obrero tiene derecho a su salario (cfr. Mt 10,
10). No hay nada de malo, pienso, en guardar un tesoro en la faja. ¿Qué
significa la prohibición de poseer oro, plata o moneda de cobre en la propia
faja? La faja es una prenda de servicio, y se ciñe para realizar un trabajo. Se
nos exhorta, por tanto, a que no haya venalidad en nuestro servicio, a evitar
que el premio de nuestro apostolado sea la posesión del oro, de la plata o del
cobre.
Ni alforja para el camino (Mt 10,
10). Es decir, hay que dejar a un lado la preocupación por los bienes
presentes, ya que todo tesoro terreno es perjudicial, desde el momento en que
nuestro corazón está allí donde guardamos nuestro tesoro. Ni dos túnicas (Mt
10, 10). En efecto, basta con que nos revistamos de Cristo una vez (cfr. Ga 3,
27), sin revestirnos seguidamente de otro traje, como la herejía o la Ley
mosaica, a causa de una perversión de nuestra inteligencia. Ni sandalias (cfr.
Mt 10, 10). ¿Tal vez los débiles pies de los hombres pueden soportar la
desnudez? En realidad, donde debemos permanecer con pies desnudos es sobre la
tierra santa, no cubierta por las espinas y los aguijones del pecado, como fue
dicho a Moisés (cfr. Ex 3, 5), y se nos exhorta a no tener otro calzado para
entrar, que el recibido de Cristo. Ni bastón en la mano (Mt 10, 10), es decir,
las leyes de un poder extranjero, pues tenemos el bastón de la raíz de Jesé
(cfr. Is 11, 1). Todo poder, que no sea ése, no procede de Cristo.
Según el discurso precedente, hemos
sido convenientemente provistos de gracia, viático, vestido, sandalias, poder,
para recorrer hasta el final los caminos de la tierra. Trabajando en estas
condiciones seremos dignos de nuestra paga (cfr. Mt 10, 10). Es decir, gracias
al cumplimiento de estas prescripciones, recibiremos la recompensa de la
esperanza celestial.