Por Jorge
Marínez
El
peronismo de Alberto y Cristina se dispone a aprobar el aborto. Hará el intento
de manera expeditiva, y con menos sutilezas que las que tuvieron en 2018 sus
presuntos adversarios macristas, que no aprendieron de aquella derrota que
fracturó a su electorado. Pero debemos ser comprensivos con ellos: órdenes
son órdenes.
Es
curioso este peronismo del aborto. Si a algo no le teme es a la contradicción.
Este año, por ejemplo, encerraron a todo un país durante ocho meses con la
excusa apremiante de proteger la vida a cualquier costo. Ahora, sin ponerse
colorados, movilizan a su gente para imponer un proyecto de muerte, y
de muerte de los más débiles. Todo muy lógico.
La
retórica de estos peronistas del siglo XXI es nacionalista, como lo era la de
su fundador y líder máximo, y la de todos sus grandes dirigentes históricos.
Eso pregonan. Al momento de actuar, en cambio, no tienen ningún
problema en seguir al pie de la letra las enseñanzas de Henry Kissinger para
disminuir la población de los países pobres. Una rara forma de marchar hacia la
Patria Grande.
Vagamente,
es cierto, este peronismo dice admirar la figura de Eva Perón. Reivindica el
discurso clasista de la abanderada de los humildes, sus exabruptos que
incitaban al rencor y a la división, incluso a la violencia. Pero de la otra
Evita, la que defendía la maternidad, la familia y la sumisión de la mujer al
varón (atención feministas), de esa no hablan ni quieren que se la recuerden. Hoy
no es Evita la que marca la agenda sino la ex comunista Vilma Ibarra.
Las
contradicciones abundan. Este peronismo maldice al FMI y al Banco Mundial, pero
acepta sus planes globalistas, uno de los cuales es el aborto. Homenajea
a Ramón Carrillo y se entrega a Planned Parenthood. Se declara
fervorosamente anti-imperialista, y sin molestarse permite que una entidad
extranjera de origen británico (Amnesty International) exija imponer el
filicidio y dicte cómo encarar el debate legislativo para evitar reveses
indeseados. Sus discursos de barricada sueñan con la burguesía nacional
y la utopía de una pujante industria argentina, pero el que manda de verdad es
el especulador George Soros.
Este
peronismo gobierna un país cada vez más empobrecido y despoblado. Y aun así no
duda en ahondar esa despoblación, ignorando todas las advertencias sobre las
consecuencias económicas, territoriales y geopolíticas que tendría ese camino.
Que no es el que siguió el último gobierno del general Perón, ni el de su viuda,
líderes en el rechazo mundial al malthusianismo que las elites internacionales
buscaban imponer de manera frontal en la década de 1970, antes de que
eligieran una estrategia más indirecta y, por lo tanto, más eficaz.
Los
jefes de este peronismo abortero insisten en proclamarse católicos, pese a que
no vacilan en contradecir el magisterio de la Iglesia cada vez que pueden.
Antes habilitaron el matrimonio entre homosexuales y agilizaron el divorcio
exprés. Ahora se apuran para legalizar la muerte del niño por nacer, en una
deriva que más temprano que tarde desembocará en la eutanasia para
todos y todas.
A
estos mismos gobernantes se los vio llorar días atrás ante el féretro del
máximo ídolo popular argentino de nuestro tiempo. Un ídolo que, dicho sea de
paso, había nacido en las condiciones de pobreza extrema que, según el discurso
actual, habrían justificado su aborto sin miramientos. Delante de ese féretro
estos peronistas del siglo XXI repitieron una vez más el gesto hipócrita y
blasfemo de santiguarse y elevar la mirada al cielo, fingiendo una
consternación que sus corazones helados ya no pueden sentir. Pero seamos
comprensivos con ellos: órdenes son órdenes.