Hablábamos hace
algunos días sobre la realidad de un cisma silencioso que estaba ya presente
entre nosotros y en el que los cismáticos eran los miembros de la iglesia
oficial que se había separado de la iglesia de los apóstoles, de los Padres y
de los santos, es decir, de la Iglesia de Cristo. Un extraño cisma encabezado
por el Papa Francisco y secundado por la mayor parte de obispos, sacerdotes,
religiosos y fieles. Si yo mismo hubiese leído este párrafo un tiempo atrás, no
habría seguido con la lectura del artículo. Me hubiese resultado suficiente
para calificar a su autor de exaltado y extremista. Y estimo que muchos de lo
que lo lean ahora me calificarán del mismo modo.
Sin embargo, ante
nuestros ojos se está desplegando con evidencia insoslayable la realidad de una
apostasía que fue pintada hace muchas décadas por quienes nos precedieron: la
traición de los hombres de Iglesia y su entrega a los poderes y al espíritu del
mundo.
Y hablo de una evidencia cuyo único modo de ser negada es tapándose los
ojos, o la inteligencia. Y pongo como ejemplo un hecho que
pasó inadvertido. Hace pocos días tuvo lugar el congreso de “superiores y
superioras” generales de congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza y,
por supuesto, el Papa Francisco hizo su aparición virtual en el condumio, dejándoles un mensaje del que transcribo las partes centrales:
El Pontífice invita a
los religiosos a entrar en tres líneas de acción concreta: “centrarse, acoger e
implicarse”.
Centrarse, entendido
como centrarse en la persona, en “su valor, su dignidad, para poner de relieve
su propia especificidad”, de manera que los jóvenes crezcan y maduren en “las
capacidades y recursos necesarios para construir juntos un futuro de justicia y
paz”.
Por esta razón, la
acogida se convierte en “escucha del otro, de los destinatarios de nuestro
servicio: los niños y jóvenes” necesitados, haciéndoles “atentos a otro tipo de
voces, que no son sólo las de nuestro círculo educativo” para que no se
“encierren en su propia autorreferencialidad” y para que “se abran al grito que
brota de todos los hombres y de la creación”. El objetivo es “animar a nuestros
niños y jóvenes para que aprendan a relacionarse, a trabajar en grupo, a tener
una actitud empática que rechace la cultura del despilfarro”, “a salvaguardar
nuestra casa común”, “adoptando estilos de vida más sobrios”, “respetando los
principios de subsidiariedad y solidaridad y la economía circular”.
“Involucrarse y
comprometerse”, dice el Papa Francisco, presupone “el compromiso activo de
todos en esta labor educativa” para lograr “una mirada crítica, capaz de
comprender los problemas en el campo de la economía, la política, el
crecimiento y el progreso, y de buscar soluciones que estén verdaderamente al
servicio del hombre y de toda la familia humana en la perspectiva de una
ecología integral”.
Estaban presentes en
la reunión los sucesores de San Juan Bautista de Lasalle, de San José de
Calasanz, de San Marcelino Champagnat, de San Juan Bosco y de tantísimos otros
santos y santas que fundaron un sinfín de congregaciones religiosas, que fueron
la flor de la Iglesia, destinadas a la educación de niños y jóvenes y
dirigida a un solo objetivo: hacer de ellos buenos cristianos a fin de que
alcanzaran el cielo. Además de enseñarles las letras, las ciencias y las
artes con pasión y calidad, les enseñaban sobre todo el camino de la salvación.
Era esto tan obvio que nadie podía pensar siquiera en otra posibilidad o, mejor
aún, los únicos que la pensaban eran novelistas o exégetas de imaginación
calenturienta como Benson, Castellani, Soloviev, Hugo Wast y tantos
otros.
Lo que tenemos ante
nuestros ojos —y que los neocones tomen nota puesto que no se trata de
interpretaciones antojadizas—, es que el Sumo Pontífice propone que
todas las congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza promuevan una
educación en la que Cristo, la salvación del alma y las verdades de la fe están
completamente ausentes. Más aún, tampoco están presentes las ciencias, las
letras y las artes. Los únicos objetivos son los mismos proclamados durante
siglos por el humanismo masónico y anticristiano, la promoción del hombre por
el hombre mismo, despojado de cualquier indicio de trascendencia y encerrado en
el mundo inmanente de la fraternidad ecológica y universal.
A estas alturas,
nadie puede hacerse ya el distraído. Estamos ante una gran apostasía encabezada
por el Sucesor de Pedro, secundado por una riada de obispos apóstatas y
cobardes, y de curas y fieles bobos y cómodos, que están convirtiendo a la Iglesia
visible en una ciénaga en la que más pronto que tarde deberemos dejar de embarrarnos.
Francisco no menciona una sola vez, en su Carta, a N.S. Jesucristo. Tampoco firma en cuanto Papa (compárese con la firma habitual de cualquier Sumo Pontífice)