10 de agosto de 2020
Fiesta de San Lorenzo Mártir
Reverendo padre Thomas:
He leído atentamente su artículo Vatican II
and the Work of the Spirit, publicado el pasado 27 de julio en Inside
the Vatican (ver aquí). Yo diría que su pensamiento se puede
resumir en estas dos frases:
«Comparto muchas de las preocupaciones expresadas y
reconozco la validez de algunos los problemas teológicos y cuestiones
doctrinales enumerados. Con todo, me produce incomodidad llegar a la conclusión
de que el Concilio Vaticano II sea de algún modo fuente y causa directa del
desalentador estado en que se encuentra actualmente la Iglesia.»
Permítame, reverendo padre, que me apoye para
responderle en la autoridad de un interesante escrito suyo, Pope
Francis and Schism, que apareció en The Catholic Thing el
pasado 8 de octubre. Sus observaciones me permiten apreciar una analogía que
espero contribuya a aclarar lo que pienso y demostrar a nuestros lectores que
algunas divergencias aparentes pueden se pueden resolver gracias a un
provechoso debate que tenga como máximo fin la gloria de Dios, el honor de
la Iglesia y la salvación de las almas.
En Pope Francis and the Schism, usted
señala muy oportunamente y con la perspicacia que caracteriza sus
intervenciones que hay una especie de disociación entre la persona del Papa y
Jorge Mario Bergoglio, una dicotomía en la que el Vicario de Cristo calla y
deja hacer mientras habla y actúa el exuberante argentino que actualmente
reside en Santa Marta. Hablando de la gravísima situación que atraviesa la
Iglesia alemana, usted escribe:
«Para empezar, al interior de la Iglesia alemana
muchos saben que de hacerse cismáticos perderían su voz y su identidad
católica. No pueden permitirse algo así. Necesitan estar en comunión con el
papa Francisco, porque es precisamente él quien promueve el concepto de
sinodalidad que tratan de llevar a cabo. Él es, por tanto, su máximo
protector.
En segundo lugar, mientras el papa Francisco puede
impedirles que hagan algo que sería escandalosamente contrario a la doctrina de
la Iglesia, deja que hagan cosas que son ambiguamente contrarias, porque esa
enseñanza y práctica pastoral ambigua concordarían con las de Francisco. Con
esto, la Iglesia se encuentra en una situación en la que nunca habría esperado
encontrarse.»
Prosigue:
«Es importante recordar que es preciso ver la
situación de Alemania en un contexto más amplio: la ambigüedad teológica
interna de Amoris Laetitia; el avance indisimulado del proyecto homosexual;
la refundación del Instituto (romano) Juan Pablo II para el Matrimonio y la
Familia, o sea el debilitamiento de la coherente doctrina de la Iglesia sobre
absolutos morales y sacramentales, sobre todo en lo que respecta a la
indisolubilidad del matrimonio, la homosexualidad, la contracepción y el
aborto.
También está la declaración de Abu Dabi, que
contradice abiertamente la voluntad del Padre y socava el primado de Jesucristo
su Hijo como Señor definitivo y Salvador universal.
Es más, el actual Sínodo para la Amazonía rebosa de
participantes solidarios y promotores de todo lo antedicho. Hay que tener en
cuenta también a los numerosos cardenales, obispos, sacerdotes y teólogos de
ortodoxia discutible a los que Francisco respalda y promueve nombrándolos para
altos cargos en la Iglesia».
Y concluye con estas palabras:
«Teniendo en cuenta todo lo anterior, observamos
una situación de creciente intensidad en la que por un lado la mayoría de los
fieles del mundo, tanto en el clero como entre los laicos, se mantienen fieles
al Papa, porque es su pontífice aunque critiquen su pontificado, y por otro hay
una gran cantidad de fieles en el mundo, tanto clero como seglares, que apoyan
entusiásticamente a Francisco porque permite y promueve las ambiguas enseñanzas
y prácticas eclesiales de ellos.
Por consiguiente, terminaremos con una Iglesia que
tendrá un papa que será el pontífice de la Iglesia Católica y será al mismo
tiempo en la práctica cabeza de una iglesia cismática. Por ser el jefe de
ambas, parecerá que hay una sola Iglesia cuando en realidad serán dos».
Sustituyamos ahora al Papa por el Concilio, y a
Bergoglio por el Concilio Vaticano II: creo que encontrará interesante el
paralelo casi literal que resulta. De hecho, tanto para el Papado como
para un concilio ecuménico, el católico cultiva la veneración y el
respeto que le exige la Iglesia: por un lado hacia el Vicario de Cristo, y por
otro hacia un acto solemne de magisterio, en los que la voz de
Nuestro Señor habla a través del Romano Pontífice y todos los obispos en
unión con él. Si pensamos en San Pío V y el Concilio de Trento, o en Pío IX y
el Concilio Vaticano I, no resultará difícil encontrar una correspondencia
entre esos papas y el Papado, así como entre esos pontífices y el magisterio
infalible de la Iglesia. Es más, la sola idea una posible dicotomía incurriría
con toda justicia en sanciones canónicas y ofendería a los piadosos fieles.
Ahora bien, como usted mismo señala, con Jorge
Mario Bergoglio ejerciendo surrealísticamente el cargo de sucesor del
Príncipe de los Apóstoles, «las únicas palabras que encuentro para expresar
esta situación son cisma al interior del Papado, ya que el
Papa, precisamente por serlo, es a todos los efectos cabeza de un amplio sector
de la Iglesia que con su doctrina, enseñanza moral y estructura eclesial
es a todos los efectos cismático».
Yo ahora me pregunto: Si usted, estimado padre
Thomas, reconoce, como dolorosa prueba a la que la Providencia somete a
la Iglesia para castigarla por las culpas de sus indignísimos miembros, en
grado máximo sus dirigentes, el propio Papa esté en cisma con la Iglesia, hasta
el punto de que se pueda hablar de «un cisma al interior del Papado, por qué
motivo no puede usted aceptar que haya sucedido lo mismo con un acto solemne como
un concilio, y que el Concilio haya supuesto «un cisma interno en el
Magisterio»? Si este papa puede ser «cismático en la práctica» –y yo diría que
hasta hereje–, ¿por qué no puede haberlo sido también ese concilio, a pesar de
que tanto el uno como el otro sean instituciones de Nuestro Señor para
confirmar a los hermanos en la fe y la moral? ¿Qué impide, le pregunto, que las
actas del Concilio se aparten del camino de la Tradición si el propio Pastor
Supremo es capaz de renegar de las enseñanzas de sus predecesores? Y si la
persona del Papa está en cisma con el Papado, ¿por qué no va a poder un
concilio que se ha querido hacer pastoral y se ha abstenido de proclamar dogmas
contradecir a otros concilios canónicos, creando con ello un cisma en la
práctica con el Magisterio católico?
Es cierto que esta situación es un caso único, sin
precedentes en la historia de la Iglesia, pero si puede ser así con el
Papado -en un crescendo que va de Roncalli a Bergoglio-, no
veo por qué no podría ser así con el Concilio Vaticano II, que precisamente
gracias a los últimos pontífices se ha presentado como un acontecimiento único,
y como tal es utilizado por sus defensores.
Retomando sus palabras, «con lo que terminará la
Iglesia será con un concilio que es un concilio de la Iglesia Católica, y al
mismo tiempo, con una Iglesia en la práctica cismática, es decir, la Iglesia
conciliar que se considera nacida del Concilio. Aunque el Vaticano II fue a la
vez un concilio ecuménico y un conciliábulo, sigue siendo en apariencia un solo
concilio, mientras que en realidad son dos. Digo más: uno legítimo y ortodoxo
abortado subversivamente con los esquemas preparatorios, y otro ilegítimo y
herético (o al menos que contribuye a la herejía) al cual aluden todos los
novadores, Bergoglio incluido, para legitimar sus desviaciones doctrinales,
morales y litúrgicas. Exactamente como «numerosos cardenales, obispos,
sacerdotes y teólogos de ortodoxia discutible a los que Francisco respalda y
promueve nombrándolos para altos cargos en la Iglesia» sostienen que se debe
reconocer la autoridad del Vicario de Cristo en los actos de gobierno y de
magisterio realizados por Jorge Mario, precisamente en el momento en que con
dichos actos se manifiesta «cismático en la práctica».
Si por un lado es cierto que «mientras el papa
Francisco puede impedirles que hagan algo que sería escandalosamente contrario
a la doctrina de la Iglesia, deja que hagan cosas que son ambiguamente
contrarias, porque esa enseñanza y práctica pastoral ambigua concordarían con
las de Francisco», no es menos cierto, parafraseando las palabras de Ud., que
«mientras que Juan XXIII y Pablo VI habrían podido impedir que los modernistas
hicieran nada escandalosamente contrario a las enseñanzas de la Iglesia,
permitieron que hicieran cosas ambiguamente contrarias, porque esas enseñanzas
y prácticas pastorales ambiguas concordaban con las de Roncalli y Montini».
Por eso me parece, reverendo padre, que puede
encontrar una confirmación de lo que afirmo en mi escrito sobre el origen del
debate en torno al Concilio: que el Concilio ha sido utilizado para dar visos
de autoridad a una operación deliberadamente subversiva, del mismo modo que hoy
vemos con nuestros propios ojos como el Vicario de Cristo es utilizado para dar
apariencia de autoridad a una operación deliberadamente subversiva. En ambos
casos, el sentido innato de respeto a la Iglesia por parte de los fieles y del
clero ha servido de infernal estrategia, como un caballo de Troya introducido
en la ciudad santa, para disuadir toda forma de desacuerdo respetuoso, de
crítica o de legítima denuncia.
Es doloroso observar que esta constatación, lejos
de rehabilitar el Concilio, confirma la profunda crisis que aqueja a toda la
institución eclesiástica por culpa de renegados que han abusado de su autoridad
para atacar a la Autoridad misma, de la autoridad pontificia para atacar al
propio Pontífice, de la autoridad de los padres conciliares para atacar a la
Iglesia. Una astuta y cobarde traición efectuada desde el interior de la
propia Iglesia, como ya predijo y condenó San Pío X en la encíclica Pascendi, señalando
a los modernistas como «enemigos de la Iglesia, que no los ha tenido peores».
Reciba, reverendo y estimado padre Thomas, mi
bendición.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo