No por conocida es menos válida la
ajustada metáfora con que Maeztu empieza su notable Defensa de la
Hispanidad: “España es una encina medio sofocada por la yedra”. La yedra se
vuelve a veces tan frondosa y exuberante –nos explica don Ramiro- que apenas si
deja ver la arboladura; por lo que pueden creer algunos que el ser de España
“está en la trepadora y no en el árbol”. Más sólo el árbol tiene raíces
antiguas, genuinas y hondas. El resto no es capaz de sostenerse por sí mismo,
pero puede acabar invadiendo la tierra hasta asfixiarla, como imaginó Saint
Exúpery en el planeta de su pequeño príncipe.
En análoga línea de visiones
patrias, Ximénez de Sandóval identifica a España con “una piel de toro,
extendida sobre las verdiazules aguas de tres mares”. Y se pregunta qué ha
pasado durante siglos sobre ese peculiar horizonte taurino. “Sueños infinitos”,
responde, “a la sombra de las espadas y las cruces”. Sin embargo –acota
precisando la contestación- hay hombres que no han pasado. Son aquellos que han
vivido al servicio de esos altos ideales que el Crucifijo y el Sable
emblematizan. Y no han pasado porque al morir fueron “a fundirse con la estirpe
de la tierra, volviendo a resucitar en ella”. La piel de toro los recibió en su
sangre, hospitalariamente.
Sirvan estas imágenes literarias
para evocar a Francisco Franco, tras cuarenta años de su muerte.
Porque tuvo el Caudillo, por un
lado, el don connatural de inteligir la identidad española; e inteligiéndola,
el coraje necesario para custodiarla en la hora difícil de la prueba. Identidad
que no se agitaba en unas planicies, ni en sembradíos ni en oteros o chopos
nevados, por pintorescos que resultasen; se sostenía en la fe católica, se
amalgamaba con ella en indivisible juntura, se inauguraba y se clausuraba en el
altar del Señor. La Hispanidad que concibiera Franco era el modo legítimo de
llamar a la Cristiandad, la edificación de la ciudad terrena sin perder de
vista la Ciudad Celeste.
Por eso, cuando vio la yedra del
marxismo queriendo sofocar a la encina; cuando la maraña del bolchevismo
amenazaba su porte y la greña funesta de todos sus secuaces ponían en peligro
el frescor y fulgor del noble arbusto, se levantó en armas para tutelarlo y
mantenerlo enhiesto, llamando al Alzamiento con el exacto y sonoro nombre de
Cruzada.
Desde su proclama en Tetuán,
durante la gloriosa jornada del 18 de julio, hasta su mensaje postrero, en
marcha ya hacia el Valle de los Caídos, una sola y perfecta es su concepción de
la Hispanidad. La misma que expresara ante los héroes del Alcázar, o aquel 20
de mayo de 1939, cuando en la iglesia castrense de Santa Bárbara depositó su
espada victoriosa al pie del Señor de los Ejércitos: “Señor” –dijo entonces-
“acepta complacido la ofrenda de este pueblo, que conmigo y por tu nombre ha
vencido con heroísmo a los enemigos de la Verdad, que están ciegos. Señor Dios,
en cuyas manos está todo derecho y todo el poder, préstame tu asistencia para
conducir a este pueblo a la plena libertad del imperio, para gloria tuya y de
la Iglesia. Señor, que todos los hombres conozcan a Jesús, que es el Cristo,
Hijo de Dios vivo”.
No podía pedírsele mayor concisión
y claridad. La lucha es por la Verdad; los adversarios son los que se oponen al
reconocimiento de la principalía de Jesucristo; la plena libertad es la del
Imperio, y la que brota del reconocimiento del Altísimo como fuente de todo
derecho y poder; el propósito es que todas las creaturas conozcan al divino
Hijo. A esto llamamos haber comprendido a la Hispanidad. Como la comprendió –y
nótese la constante de cuatro largas décadas- cuando en su Testamento asoció a
los segadores de España con los de la Civilización Cristiana, y quiso unir “los
nombres de Dios y de España” para el abrazo de la despedida.
Por eso, en el ruedo de la historia
escrita sobre la piel de toro, Francisco Franco es uno de esos hombres que no
han pasado, como quería Ximénez de Sandoval, según citábamos antes. Soñador y
vigía de las espadas y las cruces ibéricas, legionario y peregrino, penitente y
guerrero de la Nueva Reconquista, está presente en nuestro afán y presente en
su magisterio político.
Junto a su condición de Defensor de
la Hispanidad, hay un segundo aspecto del Generalísimo que quisiéramos evocar y
celebrar, y es su carácter de artífice de una política agonal.
El término está tomado de un magnífico
ensayo de Gueydan de Roussel sobre las tres fases de la política, y define
tanto a aquella cosmovisión gubernamental como a la práctica consecuente, en
virtud de la cual hay un Jefe y una pugna lícita; un estadista de mirada
arquitectónica y una comunidad que participa de la contienda; un Paladín y una
guerra justa, que no se expresa sólo en los campos de batalla, sino y ante todo
en los combates del espíritu. “El héroe que personifica la política agonal”
–dice Gueydan- “es un hombre desinteresado y temeroso de Dios. Sabe que obtiene
su victoria de Dios y combate bajo Su Mirada, no bajo la del público”.
Entonces, cabe esperar que esa política militante remate y corone en política
metafísica. Su instrumento preferido el símbolo que retrate la honradez. Su
piedra basal el sacrificio.
Puede decirse de Franco que cumplió
con la proverbial consigna de Job, como si para él hubiese sido escrita, ya que
hizo de la vida militia super terram, en el sentido más estricto
del término, y de la política una prolongación de la pelea justiciera. “¿Es que
podemos abandonar a España” –se preguntó públicamente en la proclama inicial
del Alzamiento- “a los enemigos de la Patria, con proceder cobarde y traidor,
entregándola sin lucha y sin resistencia?”. “La vía de Dios es el camino de los
héroes” –escribió prologando Guerra en el Aire de García
Morato-. “Para enfrentarse con la muerte, para elevarse sobre ella, para
alcanzar la gloria y el laurel y dar la vida consciente por la patria, hay que
creer en Dios. Este es el gran secreto de nuestra historia y el alma de nuestra
Cruzada. El sentimiento de la patria y del deber da hombres valerosos; pero los
héroes verdaderos, los conscientes y voluntarios para el sacrificio, surgen en
el campo de los creyentes”. Y en un discurso del 13 de abril de 1957, en la
apertura del III Congreso Nacional de Medicina y Seguridad del Trabajo, como
especificando aún más si cabe el sentido agonal de su empresa, pronunció esta
firme sentencia: “por el sentido católico de la vida que hemos querido que
presida la acción social del Movimiento, hemos roto con el materialismo
marxista […] hemos abandonado, rechazado y combatido aquel viejo concepto
liberal del hombre marxista, que se recibe en sazón y se exprime y abandona una
vez agotado”.
Política agonal, llamaremos pues a
la suya. Lidiando contra las ideologías perversas, contra las acechanzas del
mundo, contra los bloqueos de los poderosos, contra la maledicencia
generalizada, contra el deliberado aislacionismo a que fue sometido, y hasta
contra la incomprensión dolorosa de aquellos católicos adúlteros, más atentos a
los signos de los tiempos que a las resonancias de la Eternidad. Al final,
acabó siendo un testigo del Occidente que se negaba a sumarse alegremente a la
decadencia. Y en tanto testigo solitario, alcanzó la suya el rango de política
metafísica.
No se nos escapan los yerros del
Caudillo. No es ésta una semblanza ingenua o un ditirambo sin matices. Es el
encomio mínimo que merece. Es el encomio mínimo que merece este hombre
singular. Si la ocasión no fuera la del debido homenaje, sino la del sesudo
ensayo, supuesto que pudiéramos hacerlo, un par de objeciones nos atreveríamos
a formular, respetuosa y responsablemente. No desde la óptica del extranjero
que fisgonea en las cuestiones internas del país vecino, sino desde la
perspectiva del hijo que se lamenta por los pesares de su madre.
Por eso tan aborrecible el lodo que
se ha lanzado contra su memoria, tan despreciable la falsificación de la
historia que ha sucedido a su muerte, tan innombrable la felonía de quienes le
juraron lealtad, tan indignante la deshipanización y descristianización
sistemática ejecutada en el último cuarto de siglo, y tan grande el contraste
entre aquella España enhiesta –aún con sus debilidades- y ésta que vemos desontologizada
y caída, que cualquier objeción o reproche que pudiéramos hacerle a Franco, por
fundado que fuere, no guardaría proporción alguna con el desprecio rotundo que
merecen quienes se repartieron el poder apenas terminaron los funerales.
La yedra no asfixiará la encina.
Los trallazos malditos no traspasarán la piel de toro. La política zoológica no
vencerá a la metafísica, ni la Bestia prevalecerá sobre el Ángel. Sigue siendo
cierta la clarividencia poética de Agustín de Foxá, cuando cantaba que “en España
surgen de los sepulcros voces y hay un destino claro colgado de los cielos”.
Sigue siendo aleccionadora y posible la divisa de José Antonio, que nos pide
rechazar “la atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una
noche crapulosa”, para lanzarnos “afuera, al aire libre, bajo la noche clara y
en lo alto de las estrellas”. Y sigue siendo veraz y cierto, como lo vio
Joaquín Arrarás inspirado en los versos de Manuel Machado, que para un mañana
que el ayer no niegue, continuará resplandeciendo la sonrisa de Franco,
mientras quede un español con hidalguía y entereza. Entre risas cristianas y
limpias, entre cánticos de amor y de esperanza, entre epinicios marciales y
líricos, cosecharán mañana nuestros descendientes en los campos de España, por aquellos
que hoy están sembrando a solas, entrelazando lágrimas y desconsuelos.
“¡Americanos!” –arengó desde Burgos
Millán Astray, el 12 de octubre de 1938-: “España se salva por Franco, el
designado por Dios. Con Franco que es España están los pueblos nobles. Estáis
vosotros, los hispanoamericanos!”
Aquí estamos. Recién comulgados,
para volvernos más temibles, según decían los rojos de los requetés. Aquí
estamos, acorralados pero no rendidos; diezmados pero no desalentados,
empobrecidos pero nunca entregados, reducidos pero dispuestos al entrevero
final. Aquí estamos, Señor. De cara al sol, con la camisa nueva. Para que de
este lado y del otro del Atlántico, vuelva pronto a reir la primavera.
Antonio Caponnetto