Cierto
es, el Liberalismo anuncia lo contrario. La lámpara, dice, brillará más, y es
entonces cuando ella atravesará las tinieblas. Desde el momento en que seamos
católicos de matices, católicos moderados, en fin, para decirlo con una sola
palabra, católicos modernos, de inmediato convertiremos al mundo. En esto,
los católicos liberales son inagotables. Esta ilusión, que acarician
tiernamente, consuela su espíritu de los desfallecimientos del corazón, y la
elocuencia que despliegan revela muy bien las violencias del apetito y la
fuerza de la pasión de Esaú por las lentejas. Desgraciadamente, el cuadro
seductor de las conquistas que la religión deberá hacer mediante el concurso
del espíritu liberal, se halla dañado por un recuerdo difícil de olvidar.
Al
comienzo del Evangelio de San Mateo, el Tentador se aproxima a Jesús retirado
en el desierto, y advirtiendo que el hambre atormenta al Divino Maestro, le
dice: “Haz que estas piedras se conviertan en pan”. Jesús le responde: “No
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Entonces el Tentador lo transporta al pináculo del Templo y le dice: “Si eres
el Hijo de Dios échate de aquí abajo, pues escrito está: Que te ha encomendado
a sus ángeles, los cuales te llevarán en sus manos, para que tu pie no
tropiece con alguna piedra”. Jesús le respondió: “También está escrito: No
tentarás al Señor tu Dios”. El Tentador hace entonces su último esfuerzo, y
entrega su secreto: transporta al Salvador a un monte muy empinado, y
mediante una visión, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria,
diciéndole: “Todas esas cosas te daré si, postrándote delante de mí me adorares”.
Jesús le respondió: “Apártate, Satanás; porque está escrito: Adorarás al Señor
Dios tuyo, y a Él solo servirás”. Con esto le dejó el diablo, y he aquí que los
ángeles se acercaron y Le servían (Mat. 4, 3-11).
El
liberalismo renueva esta escena: la Iglesia es pobre, tiene hambre; pero si la
Iglesia se hace liberal, será rica, y las piedras se convertirán en pan. Pero
el hambre que atormenta a la Iglesia, el mismo que atormentaba a Jesús, es la
caridad. La Iglesia tiene hambre por alimentar a las almas que languidecen en
el error. El pan que ella quiere distribuirles, el pan que las hará fuertes, es
la palabra salida de la boca de Dios, es la Verdad. El liberalismo le dice: Si
sois de Dios, si tenéis la palabra de Dios, ningún riesgo correréis en
abandonar el pináculo del Templo: echaos abajo, id hacia la muchedumbre que no
llega ya a vos, despojaos de aquello que en vos a ella no agrada, decidle las
palabras que le gusta escuchar, y la reconquistaréis; total, Dios está con
vos. Mas las palabras que a la muchedumbre le gusta escuchar, no son
precisamente las palabras salidas de la boca de Dios, y siempre está prohibido
tentar al Señor.
Finalmente,
el liberalismo hace su última tentativa: Yo tengo el mundo, y os daré el mundo
si. . .
Y
pone siempre la misma condición: Si
cadens adoraveris me. Descended, caed, prosternaos ante la igualdad de los
que no tienen Dios, y seguid a las gentes de bien que propondré a vuestra
conducta después que hayan jurado no franquear jamás el umbral de una casa de
oración. Entonces veréis cómo el mundo os honrará y os escuchará, y cómo Jerusalén
renaceréis más bella que nunca.
“El
rey de la nada —decía san Gregorio VII— promete llenar de presentes nuestras
manos. De esta manera, príncipes de la tierra que ni siquiera están seguros por
un día, osan hablar al Vicario de Jesucristo, y le proponen: “Nosotros os
daremos el poder, el honor, los bienes todos de la tierra, si reconocéis
nuestra supremacía, si hacéis de nosotros vuestro Dios; si, prosternándoos a
nuestros pies, nos adoráis”.
¡Cuántas
veces ha sido intentada esta seducción! A los Papas que persiguió, Federico de
Alemania les prometía un vasto progreso de la Fe; Cavour creyó engañar a Pío IX
con este espejismo; el Parlamento de Florencia, al mismo tiempo que
multiplicaba las injurias y las depredaciones, abrigaba las mismas intenciones,
mezcla de burla y estupidez. Las condiciones puestas por ellos no varían: salir
del campo de Israel, abandonar esa estéril fortaleza de Roma, hacer oídos
sordos a las enseñanzas de esta Arca santa que no omite nunca oráculos nuevos;
en fin, prosternarse, adorar al Príncipe de la Mentira y creerle sólo a él.
Louis
Veuillot. La ilusión liberal.
Editorial Nuevo Orden, Buenos Aires, 1965.