Francisco
recibe calurosamente al reconocido sacerdote
pro-sodomía
James Martin S.J.
¿Saludo
masónico, tal vez?
Viganò: Los
cardenales Cupich, Gregory y Tobin son indignos de celebrar la Misa
11/07/2021
Viriliter agite, et
confortetur cor vestrum.
Animaos y confortad
vuestro corazón.
Sal. 30,25
LifeSiteNews: ¿Qué le
parece el apoyo del papa Francisco al padre James Martin?
Monseñor Viganò: La ideología LGBT+ y la de género que ésta presupone como
postulado constituyen un peligro mortal para toda nuestra sociedad, para la familia,
la persona humana y evidentemente para la Iglesia, porque disuelven la
estructura social, las relaciones interpersonales y el concepto mismo de la
realidad biológica de los sexos, que se transforma arbitrariamente según la
variable y dudosa percepción subjetiva de la propia persona basada en el género. Muchos
no se dan cuenta del caos que acarreará no sólo en las costumbres sociales y en
las familias, sino también en lo religioso porque reconocer el movimiento LGBT
llevará irremediablemente a quienes tienen eso que llaman disforia de
género a exigir que se les acepte en parroquias y comunidades. Ejemplo
emblemático de ello sería el caso de un hombre que fuera ordenado sacerdote y
en un momento dado llegase a reconocerse como mujer: ¿tendremos que prepararnos para
la posibilidad de que un transexual o un travestido diga Misa? ¿Y cómo
reconciliar la persistente existencia del cromosoma masculino –del cual depende
indiscutiblemente el sacramento del Orden Sacerdotal– con una persona que
tiene aspecto de mujer? ¿Qué habría que pensar de una monja que creyendo ser
varón pidiera ser transferida a un convento masculino, y tal vez que hasta
se le confiriesen órdenes sagradas? Este delirio, cuyas consecuencias son
absurdas y alarmantes en el terreno de lo civil, de aplicarse al religioso
asestarían un golpe mortal al ya torturado cuerpo de la Iglesia.
Hay que tener en
cuenta las razones que han llevado a personajes como James Martin SJ a
disfrutar tanta notoriedad y visibilidad en el ámbito eclesiástico y aun en las
instituciones romanas, al punto de ser nombrado asesor del Dicasterio para las
Comunicaciones y de haber recibido hace poco una carta manuscrita de Bergoglio.
Su ostentoso compromiso en apoyo del movimiento pansexualista supone la
aprobación preventiva y acrítica de una infinita variedad de perversiones
sexuales. Esa apriorística adhesión no es el deplorable exceso de un jesuita
aislado; es el acto planificado de una vanguardia ideológica que ya ha
demostrado ser ingobernable y capaz de orientar el propio magisterio de
Bergoglio y su corte pontificia.
La ideología LGBT es
el nuevo paradigma moral de la religión mundialista de lo indefinido , y tiene
una clara matriz gnóstica y luciferina. La ausencia de dogmas revelados
sobrenaturalmente es la premisa de un superdogma posthumano en el que la Fe se
pervierte para que llegue a aceptar incondicionalmente toda clase de herejía y
depravación, la Esperanza se diluye en la absurda pretensión de una salvación
garantizada hic et nunc y la Caridad se corrompe y convierte
en una solidaridad horizontal desprovista de su razón última, que está en Dios.
El activismo del jesuita Martin prefigura el irisado apostolado de la Era
de Acuario, la religión del Anticristo y el culto a ídolos y demonios,
empezando por la asquerosa Pachamama.
Por ese motivo, la
indecente y escandalosa aprobación bergogliana de las aberrantes provocaciones
de James Martin no es sino un paso más por un camino que emprendió con su
famoso ¿Quién soy yo para juzgar?, en plena coherencia con la
línea rupturista de su pontificado. Se trata de un gesto suicida por el que los
dirigentes de la Iglesia se rinden incondicionalmente a la anticristiana
ideología del mundialismo y entregan todo el rebaño de Cristo como rehén al
Enemigo, abdicando de sus funciones pastorales y revelando lo que realmente
son: mercenarios y traidores. Asistimos escandalizados a la transición
del «argue, obsecra, increpa, insta opportune importune» –«insta a tiempo
y a destiempo, reprende, censura, exhorta con toda longanimidad y doctrina» (2
Tim. 4,2) – al «loquimini nobis placentia»– «habladnos de cosas agradables »
(Is. 30,10).
No tiene, pues, nada
de sorprendente que James Martin goce de tanto aprecio en las altas esferas
vaticanas, lo cual en virtud de los métodos vigentes desde el Concilio deja
rienda suelta a los más exaltados exponentes de las corrientes progresistas
para después adoptar la dialéctica de Hegel con la tesis de la moral natural y
católica, la antítesis de las desviaciones doctrinales y la síntesis de un nuevo
magisterio acorde con los tiempos.
Esta forma de
proceder, que a algunos podría parecerles una prudente puesta al día ante la
mentalidad secularizada de nuestros tiempos, trasluce no obstante una traición
de proporciones colosales a las enseñanzas de Cristo y la ley impresa en
el corazón del hombre por su Creador. Una licencia mayor ante el vicio,
ampliamente deseada y promovida por la anticristiana ideología dominante de
hoy, no legitima en modo alguno esta dejación por parte de la Jerarquía del mandato
que recibieron del Señor, como tampoco autoriza adulterios que apuntan
exclusivamente a aceptar el espíritu del mundo y la corrupción de las
costumbres. Al contrario, cuanto más fomenta la ideología dominante la
desaparición de los principios inmutables de la moral cristiana, más tienen los
pastores el deber de corroborar sin vacilación lo que Dios les mandó predicar.
Me parece, por tanto,
totalmente inmoral ante Dios y ante el honor de la Iglesia, un grave escándalo
para los fieles y una lamentable dejación por parte de sacerdotes y confesores
que se conceda tribuna a un jesuita que no basa el éxito personal en la debida
acción pastoral tendiente a la conversión espiritual de homosexuales en lo que
respecta a la moral, sino en la vana promesa de una alteración de la doctrina
católica que haría legítima una conducta pecaminosa y otorga dignidad de
interlocutor al movimiento LGTB. La mera utilización de este acrónimo, que
acepta que algunos se acepten mecánicamente en una concreta perversión
antinatural, pone de manifiesto la actitud servil de James Martin y sus
colaboradores a las exigencias del lobby pansexual, cosa que
la Iglesia no puede aceptar ni legitimar en modo alguno.
En todo caso, si un
amplio sector del clero está tan impaciente por que la Jerarquía apruebe las
exigencias de la ideología LGTB+, ello es claramente fruto de un condenable
conflicto de intereses y una crisis moral y disciplinar de mucho calado.
¿Es posible cambiar
las enseñanzas de la Iglesia en lo que se refiere a las uniones homosexuales,
sobre todo teniendo en cuenta que el papa Francisco ha dado públicamente su
sello de aprobación a uniones civiles que estaban condenadas por
documentos magisteriales de la Santa Sede?
Hay que dejar claro
que las conductas que contravienen el Sexto Mandamiento del Decálogo, en
particular los desórdenes sexuales que ofenden al Creador en cuanto a la
distinción natural de los sexos y la finalidad procreativa del acto sexual, no
son pasibles de actualización, ni siquiera bajo la presión de lobbies o
de leyes inicuas promulgadas por las autoridades civiles.
También es preciso
denunciar la mentalidad hedonista y pansexualista que subyace a la ideología
hoy dominante, según la cual el ejercicio de la sexualidad no está
intrínsecamente ordenado a la procreación y puede tener por única finalidad la
satisfacción descontrolada de las pasiones. Esta mentalidad repugna al
orden natural dispuesto por el Creador, en el cual el acto sexual sólo es
lícito en la unión de los esposos bendecida por el Sacramento y abierta a la
concepción. Es evidente que, teniendo en cuenta que para empezar la naturaleza
no permite la procreación entre dos hombres o entre dos mujeres, toda actividad
sexual entre personas del mismo sexo es intrínsecamente desordenada y no tiene
la menor justificación.
Las uniones
civiles no son otra cosa que la legitimación de un concubinato en el que
la pareja no asume los deberes y responsabilidades inherentes a la institución
natural del matrimonio. Si las autoridades civiles aprueban esas uniones, cometen
un abuso de autoridad, la cual les fue conferida por la Providencia dentro de
los muy precisos límites del bien común, y sin perjudicar en ningún momento la
salud de las almas por la que vela la Iglesia con autoridad maternal. Pero si
las autoridades eclesiásticas ratifican esas uniones, a la traición al mandato
recibido de Dios se añade la perversión de los fines dispuestos por el Creador.
Esto hace nula de hecho toda forma, aun implícita, de aprobación oficial de
conductas pecaminosas y escandalosas.
En EE.UU. hay muchos
obispos que firman en apoyo del lobby LGTB y
respaldan esa orientación, y otros –como el cardenal Cupich– insinúan que las
parejas homosexuales pueden recibir la Sagrada Comunión. ¿Qué les diría a los
católicos que están perplejos ante semejantes declaraciones?
El pseudomagisterio
de los últimos años, y en particular el de Amoris laetitiae en
lo referente a administración de los Sacramentos a notorios convivientes y
divorciados vueltos a casar, ha abierto una brecha en una parte del Magisterio
en la que ni siquiera después del Concilio habían logrado los novadores demoler
sistemáticamente. No tiene nada de extraño que, incluso en la tremenda gravedad
de la situación, que una vez que se administra la Comunión a quienes están en
pecado mortal, tan desafortunada decisión se haya extendido en beneficio de
quienes no están en condiciones de contraer legítimas nupcias al no ser una
pareja formada por un hombre y una mujer. Pero bien mirado, esta actitud
heterodoxa es propia también de políticos que en su labor de gobierno y su
desempeño de cara a la sociedad contravienen públicamente las enseñanzas de la
Iglesia y faltan al compromiso de coherencia que asumieron en el Bautismo y la
Confirmación. Por otro lado, los llamados católicos adultos, que
a los ojos de Dios no han hecho otra cosa que rebelarse contra su santa Ley,
son objeto de amplia aprobación por parte de obispos que son más rebeldes
todavía –como Cupich, Tobin, Gregory y sus secuaces– mientras que los pastores
fieles al ministerio que les encomendó el Señor no sólo reconocen la situación
de pecado público de esos, sino que no quieren agravarla profanando el
Santísimo Sacramento.
¿Cuál es la enseñanza
esencial e inmutable de la Iglesia con respecto a la homosexualidad?
La Iglesia, fiel a
las enseñanzas de su Cabeza, es Madre, no madrastra. No consiente a sus hijos
en las debilidades y en la inclinación al pecado; los amonesta, exhorta y
castiga con sanciones curativas a fin de dirigir a cada alma encaminándola
hacia el fin por el cual fue creada, es decir, la eterna bienaventuranza. Toda
alma es deseada y amada por Dios, y ha sido rescatada por el Redentor en la
Cruz, que derramó su Sangre por ella. Cujus una stilla salvum facere
totum mundum quit ab omni scelere. En el Adoro Te devote que
compuso el Doctor Común, una sola gota de la preciosísima Sangre de Cristo
tiene capacidad para salvar a todo el género humano de la totalidad de sus
pecados.
La enseñanza
inmutable de la Iglesia es sencilla y de una claridad diáfana, y está dirigida
al amor a Dios y al prójimo por amor a Dios. No se impone como una cruel
castración de las tendencias e inclinaciones de la persona que irracionalmente
defiende su legitimidad, sino como un desarrollo armonioso y amoroso de la
persona en dirección al único fin que puede satisfacerla plenamente y que se
corresponde con la esencia íntima de su naturaleza. El hombre ha sido creado
para amar, adorar y servir a Dios, y alcanzar de ese modo la eterna
bienaventuranza en la gloria del Paraíso.
Hacerle creer que si
satisface instintos corrompidos fruto del pecado original y sus pecados
personales puede realizarse apartado de Dios y en contra de Él es un engaño
culpable y una gravísima responsabilidad que pesa sobre quienes abusan de su
posición de pastores para confundir y despeñar a las ovejas.
Por el contrario, es
necesario hacerles ver con paciencia y una firme orientación espiritual que
todo ser humano tiene un destino sobrenatural y un camino de sufrimientos y
sacrificios que sirven para curtirlo y hacerlo digno de su premio celestial.
Sin calvario no hay resurrección, y sin combate no hay victoria. Así es con
toda alma redimida por Nuestro Señor: sea casado, célibe, sacerdote, laico,
hombre, mujer, niño o anciano. Todos participamos por igual en la batalla
contra la propia naturaleza corrompida por el pecado original; quien administra
dinero tiene que combatir la tentación del latrocinio; el casado, la de
traicionar a su esposa; quien vive en castidad, las tentaciones contra la
pureza; quien disfruta de la buena mesa, la de la gula; y quien es objeto de
público aplauso la tentación del orgullo.
Así pues, con
humildad y confianza en la Gracia de Dios, y recurriendo a la intercesión de la
bienaventurada Virgen María, toda persona a la que el Señor pone a prueba
–incluso en la dolorosa situación de la homosexualidad– tiene que comprender
que combatiendo el pecado es como se conquista un puesto en la eternidad, se
consigue que la Pasión de Cristo no fuera en vano y se hace resplandecer la
misericordia de Dios hacia sus criaturas, a las que Él ayuda en el momento de
la tentación. Pero no con la engañosa aprobación de inclinaciones al mal, sino
señalando al destino glorioso que nos aguarda a cada uno: la participación en
la Cena de las Bodas del Cordero vistiendo las vestiduras reales que nos tiene
preparadas.
Que la Gracia,
recuperada por la absolución sacramental y el alimento celestial de la Sagrada
Eucaristía, Pan de los ángeles y prenda de gloria venidera, nos asistan en esta
peregrinación en la Tierra.
+ Carlo Maria Viganò, arzobispo
3 de julio de 2021
San Ireneo, obispo y
mártir