Prefacio del arzobispo
Carlo Maria Viganó
Este magnífico y
contundente artículo del profesor Massimo Viglione es uno de los más lúcidos y
profundos comentarios al tenebroso motu proprio Traditiones custodes. Mi
intención al publicar tan valiosa intervención es ponerlo al alcance de los
fieles, sean católicos o no, para su lectura y reflexión, a fin de que cada uno
obtenga provecho de su claridad profética y valor apostólico en la
encarnizadísima guerra que todos debemos afrontar. Una guerra cuyo inevitable
desenlace será el triunfo de la Esposa de Cristo sobre las potencias desatadas
del Infierno.
El artículo del profesor
Viglione merece una amplia difusión además por mostrar el panorama general de
la estrategia y actividades simultáneas y coherentes de la iglesia profunda y
el estado profundo. En unos momentos en que la discriminación contra los no
vacunados ha sido adoptada también por la iglesia bergogliana, tenemos el
ineludible deber de resistir con la máxima determinación, alzar la voz y dar a
conocer lo que se está cocinando.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
***
El odio a la Misa de siempre, y la cuestión de la
obediencia
«Os expulsarán de las sinagogas» (Jn.16,2)
Hermenéutica de la envidia de Caín a Abel
Massimo Viglione
En estos días posteriores
a la oficialización por el motu propio de Francisco de la guerra entre las
jerarquías eclesiásticas contra la Misa de siempre se han multiplicado los
comentarios sobre el asunto. Más de uno de dichos comentarios ha puesto de
relieve el nada disimulado desprecio y al mismo tiempo la absoluta claridad de
forma y de contenido que caracteriza al motu proprio Traditionis
custodes, redactado con un estilo y formalismo más político que
teológico y espiritual.
A todos los efectos, es
una declaración de guerra. Salta a la vista la diferencia formal y de tono con
los diversos documentos en los que Pablo VI anunció, programó y llevó a cabo a
partir de 1964 su reforma litúrgica, finalmente oficializada por la
constitución apostólica Missale
Romanum del 3 de abril de 1969, con la que a todos los efectos el
Rito Romano antiguo fue sustituido (es la palabra más apropiada desde el punto
de vista de las intenciones que de los actos) por el nuevo rito en lengua
vulgar. En los documentos montinianos encontramos en repetidas ocasiones
muestras de un modo hipócrita pero evidente dolor, pesar y remordimiento
mientras –paradójicamente– ensalza la belleza y sacralidad del rito antiguo.
En resumen, es como si
Montini dijera: «Hasta nunca, querido rito de siempre, ¡pero qué bonito eras!».
Por el contrario, en el
documento bergogliano se trasluce, como muchos han observado, odio a aquel
rito. Un odio incontenible.
Naturalmente, no es
Bergoglio quien ha iniciado esta guerra, desatada por el movimiento litúrgico
modernista (o, si se prefiere, el protestantismo) sino, a nivel oficial y
operativo, el propio Pablo VI. Si se me permite la atrevida y popular metáfora,
Bergoglio sólo se ha puesto a disparar a la desesperada intentando matar
de una vez por todas a un herido de muerte que durante las décadas del
postconcilio no sólo no ha muerto sino que ha revivido arrastrando consigo a un
número incalculable de fieles en todo el mundo, con un aumento exponencial en
los últimos catorce años.
Y ahí está el quid de la
cuestión. El clero progresista y más entusiásticamente modernista ha tenido que
soportar a regañadientes el motu proprio de Benedicto XVI, pero al mismo tiempo
ha estado actuando contra la Misa de siempre por medio de la resistencia hostil
de una grandísima parte del episcopado internacional que siempre ha
desobedecido descaradamente a cuanto decreta Summorum pontificum desde
los mismos años del pontificado ratzingeriano, y más aún desde su renuncia
para acá.
La hostilidad de los
obispos ha dado lugar a que al final el deber de mantener activo el motu
proprio dependiese con harta frecuencia del valor de algunos sacerdotes que lo
celebraban de todos modos sin autorización del obispo (lo cual no era
ciertamente necesario). Pues bien, esos prelados constante y obstinadamente
desobedientes al Soberano Pontífice de la Iglesia Católica y al motu proprio de
éste, en nombre de la obediencia al Sumo Pontífice y a un motu proprio suyo
podrán ahora no sólo continuar sino intensificar su labor de censura, la guerra
que ya no es oculta sino evidente, como de hecho venía sucediendo.
Pero Francisco no se ha
limitado a disparar contra una víctima inmortal. Ha querido ir más allá,
enterrarla en vida de forma tan veloz como furtiva y monstruosa, afirmando que
el rito nuevo es lex orandi de la Iglesia Católica. De lo
cual habría que colegir que la Misa de siempre ya no sería la Lex
orandi.
Sabido es que nuestro
pontífice es un ignorante en materia de teología (que es como decir que un
médico no sabe de medicina o un herrero no sabe emplear el hierro y el fuego).
De hecho, la Lex orandi de la Iglesia no es una ley de
derecho positivo aprobada por un parlamento o dictada por un soberano que pueda
ser revocada, alterada, sustituida, mejorada o empeorada en cualquier momento.
Es más, la Lex orandi de la Iglesia no es una cosa concreta
delimitada por el tiempo y el espacio, sino el conjunto de normas teológicas y
espirituales de uso litúrgico y pastoral a lo largo de toda la historia de la
Iglesia, desde los tiempos del Evangelio –en concreto desde Pentecostés– hasta
hoy. Para que se pueda vivir obviamente en el presente, hunde sus raíces en
todo el pasado de la Iglesia. No hablamos, por tanto, de nada humano
–exclusivamente humano– que un cacique cualquiera pueda alterar a su antojo.
La Lex orandi comprende en su totalidad los veinte siglos de
historia de la Iglesia, y no hay hombres ni consenso humano que puedan alterar
este depósito veinte veces secular. No hay papa, concilio ni episcopado que
pueda cambiar el Evangelio, el Depósito de la Fe, el Magisterio universal de la
Iglesia. Y tampoco la liturgia de siempre. Y si es cierto que el rito antiguo
tiene un núcleo esencial de origen apostólico que se ha ido acrecentando
armónicamente a lo largo de los siglos, con alteraciones progresivas (hasta Pío
XII y Juan XXIII), no es menos cierto que esas alteraciones –una veces más
oportunas, otras menos, otras tal vez inapropiadas– siempre se han
estructurado no obstante en un continuum de Fe, sacralidad,
Tradición y belleza.
La reforma montiniana
pulverizó todo eso al inventarse un nuevo rito adaptado a las exigencias del
mundo moderno y transformar la sagrada liturgia católica haciéndola
antropocéntrica en vez de teocéntrica. Del Santo Sacrificio de la Cruz repetido
incruentamente mediante la acción del sacerdote se ha pasado a una asamblea de
fieles dirigida por su presidente. De instrumento de
salvación y hasta de exorcismo se ha pasado a un encuentro populista horizontal
susceptible de adaptaciones y continuos cambios autocéfalos y relativistas y
adaptaciones más o menos festivas cuyo valor se basaría en el consenso de las
masas, como si se tratara de un instrumento dirigido al público, que a pesar de
todo va disminuyendo progresivamente.
De nada sirve proseguir
por ese camino: esos son precisamente los frutos de esta subversión litúrgica
que hablan a la mente y al corazón y no mienten. Por el contrario, es
preciso aclarar las causas de ese paso de la hipocresía montiniana a la
sinceridad bergogliana.
¿Qué es lo que ha
cambiado? El clima general, que sin exagerar se ha trastornado. Montini creía
que en pocos años nadie se acordaría ya de la Misa de siempre. Y Juan Pablo II,
ante la evidencia de que no se podía matar al enemigo, se vio obligado –también
a regañadientes– a conceder un indulto (como si la sagrada
liturgia católica de siempre tuviera necesidad de algún perdón para seguir
existiendo) que (nadie lo dice) era incluso más restrictivo que este último
documento bergogliano, aunque sin el odio que caracteriza a éste último. Pero
sobre todo ha sido el imparable éxito entre el pueblo –sobre todo entre los
jóvenes– que ha tenido la Misa de siempre después del motu proprio de Benedicto
la chispa que ha hecho saltar tanto odio.
La Misa nueva ha salido
perdiendo ante la historia y ante la fuerza de los hechos. Las Iglesias se han
vaciado, cada vez hay menos fieles; las órdenes religiosas –también, y tal vez,
sobre todo, las más antiguas y gloriosas– van desapareciendo; monasterios y
conventos están abandonados, habitados por religiosos ya muy avanzados en años,
y se está a la espera de su muerte para clausurarlos; las vocaciones han
quedado en nada; se ha reducido a la mitad el número de los que marcan la
casilla de la Iglesia en la declaración de la renta, a pesar de la obsesiva,
pesada y patética publicidad solidaria con el Tercer Mundo; las vocaciones al
sacerdocio son escasas, por todas partes se ve a párrocos a cargo de tres,
cuatro y hasta cinco parroquias; las matemáticas del Concilio y de la
Misa nueva son lo menos misericordioso que pueda haber.)
Pero la quiebra es ante
todo cualitativa desde los puntos de vista teológico, espiritual y moral.
También el clero que existe y resiste es en gran medida herético o tolera la
herejía y el error en tanto que se muestra intolerante con la Tradición, no
reconociendo valor objetivo alguno al Magisterio de la Iglesia (sino a lo que
resulta agradable), y vive de la improvisación teológica y dogmática, así como
litúrgica y pastoral, basándolo todo en un relativismo doctrinal y moral
acompañado de una caterva de cháchara y lemas vacíos y desabridos; y eso
sin hablar del devastador, por no decir monstruoso, estado moral de buena
parte del clero.
Cierto es que hay
algunos movimientos que remedian un poco la situación: pero
lo hacen a base, una vez más, de relativismo doctrinal, litúrgico (guitarras,
panderetas, diversión, participación) y moral (el único
pecado es oponerse a los dictados de esta sociedad: actualmente consiste en
oponerse a la vacuna; todo lo demás está más o menos permitido). ¿Y esos movimientos
siguen siendo católicos? ¿En qué medida y cuál es su calidad? Si analizáramos
con precisión teológica y doctrinal su fidelidad, ¿cuántos aprobarían el
examen?
Enseña la Iglesia
que lex orandi, lex credendi. Y ciertamente la Lex
orandi de los diecinueve siglos anteriores al Concilio Vaticano II y
a la reforma litúrgica montiniana han creado una suerte de fe, una fe diferente
en los cincuenta años siguientes. Y un nuevo tipo de católico.
«Por sus frutos los
conoceréis» (Mt.7, 16), enseñó el Fundador de la Iglesia. Ni más ni menos. Los
frutos del fracaso total del modernismo (o, si se prefiere, para los más
atentos e inteligentes, el triunfo de los verdaderos fines del modernismo), del
Concilio y del postconcilio. ¿Dónde naufragó la propia hermenéutica de la
continuidad? Junto con la misericordina, ha desembocado en la hermenéutica del
odio.
En cambio, la Misa de
siempre es precisamente la antítesis de todo esto. Es rompedora en su
propagación, a pesar de la perpetua hostilidad y censura de los obispos; es
santificante en su perfección; es atrayente por ser expresión de la
inmutabilidad eterna, de la Iglesia de siempre, la teología, la espiritualidad,
la liturgia y la moral de siempre. Se la ama porque es divina, sagrada y
ordenada jerárquicamente; no es humana, democrática ni liberal-igualitaria.
Divina y humana a la vez, como su Fundador en el día de la Última Cena.
Y la aman sobre todo los
jóvenes, tanto los laicos como los que se sienten atraídos por el sacerdocio.
Mientras que los seminarios del nuevo rito (la lex orandi de
Bergoglio) son antros de herejía, apostasía (y mejor no hablemos de otras
cosas…), los seminarios del mundo de la Tradición están rebosantes de
vocaciones, tanto masculinas como femeninas, en una continuidad imparable.
La explicación de esta
innegable realidad se encuentra en la única Lex orandi de la
Iglesia Católica. La que es querida por Dios, y aquella a la que ningún rebelde
se puede sustraer.
Ahí está la raíz del
odio. El consenso mundial y multigeneracional en cuanto al enemigo que estaba
destinado a morir ante el fracaso de lo que tendría que haber aportado savia
nueva pero se está secando y muriendo.
Porque falta la savia
vital de la Gracia.
El odio a las muchachas
arrodilladas tocadas con velo blanco y a las madres de varios hijos cubiertas
de velo negro; a los hombres arrodillados en oración y recogimiento, quizás
desgranando las cuentas de un rosario; a los sacerdotes con sotana y fieles a
la doctrina y la espiritualidad de siempre; a las familias numerosas y serenas
ante las dificultades de nuestra sociedad; odio a la fidelidad, la seriedad y
la sed de sacralidad.
Es el odio a todo un
mundo, cada vez más numeroso, que no ha caído –ni caerá– en la trampa humanista
y mundialista del nuevo Pentecostés.
En el fondo, ese disparar a
la desesperada no es otra cosa que un nuevo homicidio de Caín, envidioso
de Abel. De hecho, en el rito nuevo se ofrece a Dios «el fruto de la tierra y
del trabajo del hombre» (Caín); en cambio, en el de siempre «hanc
immaculatam Hostiam» (el Cordero primogénito de Abel: Gén.4,2-4).
Caín vence siempre
momentáneamente gracias a la violencia, pero luego sufre sin falta el castigo a
su odio y su envidia. Abel muere brevemente, pero después vive por la eternidad
en la sequela Christi.
¿Qué pasará ahora?
La pregunta es más
interesante e inevitable de lo que parece, y lo es a varios niveles. No podemos
conocer el futuro, pero sí podemos plantear por el momento algunos
interrogantes.
¿Obedecerán todos los
obispos?
No parece que vayan a
hacerlo. Más allá de la gran mayoría, que lo harán de buena gana o porque
participan del odio de su jefe (casi todos) o por temor a su futuro personal,
pensamos que no serán pocos los que hagan frente a la ametralladora
bergogliana, como se ve que está sucediendo ya en EE.UU. y Francia (no
albergamos muchas esperanzas por los italianos, los más acobardados y
acomodados, como siempre), bien porque en principio no sean hostiles, bien por
amistad con algunas órdenes vinculadas a la Misa de siempre, bien quizá –¿es
una esperanza infundada– por un arrebato de justo orgullo por la humillación
–incluso grotesca– infligida por el documento de marras, que empieza afirmando
que la concesión de permiso es competencia de ellos, y luego limita toda
libertad de acción y sujeta a condiciones la más mínima posibilidad de elegir,
¡sino que cae en la fragrante contradicción de afirmar que en todo caso deben
dirigirse a la Santa Sede!
¿Obedecerán en efecto
ciegamente, o surgirán algunas arrugas que resquebrajen la
estructura de odio?
¿Y qué pasará en el
mundo tradicionalista?
Se va a armar una buena,
como se diría familiarmente… Podría hasta haber golpes de efecto de
proporciones históricas. Unos caerán, otros sobrevivirán, otros a lo mejor
sacarán provecho (pero cuidado con las albóndigas envenenadas de los
siervos del padre de la mentira). Confiemos en la Gracia divina para que los
fieles no sólo sigan siendo fieles, sino que aumente su número.
Todo ello será confirmado
ante todo por un aspecto que hasta ahora nadie ha señalado: el verdadero
objetivo de esta guerra contra la sagrada liturgia católica que se arrastra
desde hace varias décadas, y es además el verdadero objetivo de la
creación ex nihilo (mejor dicho, diseñado en algún antro)
del nuevo rito, es la disolución de la liturgia católica en sí, de toda forma
de Santo Sacrificio, de la propia doctrina y la Iglesia misma en la amplia
corriente mundialista de la religión universal, del Nuevo Orden Mundial.
Conceptos como la Santísima Trinidad, la Cruz, el pecado original, el Bien y el
mal entendidos en el sentido cristiano tradicional, la Encarnación, la
Resurrección y por consiguiente la Redención, los privilegios marianos y la
misma Madre de Dios Inmaculada Concepción, la Eucaristía y los Sacramentos, la
moral cristiana con sus Diez Mandamientos y la doctrina del Magisterio
universal (defensa de la vida, de la familia, de la recta sexualidad en todas
sus formas, con todas las condenas consecuentes a la locura actual), son todas
cosas que deben desaparecer en la religión universal monista futura.
Desde semejante
perspectiva, la Misa de siempre es el primer elemento que debe desaparecer, por
ser precisamente el baluarte inflexible de todo lo que se quiere hacer
desaparecer, y por ser el principal obstáculo a toda forma de ecumenismo. Con
el tiempo, ello supondrá inevitablemente una aproximación progresiva a la liturgia
sagrada de siempre por parte de las multitudes de fieles que
todavía frecuentan el rito nuevo, quizás con sacerdotes que lo celebran con
dignidad. Porque al fin y al cabo estos últimos se verán tarde o temprano en la
encrucijada de decidir entre obedecer el mal y desobedecer para ser fieles al
Bien. Tanto en la sociedad como en la Iglesia, al final la Revolución lo
arrolla todo: a la larga se termina cayendo de un lado o de otro. Y eso tendrá
como consecuencia que los buenos que ahora están confundidos terminen por
buscar la Verdad y la Gracia.
O sea, la Misa de
siempre.
Los que continúan sin
plantearse estas cuestiones y siguen a esos obispos y párrocos, sepan que si
quieren ser católicos de veras y beneficiarse verdaderamente del Cuerpo y la
Sangre del Redentor… tienen los días contados. Muy pronto se van a ver
obligados a tomar partido.
Hablemos ahora del
problema central en esta situación: ¿qué hacer ante una jerarquía que odia la
Verdad, el Bien, la Belleza y la Tradición, y que combate la única Lex
orandi verdadera para imponer otra que no agrada a Dios sino al
príncipe de este mundo y a sus secuaces inspectores (en cierta forma, sus obispos)?
Es el problema
fundamental de la obediencia, que también en el mundo de la Tradición se lleva
a cabo muchas veces un juego sucio que con frecuencia no es fruto de una
sincera búsqueda de lo mejor y de la verdad sino de guerras personales, que se
han agravado con la brecha causada por el totalitarismo sanitario y el
vacunismo.
La obediencia –y este es
un error cuyas raíces más profundas están también en la Iglesia preconciliar–
no es un fin. Es un medio de santificación. Por lo tanto, no es un valor
absoluto, sino instrumental. Es un valor positivo cuando se ordena a Dios. En
cambio, si se obedece a Satanás, a sus siervos, al error, a la apostasía, deja
de ser un bien para convertirse en participación voluntaria en el mal.
Como la paz, ni más ni
menos. La paz –diosa de la subversión actual– no es un fin, sino un instrumento
del Bien y de la justicia cuando tiene por objeto crear una sociedad buena y
justa. Si su finalidad es crear o promover una sociedad satánica, maligna,
errada y subversiva, la supuesta paz se convierte en instrumento del Infierno.
No debemos agradar a los
hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones (1 Tes.2, 4).
¡Exactamente! Por eso, quienes obedecen a los hombres sabiendo que facilita el
mal y obstaculiza el Bien, sean quienes sean, la jerarquía eclesiástica
incluida sin faltar el Papa, se hace en realidad cómplice del mal, la mentira y
el error.
Quien obedece en esas
circunstancias desobedece a Dios, porque «el siervo no es mejor que amo»
(Mt.10, 24). Judas también era parte del colegio apostólico.
De lo contrario se incurre
en hipocresía. Como si –por poner un ejemplo– un católico tradicionalista
autoerigido en juez y dispensador de la seriedad ajena criticase
abiertamente al actual pontífice por Amoris laetitia o por
este último documento pero luego, en lo que respecta a la sumisión ¡incluso
obligatoria! al vacunismo en sí y a la aceptación del empleo de líneas
celulares humanas obtenidas a partir de víctimas de abortos voluntarios
declarase para defenderse de la justa y obvia indignación general que obedece
todo lo que ha dicho el Soberano Pontífice sobre la cuestión.
La conditio sine
qua non de toda seriedad no está tanto en el tono utilizado (éste
también es un aspecto importante pero en modo alguno primordial, y desde luego
no deja de ser subjetivo), sino sobre todo en la coherencia de doctrina, ideas
e intelecto al Bien y a la Verdad en su integridad, en todo aspecto y
circunstancia. Es preciso entender si quien dirige a la Iglesia hoy en día
quiere ser siervo fiel de Dios o siervo fiel del príncipe de este mundo. En la
primera hipótesis, se le debe obediencia, y la obediencia es un medio de
santificación. En la segunda, hay que sacar conclusiones. Evidentemente dentro
del respeto a las normas codificadas de la Iglesia, de los hijos de la Iglesia
y con buena educación y tono sereno. En todo caso, siempre se debe tener en
cuenta las consecuencias: la primera preocupación tiene que ser seguir y
defender siempre la verdad, no el repugnante servilismo obsequioso y
escrupuloso, fruto podrido de un mal entendido tridentinismo. Ni el Papa ni la
jerarquía pueden utilizarse como referentes de la verdad cuando parece
conveniente dependiendo de los fines personales.
Vivimos los tiempos más
decisivos de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Todos los autores que
han ofrecido sus comentarios en los últimos días nos invitan a la oración y la
esperanza. Nosotros también lo haremos como es natural, con plena certeza de
que cuanto está pasando en estos días, y en general desde febrero de 2020, es
señal inequívoca de que se acerca el tiempo en que Dios intervendrá para salvar
a su Cuerpo Místico y a la humanidad, así como el orden que Él mismo ha dado a
la creación y a la convivencia humana, según la medida, las formas y los
momentos que Él disponga.
Recemos, esperemos,
velemos y alistémonos en el bando bueno. El enemigo nos ayuda a tomar partido:
de hecho, es siempre el mismo en todas partes.