Si el Papa, que es nuestro maestro, lo
ha dicho, ¿por qué no hemos de decirlo nosotros, que no somos más que fieles
discípulos del Papa? Si de Roma ha salido esta palabra, que vibrante y enérgica
ha resonado ya en toda Europa, ¿por qué no ha de recogerla a su vez y repetirla
la Revista Popular, que al fin no desea ser más que un eco de Roma?
Sí, Padre nuestro, oráculo de verdad y
de divinas enseñanzas, lo sabíamos ya, pero no está de sobra que otra vez nos
lo haya dicho vuestra infalible palabra. Lo sabíamos ya por la sana filosofía,
por el simple buen sentido, por las lecciones de la historia, por los
desengaños de una dolorosa experiencia; ahora lo sabemos con la certeza augusta
de la Religión. ¡El sufragio universal
es la mentira universal!
No se alarmen nuestros lectores: no
faltaremos a nuestra divisa. Nada queremos con la política. Nada aquí de lo que
se roce con lo transitorio y mudable de las instituciones humanas. Lo eterno,
lo inmortal, lo superior a toda vicisitud y a toda mudanza, eso es lo que
defendemos; sobre lo demás nos contentamos con gemir en el fondo de nuestro
humilde hogar, y orar en la presencia de Dios y en el santuario inviolable de
nuestra conciencia. Ni atacamos ni defendemos gobiernos; ni conocemos otros
amigos ni enemigos que las doctrinas contrarias a la Iglesia católica y a las
buenas costumbres. Véase si es clara y franca y despejada nuestra situación:
véase si somos, o no, libres e independientes. Sentimos no ser como los pájaros
del aire para poder cernernos como ellos en la inmensidad del espacio diáfano e
incoloro, y poder así prescindir de la tierra, hasta el punto de no tener que
hollarla siquiera con nuestros pies.
He querido repetirte aquí, lector amigo,
esta nuestra ya vieja profesión de fe, primero porque no hay cosa vieja que no
convenga recordarla de vez en cuando, y segundo, porque el asunto de que voy a
ocuparme contigo en este artículo es arriesgado y expuesto a torcidas
interpretaciones. Del sufragio universal se ha hecho arma de partido; bajo este
punto de vista ni nombrarlo nos dignaríamos. Pero el sufragio universal es hoy,
más que todo, base de un sistema filosófico en oposición a los sanos principios
de derecho y de Religión; el sufragio universal es en opinión de sus apóstoles
un criterio de verdad nuevamente descubierto, y constituye la esencia de lo que
se ha querido llamar derecho nuevo, como si el derecho fuese tal si
no es eterno. En este concepto ha tronado el Pontífice supremo contra el
sufragio universal; en este concepto vamos a ocuparnos nosotros de tan sucia
quisicosa.
¿Qué es el sufragio universal? Es el
parecer del mayor número erigido en norma de verdad y de justicia. Es el
derecho de los más contra los menos, por la sola razón de que aquellos son los
más y éstos son los menos; derecho tan brutal como el del más fuerte contra el
más débil. Expliquémonos. Es indudable que muchas veces los más pueden tener
razón sobre los menos, como es cierto que muchas veces el más fuerte puede
tener razón en su favor y no tenerla el más débil. Pero que una cosa sea
verdadera y sea buena sólo (atiende bien la palabra subrayada) sólo porque
el mayor número la crea tal, es, amigo mío, perdónenme los discípulos de tal
escuela, haber perdido completamente la cabeza. Las cosas son lo que son,
blancas o negras, verdaderas o falsas, malas o buenas, no porque así lo
resuelva una fuerza numérica, aunque ésta se eleve a la categoría de universal.
Todos los hombres juntos y aun todas las mujeres (mira si te pongo límites a la
universalidad) que declaren que una acción es justa, no la harán tal si ella es
injusta; y un solo hombre, un solo niño que en medio del universal clamoreo,
sostenga que aquello es una iniquidad, tendrá razón él solo contra todos los
nacidos y por nacer que afirmen lo contrario. Los millones de votos podrán
ahogar el suyo; el caso por desgracia no será nuevo. Sin embargo, allí estará
lo verdadero donde está la verdad, no donde está el mayor número que defiende
la mentira.
Esto es sencillo, rudimentario, hasta
trivial. Sin embargo, como las nociones más rudimentarias son hoy las más
fácilmente obscurecidas, voy a esclarecerte la presente con una comparación.
La nieve es blanca. ¿Estás muy cierto de
esto? Asegúrate bien de este dato, pues a tal punto ha llegado el escepticismo,
que hasta quizá sobre esto un día se llegue a discutir. La nieve es blanca, a
lo menos por tal se la tiene hasta el día de hoy. Ahora bien. Supón por un
momento que a la mayoría de los mortales se les antoja cualquier día declarar
que la nieve es negra; supón que no la mayoría, sino todos convienen por
unanimidad en considerar como negra la nieve; aunque todas las generaciones
afirmen sin vacilar este despropósito, ¿habrá perdido la nieve algo de su
blancura? Apliquemos el cuento. Las verdades del orden moral son tan fijas e invariables
como las del orden físico. Tan cierto es que el hurto es una injusticia, como
que la nieve es blanca, y viceversa. Pues bien. Aunque todos los hombres lleven
su extravío hasta el punto de creer y afirmar que tal o cual hurto, llámese
como se quiera, no es una iniquidad, iniquidad será, aunque digan lo contrario,
un sufragio universal y cien sufragios universales.
Históricamente tenemos comprobada esta
verdad. El Hijo de Dios muere en Jerusalén, y es el voto unánime de su pueblo
quien le conduce al suplicio. Sin embargo, el crucificado es el Justo por
excelencia, y el pueblo judío no se llamará en adelante sino el pueblo deicida.
Y saltando del Hijo de Dios a un simple mortal, hallamos a Sócrates, que es
condenado a beber la cicuta por el fallo de un tribunal y por la opinión
pública de sus conciudadanos; sin embargo, la historia ha seguido llamando a
los atenienses asesinos del más ilustre de sus filósofos. En ambos casos el
sufragio universal pudo llamarse con la palabra con que le ha llamado recientemente
Pío IX: la mentira universal.
Sin embargo, eso que el Papa ha
calificado con tan dura expresión sigue siendo para muchos hoy día la universal
solución de todos los problemas, y cuan preciosa conquista digna de la
ilustración de los pueblos modernos. A vos, católico, apostólico, romano, os
llamarán necio y mentecato porque creéis en la infalibilidad otorgada por Dios
al jefe de su Iglesia en lo relativo al magisterio supremo que ejerce en ella,
se reirán si les decís que los verdaderos cristianos creemos que Jesucristo,
fundador de su Iglesia, y alma y cabeza invisible suya, la está asistiendo
constantemente con su divina influencia para que no yerre ni permita errar a
los que siguen fielmente sus enseñanzas. Y ellos, los ilustrados, los superiores
a añejas supersticiones, los idólatras de la razón, y sólo de la razón,
empiezan por admitir como dogma filosófico la infalibilidad de las turbas (que
otro día os llamarán inconscientes), admitiendo que siempre que los más
sostienen una idea en oposición contra los menos, yerran por necesidad los
menos, y aciertan por necesidad los más. ¡Vergüenza de nuestro siglo y de
nuestros decantados progresos intelectuales!
¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira! La
filosofía, la historia, la experiencia y el sentido común enseñan todo lo
contrario. Lejos de ser una probabilidad, cuanto menos una seguridad de
acierto, el parecer del mayor número, es tal la condición del hombre corrompido
en su inteligencia y en su corazón por la culpa, que la verdad y la justicia
deben casi siempre buscarse donde están los menos, no donde están los más.
Tocante a esto la Santa Escritura ha llamado infinito el número de los necios,
y el Evangelio ha declarado escaso el número de los elegidos, y estrecho el
camino celestial, en significación de los pocos que andan por él. Y haced la
prueba tomando por teatro de vuestras observaciones así el mundo en general,
como una nación en particular, o una provincia, o una sola localidad. Los
sabios son los menos, los perfectamente honrados son los menos, los que merecen
vuestra confianza muy pocos.
Tanto es así, que una de las
dificultades que hacen heroica la verdadera probidad es que para practicarla es
indispensable oponerse casi siempre a la corriente general de las ideas y
costumbres. Si el sufragio universal no fuese la mentira universal, el papel de
hombre de bien fuera el de más fácil desempeño. Con tener muy estrecha la bolsa
y muy ancha la conciencia, como las tiene la generalidad de los mortales,
estaríamos seguros de poseer la verdadera virtud y no habría más que pedir. ¿A
qué sacrificios? ¿A qué abnegación? ¿A qué enfrenamiento de las pasiones? Vivir
como vive todo el mundo, tan holgadamente como se pueda, he aquí la mejor regla
de moral. Si lo que quiere el mayor número eso es lo justo, y lo que juzga el
mayor número eso es lo verdadero, pensemos y vivamos como el mayor número, que
cierto no serán enojosos los dogmas que nos mande creer este nuevo pontífice,
ni los preceptos que nos mande observar. ¿Qué tal?
¿Te ríes, amigo lector? Bueno es que te
rías; mejor fuera, empero, que llorases la miseria del hombre, que hace
necesaria la refutación de tan locos desatinos.