La plaga del coronavirus, cuyas consecuencias apenas hemos empezado a
paladear, nos ofrece una ocasión inmejorable para cambiar nuestra desquiciada
forma de vida. Pero, como nos enseña el Apocalipsis, los hombres se distinguen
siempre, después de sufrir una calamidad, por volver a las andadas; y esta
conducta irracional, tristemente repetida en todos los crepúsculos de la Historia,
se repetirá también ahora.
A nadie se le escapa que la plaga del coronavirus hubiese tenido un
carácter estrictamente doméstico si no hubiésemos vivido en un mundo global. El
coronavirus se lo habrían comido con patatas los chinos, cuyos gobernantes
tiránicos habrían tenido que dar explicaciones a sus súbditos, a los que llevan
diezmando de las formas más salvajes desde hace mucho tiempo. Una plaga
circunscrita a China hubiese hecho tambalear la hórrida tiranía que allí rige,
aberrante híbrido de capitalismo y comunismo; y tal vez incluso habría servido
para que el pueblo revuelto contra sus gobernantes hubiese descubierto el
origen oculto de la plaga, que a mí me apesta a escape de laboratorio. Pero,
como vivimos en un mundo globalizado, los chinos han invadido el planeta entero
de coronavirus, como hacen con todas las pacotillas, birrias, morrallas y
baratijas que fabrican. Y, al repartir los estragos del virus por todas las
naciones de la tierra, los chinos se han acogido con resignación oriental (o
sea, con fatalismo) al dictamen del refranero: «Mal de muchos, consuelo de
tontos».
También en nuestra aceptación de la globalización, como en la resignación
oriental, hay un componente aciago de fatalismo. Por fatalismo ante un progreso
ilimitado e inevitable (¡oiga, que no se le pueden poner puertas al campo!) se
impuso el globalismo como modelo indiscutido de organización social, económica
y política. Naturalmente, tal modelo de vida no era más que el ‘marco’ que la
nueva mutación del capitalismo precisaba para seguir concentrando la propiedad;
pero las masas cretinizadas acabaron encontrándole el gustillo a los nuevos
hábitos que tal ‘marco’ les imponía, resumibles en un consumo a troche y moche
de pacotillas, birrias, morrallas y baratijas. Lo que incluye tanto la compra
de productos venidos de los parajes más remotos del atlas como el consumo mismo
del atlas, mediante la expansión mastodóntica del turismo. Y así el planeta
entero se convirtió en un aquelarre de bulimia universal, que en los amos del cotarro
era bulimia de acaparadores y en las masas cretinizadas, bulimia de niño que
entra en una tienda de gominolas y quiere comérselas todas, pegándose un
atracón, como si no hubiese mañana.
Chesterton afirmaba que el capitalismo es una herejía porque, en lugar de
mirar las cosas creadas y ver que son buenas (como hizo Dios en el Génesis),
las mira y ve que son bienes. Todas las flores, todos los pájaros, todas las
puestas de sol, todos los riscos y cumbres nevadas, todas las estrellas puestas
en venta, cada una con su precio correspondiente. Y la plaga del turismo
globalista representa la estación última de esa herejía monstruosa, poniendo el
mundo entero en liquidación, para disfrute de consumidores insaciables. El memo
globalista aprovecha el fin de semana para ‘hacer una escapadita’ (en realidad
para atiborrarse de pacotillas, birrias, morrallas y baratijas) a Milán o a
Nueva York; y si el fin de semana lo puede alargar un par de días más pega un
brinco hasta Shanghái (para hacer lo mismo). El lugarcomunismo ambiental
pretende que ‘cada uno hace con su dinero lo que quiere’; pero lo cierto es que
quienes emplean su dinero en ‘hacer escapaditas’ de fin de semana a Milán o
Nueva York, amén de ser unos cosmopaletos y unos consumistas compulsivos, son
carcasas vacías, personas que necesitan buscar fuera de sí lo que no encuentran
en su interior, tal vez porque sólo encuentran estiércol. Y que, además,
quieren convertir el mundo entero en el reflejo de su alma. Trayéndose el
coronavirus para casa lo han logrado plenamente.
Si en el mundo aún restase un poco de cordura, después de la hecatombe
que el coronavirus va a causar, renegaríamos de la locura que nos llevó a
aceptar un modelo de organización social, económica y política decididamente
antihumano. Y, junto con la abolición del globalismo, nos obligaríamos –previa
firma de un ‘Protocolo de Quieto’– a quedarnos quietecitos en nuestro pueblo,
disfrutando de sus modestas bellezas, mucho mejores en cualquier caso que
las pacotillas, birrias, morrallas y baratijas que nos trajimos del
otro extremo del atlas, rebozaditas de coronavirus. Pero está escrito en el
Apocalipsis que los hombres, después de sufrir una calamidad, vuelven a las
andadas.