(Fragmento
del editorial de Le Sel de la terre n° 58, Otoño 2006)
En un
folleto titulado La Batalla preliminar (1), Jean Vaquié
(1910-1992) distingue dos batallas: la inferior y la superior. Aquí lo que
dice:
Nosotros debemos en principio combatir para
conservar las últimas posiciones que nos quedan. Es necesario de toda evidencia
y de toda necesidad, conservar nuestras capillas, nuestros monasterios,
nuestras escuelas, nuestras publicaciones, nuestras asociaciones, y más
generalmente nuestras esperanzas de salvación y la ortodoxia de nuestras
doctrinas. Estamos así implicados en una serie de combates
conservadores de pequeña amplitud a los cuales no sabríamos
sustraernos (…)
Pero por encima de eso innumerables
compromisos conservadores, una batalla más importante aún, ha comenzado por la
cual el objetivo es el cambio de poder (…) “Yo reinaré a pesar
de mis enemigos” (…) Podemos estar seguros que hoy Nuestro Señor opera
misteriosamente según su manera habitual, en vistas de extirpar el poder de la
Bestia y de instaurar su propio reino. Este misterioso combate, del cual Él es
el agente principal, constituye la batalla superior, la del
objetivo principal.
Jean
Vaquié explica a continuación la naturaleza de cada una de esas dos batallas.
En efecto, importa no confundirlas, aun cuando ellas se libran al mismo tiempo
y son realizadas por las mismas personas, porque en los dos casos la manera de
actuar es bien diferente.
A
propósito de la batalla inferior, retengamos esto:
La
batalla de cada día consiste en mantener la luz en medio de la noche.
Es
necesario que el Maestro, cuando venga, nos encuentre “velando”. Es lo que nos
pide.
A. Esta
batalla se libra sobre objetivos secundarios.
B. Ninguna
asistencia divina excepcional le está prometida.
En
cuanto a la batalla superior,
Se
propone un doble objetivo:
-la
extirpación del poder de la Bestia
-la
restauración del poder del derecho divino.
Ahora
bien, ese doble objetivo es radicalmente imposible de alcanzar por la minoría
reaccionaria actualmente subsistente, neutralizada como está por el aparato
masónico.
A. Ella
es llevada por la misma minoría sobre la cual pesa ya la batalla inferior.
B. Ella
se terminará por un milagro de resurrección.
Hay
entonces dos batallas: llevamos la primera con nuestras
propias fuerzas (ayudados por supuesto por la gracia de Dios), pero la segunda
depende de la iniciativa de Dios. En el lenguaje de Santo Tomás de Aquino, uno
diría que en el primer caso Dios nos da su gracia cooperante, en el segundo su
gracia operante.
Sin
embargo, en esta segunda batalla, no se trata de esperar sin hacer nada. Para
preparar la intervención de Dios, nosotros debemos en principio trabajar
para conservar la fe:
Dios se reserva siempre un “pequeño número”
donde Él pone la fe como en reserva. A menudo es incluso a un solo hombre que
Él la confía. Por ejemplo Moisés no tenía más que su bastón, y su fe, para
hacer salir a los Hebreos de Egipto. Del mismo modo, David no tenía más que su
honda y su fe, para vencer a Goliath. Igualmente, en tiempo de la Encarnación,
una sola familia era perfecta, la Sagrada Familia.
A
continuación,
debemos librar la “batalla preliminar”, que consiste en rezar y hacer
penitencia para obtener la intervención de Dios:
Hay que
quitar el obstáculo que impide a Dios intervenir. Y ese obstáculo, es la
insuficiencia de nuestros deseos y de nuestras oraciones.
Esta
distinción de las dos batallas permite comprender el error estratégico cometido
por aquellos que esperan obtener el cambio de poder (objetivo de la batalla
superior) por pequeños combates que nos permitirían ganar terreno poco a poco
(2) He aquí la reflexión de Jean Vaquié, que nos parece muy justa:
Venimos
de marcar la diferencia entre por una parte los objetivos secundarios, o sea el
mantenimiento de las últimas posiciones tradicionales que constituyen el asunto
de la batalla inferior, y por otra parte el objetivo principal, o sea la
extirpación del poder de la Bestia que es el asunto de la batalla superior.
Muchos
no querrán admitir esta distinción. Dirán y dicen ya: “No hay dos batallas, no
hay más que una. El cambio del poder no puede resultar más que de la sucesión
de pequeñas victorias elementales del combate día a día. Este cambio es un
asunto de largo aliento, nuestro ascenso no puede ser sino muy lento. Es
utópico dar por descontado un desenlace repentino”.
Los
jefes de grupos que razonan así van a llevar su esfuerzo principal sobre los
objetivos secundarios, allí donde nuestros adversarios los esperan,
fortalecidos por su legalidad socialista.
Nuestros
adversarios, en efecto, buscarán, como hacen de ordinario, hacernos perder
nuestra sangre fría y hacernos entrar en la violencia (o al menos en el
activismo).
Al final
de este breve análisis del texto de Jean Vaquié, podemos sacar la siguiente
conclusión:
Debemos
llevar una doble batalla: la batalla de conservación de los islotes de
cristiandad y la batalla preliminar de oración y de penitencia. Pero es
ilusorio y peligroso lanzarse a acciones de envergadura para retomar el poder
(3). Eso no podrá hacerse más que en la hora señalada por Dios.
Notas:
(1)-Aparecido
por primera vez en Lecture et Tradition, enero 1990, y reeditado
por De Rome & D’Ailleurs 156, enero 1999, después
por L’Action familiale et scolaire (2001).
(2)-Esos
pequeños combates no son sin embargo a desdeñar, porque forman parte de la
batalla de mantenimiento. Ellos permiten a veces obtener reales victorias: la
historia de la Tradición desde hace cuarenta años es la prueba. Pero la ilusión
consiste en pensar que sumando pequeñas victorias uno terminará por obtener el
cambio de poder. La batalla superior es de otra naturaleza que la batalla
inferior.
(3)-Eso
no quiere decir que los católicos no deban comprometerse en el plano político.
Mons. Lefebvre (…) recuerda ese deber siempre imperioso. Sin embargo, dadas las
circunstancias actuales los resultados serán forzosamente limitados (por
ejemplo al nivel de un municipio). El retorno al reino de Cristo-Rey a nivel
nacional e internacional no podrá hacerse sin una intervención especial del
cielo: es lo que Jean Vaquié llama la batalla superior, que coincidirá sin
dudas con el triunfo del Corazón Inmaculado de María prometido en Fátima.