miércoles, 25 de enero de 2017

"SILENCIO", DE MARTIN SCORSESE: EL SILENCIO ¿DE LOS INOCENTES?






“Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”

San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias espirituales, 307.



“Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la tablilla: —Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado a filo de espada.

El obispo Cipriano dijo:

- Gracias a Dios.

Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos decía:

- También nosotros queremos ser degollados con él”.

Acta del martirio de San Cipriano.



Es una sagaz consigna comunista la de no crear mártires”.

P. Julio Meinvielle



No hace falta leer o escuchar cada nueva entrevista, encíclica, video o documento de cualquier tipo o señal que lo transmitiere o publicitare, de parte de Francisco, para saber qué piensa, qué representa y qué es Bergoglio. Una vez conocido, uno sabe a qué atenerse, y el interés radica en qué variación o nuevo impulso dará a la tendencia ya conocida, rumbo al abismo de la apostasía ecumenista, en pos de la unión “poliédrica” del Nuevo Orden Mundial anticristiano.

Del mismo modo, uno no necesita ver la nueva película de Martin Scorsese, para saber quién es Scorsese, qué representa y para quién trabaja. ¿Qué antecedentes nos presenta este aclamado director de cine, que ahora ha estrenado su última película, “Silencio”?

En primer lugar, ha sido ampliamente conocido por los católicos debido a su escandalosa, herética y blasfema película “La última tentación de Cristo” (1988). Sobre tal película puede leerse un excelente estudio del Padre Álvaro Calderón (acá) y otro artículo referido a la misma (acá). El mismo Scorsese confesaba en una entrevista la herejía que encontraba “bella” en la novela en que basó su filme: “La belleza del libro de Kazantzakis está en que Jesús conozca todas las debilidades humanas antes de convertirse en Dios” (acá).

Scorsese admite en sus declaraciones, y da a conocer en su propia vida, que es esa clase de católicos que viven según la carne, como afirma S. Pablo (cfr. Rom 8) y “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. Tres veces divorciado, adicto al sexo, las drogas, el rock and roll, ha declarado cosas como las siguientes: “(tengo) muchas supersticiones. Me rodeo de toda una serie de rituales, detesto ciertos números, hay algunos papeles que no tiraría por nada del mundo, pero ya no pongo los pies en una iglesia, ya no hablo con los sacerdotes...”; o también “Ser católico, para mí, quiere decir sentirse culpable y frustrado. La Iglesia, que es una institución humana, había decretado que no se debía comer carne los viernes. ¡Luego, de repente, da media vuelta y decide que está permitido! Comer carne el viernes era un pecado mortal. Si tocabas una hamburguesa ese día, te morías y te ibas al infierno. ¡Te quemabas eternamente! ¡Por una hamburguesa! ¡Luego, de la noche a la mañana, ya no hay ningún problema! O piense en el divorcio. Yo lo sé: ¡Me he divorciado tres veces! ¡En otro tiempo, si te divorciabas, eras automáticamente excomulgado! ¿Se da usted cuenta? Eso quiere decir que Dios ya no te escuchará: “Te han dicho lo que quiere Dios. Tú no has obedecido. Peor para ti. No hay apelación. No podrás ser enterrado en tierra sagrada. Eres un proscrito, rechazado por Dios y por su Iglesia”. Sí, me gusta el ceremonial de la Iglesia; sí, creo que trata de promover los ideales cristianos, aunque, en realidad, nadie los haya puesto en práctica. Pero lo que yo digo es que se puede hablar directamente con Dios. No se necesita un intermediario. (...) Y por eso hay que establecer una relación directa con Dios, si existe, en lugar de sufrir todos esos obstáculos, toda esa culpabilidad, que son únicamente producto del hombre”. (acá) En una de sus primeras películas, le hacía decir a uno de sus personajes lo siguiente: “Los pecados no se redimen en la Iglesia. Se redimen en las calles, se redimen en casa. Lo demás son chorradas y tú lo sabes”, mostrando de ese modo su prescindencia de la Iglesia. En una reciente entrevista habla de su paso por un seminario católico, del cual fue expulsado al poco tiempo: “… de los 11 a los 17 tuve un gran mentor, el padre Príncipe, que influyó mucho en mi vida. Quería ser como él. Me fascinaban su compasión y su firmeza. Y sobre todo su dedicación. Sin embargo, la vocación tiene que venir de uno mismo. No vale querer ser como otro. Eso puso fin al seminario aunque no a la búsqueda. A la necesidad de redención” (acá). La periodista que lo entrevista declara que Scorsese habla todo el tiempo de redención sin que le quede claro qué quiere decir con ello. Scorsese tampoco lo sabe. Y no sólo demuestra su ignorancia religiosa, sino que debido a sus pasiones desenfrenadas, incompatibles con la ley divina, se ha asociado a los enemigos de la Iglesia, a la cual él no necesita, claro está. Así, si en “La última tentación de Cristo” el guión se lo escribió un calvinista, en Silencio” se asoció a un guionista presbiteriano. Scorsese ha devenido, de hecho, en todo un protestante que, valiéndose de la “iluminación interior”, es libre para interpretar las Escrituras como quiera, no necesita de intermediarios entre él y Dios, y no se somete a ninguna autoridad. Scorsese es de esa mayoría de bautizados católicos que jamás han podido resolver el problema religioso, para lo cual, como enseña Mons. Straubinger, uno debe ser capaz de creer que es amado como Hijo por aquel mismo Dios que contradice nuestros malos instintos.


Pero además, el oscarizado director tiene como reciente antecedente un film señalado como a todas luces gnóstico y luciferino: “Muchos desconocen que Hollywood actualmente es movido hacia ciertos intereses políticos, religiosos y sociales. Muy aparte de sus esfuerzos por "entretener" a las masas, esta es una gran herramienta de sugestión, un arma que desde hace años ha sido usada para promover la filosofía gnóstica y la aceptación del satanismo en la sociedad. Cuando millones de personas se sientan frente a una enorme pantalla por casi 120 minutos, las poderes que manejan este mundo estarán muy interesadas en lo que se ahí se proyecta. El problema es que este no es un ejemplo hipotético, realmente el público está siendo llevado a una hipnosis masiva no solo por el cine sino por diferentes medios de comunicación. "La Invención de Hugo Cabret" es un tributo a esta forma de adoctrinamiento y que a su vez nos revela los orígenes ocultistas que impulsaron su creación”. (Ver acá).

Por si fuera poco, Scorsese también dirigió una película reivindicatoria del Dalai Lama, "Kundun".

Desde luego, el escandaloso Scorsese fue recibido por el destructor Francisco en audiencia privada. Y su filme aclamado en las filas conciliares.

Habiendo por nuestra parte y allá lejos en el tiempo, visto al menos unas ocho películas de este director, conocemos perfectamente que renegó muy pronto de aquello que supuso era el catolicismo, y tras un comienzo prometedor y hasta de “outsider” en su carrera cinematográfica, los excesos y el éxito lo entregaron de lleno a un sistema implacable y arrebatador que paga muy bien las traiciones, las apostasías y el anticristianismo consecuente. El “starsystem” judeo-masónico hollywoodense lo premió por ello generosamente con sus “Oscars” y todo el oropel que los rodea.



Con todo lo dicho, resulta aún más escandaloso que su última película, “Silencio” (véase sobre la misma un muy completo informe acá), sea defendida por algunos católicos que hasta el momento aparecían como pensantes, y refractarios a todo lo que esta clase de directores y estas películas representan. Es el caso particular de Juan Manuel de Prada, que deja bien a las claras que sin las muletas de Chesterton y Castellani, no puede en absoluto caminar. Demasiado inflado (como bien se dice acá) por la “intelectualidad” católica conservadora o línea-media de habla española, con esta su aprobación de la película de Scorsese muestra que el vértigo monstruoso de la apostasía tiene un poder de atracción muy difícil de resistir. Así es como de Prada, supuesto escritor “antisistema”, “antiliberal”, “chestertoniano” y “castellaniano”, ahora escribe para el “Osservatore Romano”, órgano oficial del Vaticano, es decir, de la iglesia conciliar modernista, apostática y judaizante. Es sin dudas un gran avance pasar de jugar en el Villarreal o el Rayo Vallecano a hacerlo en el Barcelona...siempre y cuando uno no haya tenido que traicionar la esencia de aquello que uno hace. En este caso, se trata de la verdad. Veremos de qué modo esto se hace, dejando a un lado la determinación final si tal cosa obedece a torpeza, ignorancia, vileza o traición. Pero no deja de llamar la atención el Silencio de de Prada acerca de, precisamente, los antecedentes heréticos y blasfematorios de Scorsese, pues ni siquiera hace mención en su artículo a “La última tentación de Cristo”. Lejos de advertir a los lectores sobre tales errores, se pliega a los nuevos errores esparcidos por Scorsese, esta vez desde la gran tribuna vaticana. Hemos de suponer que el Vaticano paga bien, y en consecuencia se debe adoptar un discurso acorde con sus herejías y heterodoxias.

Hay quienes difunden el artículo de de Prada y hasta encuentran “razones” para, ahora sí, fiarse de Scorsese (por ej, acá), y nos preguntamos si son tan tontos como se presentan o es que hay que ser obsecuentes con el poder romano y por eso cualquier cosa vale. Porque no hay ninguna razón de peso esgrimida, y, por el contrario, como vemos en De Prada, hasta sus mismos defensores admiten la idea que se defiende en esta nueva película.

Dijimos que no hemos visto la película de Scorsese, pero sí leímos la “crítica” de de Prada, publicada en el diario vaticano, y “a confesión de parte, relevo de pruebas”. No vamos por tanto a hacer una crítica de la película, por supuesto, sino sobre la apología de la misma que hace de Prada, seguido de sus varios difusores.  De Prada aprueba la película, en cuanto “en todo momento se nos presenta la fingida apostasía de los protagonistas como un trágico acto de amor a sus feligreses” (sic). De Prada conviene en que hay una apostasía, mas para él “fingida” (la apostasía es pecado, la mentira y la simulación también). En “La última tentación…” Scorsese presentaba la traición de Judas como un acto de amor a Cristo, para que éste pudiera cumplir la Redención (era incluso el mismo Judas quien animaba a un vacilante Jesucristo a aceptar su misión redentora). En esto seguía al blasfemo Jorge Luis Borges, que escudado tras un personaje llamado Runeberg, esparcía la misma idea del protagonismo heroico de Judas, en su cuento “Tres versiones de Judas” (v.gr., “Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas”). Recordemos que Borges gozó de la aprobación de Bergoglio desde mucho antes de ser obispo, y aún hoy día sigue siendo para él una referencia de importancia en sus faenas destructoras de la fe. En “Silencio” Scorsese pareciera equiparar la crucifixión de Nuestro Señor con el “Písame” que le dice al jesuita para que “finja apostatar” y de ese modo “salvar” al resto de los cristianos de la muerte. Verdaderamente una blasfemia porque Dios no pide que hagamos el mal para obtener un bien, mucho menos la negación pública de Dios. Recordemos que Nuestro Señor dijo: “Mas a quien me negare delante de los hombres, Yo también le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos” (Mt. 10,33). Y San Pablo nos dice: “No te dejes vencer del mal, sino vence al mal con el bien” (Rom. 12, 21). La propuesta de Scorsese es vencer el mal con el mal, pero cargándole la responsabilidad a Dios, que pide violar sus propios mandamientos. Todo en favor de los hombres, para quienes la muerte de sus cuerpos es lo peor que les puede pasar. Scorsese –y sus defensores- se instalan cómodamente en la nueva teología, para la cual el pecado no ofende a Dios sino que es un mal social, por ello lo importante es la solidaridad humana.

Vamos a presentar el artículo de de Prada, intercalando nuestros comentarios al mismo (en rojo):



Un silencio muy elocuente




· En el libro de Endō y en la película de Scorsese las persecuciones anticristianas en el Japón del siglo XVII ·

11 de Enero de 2017

En 1988, Martin Scorsese leyó con admiración y sobrecogimiento Silencio, una novela del escritor católico japonés Shūsaku Endō (1923-1996) (ese mismo año estrenó “La última tentación de Cristo” ¿Nada para decir al respecto tiene de Prada?). En seguida supo que algún día tendría que hacer con ella una adaptación cinematográfica, (la novela se la dio a conocer un clérigo tras haber visto “La última tentación de Cristo”; es decir, encontró similitudes entre ambas obras y decidió que Scorsese era bueno para hacer otra película del mismo estilo) que sin embargo se dilataría durante tres décadas, por diversos problemas financieros y artísticos. Silencio se trata, en su aparente sencillez y despojamiento, de una obra extraordinariamente compleja, no exenta de similitudes con El poder y la gloria, de Graham Greene (católico de izquierda, heterodoxo, impostado y nada confiable). Publicada en 1966, se convertiría pronto en epicentro de una agitada controversia, por tratar el espinoso asunto de la persecución sufrida por los cristianos nipones desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, con hitos tan dramáticos como la expulsión de todos los misioneros (1614) o la llamada Rebelión Shimabara (1637-38), que tras ser salvajemente sofocada daría lugar al “período Sakoku”, en el que el culto cristiano fue por completo prohibido. Sobre este desgarrador telón de fondo traza Endō la peripecia de Silencio, que recrea libremente la historia del jesuita portugués Cristóvão Ferreira (1580-1650), quien llegara a ser provincial en el Japón y a sufrir terribles torturas durante la época de persecución más sangrienta, antes de apostatar y adoptar el nombre de Sawano Chuan. La figura de Ferreira se convierte –a imitación del Kurtz de Joseph Conrad-- en el corazón tenebroso de la novela de Endō, en la que se narra la odisea de dos jóvenes jesuitas, los padres Sebastião Rodrigues y Francisco Garupe, que viajan desde Macao al Japón, dispuestos a conocer la verdad sobre su superior.

Algunos detractores de Endō han juzgado que Silencio es una novela “ambigua” en términos religiosos, por postular una vivencia privada de la fe y señalar la inutilidad del martirio. Pero se trata de una lectura simplista que la propia complejidad moral y teológica de la novela desmiente (es la segunda vez que de Prada habla de la “complejidad” para envolver en tinieblas su posterior justificación de la película. Si Ud. no está de acuerdo con él es porque es un simplista y no ha advertido la complejidad de la película del herético Scorsese). La novela de Endō nos muestra el combate de la fe en circunstancias de sufrimiento extremo, allá donde la capacidad de resistencia humana se enfrenta al silencio de Dios (¿a qué se refiere con “el silencio de Dios?). Desde luego, no hallamos en ella esa moralina edulcorada que tanto gusta a cierto catolicismo emotivista, tan propenso a brindar soluciones netas y facilonas (también irreales) a las cuestiones más delicadas y desgarradoras (discurso muy del tono de Francisco, para quien la fe no ofrece ninguna clase de seguridades, y todo es ambigüedad y búsqueda permanente). Silencio es una novela que –como pedía Flannery O’Connor al artista católico—se adentra en “un territorio que es en gran medida propiedad del Enemigo” y se enfrenta al problema del Mal y del sufrimiento, mostrando sin ambages las tribulaciones de la fe en medio de una persecución crudelísima (la sentencia de O´Connor no es correcta, pues dice así: “El escritor católico tiene que mostrar la intervención de la Gracia en un territorio que es propio del diablo”. De Prada cita mal). Hay pasajes en la novela de una crudeza que nos hiela la sangre en las venas, en los que Endō nos describe los tormentos a los que fueron sometidos los mártires japoneses. Y hay pasajes de una potencia espiritual y una condensación teológica sublimes, en los que se exalta la heroicidad y la grandeza del martirio. Pero también hay en la novela un esfuerzo por comprender las flaquezas de quienes claudican por falta de valor, como el personaje a la vez bufonesco y trágico de Kichijiro, un truhán que una y otra vez niega a Cristo y delata a otros cristianos, pero una y otra vez reclama y encuentra perdón en el padre Rodrigues, a quien vuelve como un perrillo sin amo. Porque Cristo, en efecto, quiso salvar también a Judas, sabiendo que en todo Judas alienta un potencial Pedro. Así lo expresa el padre Rodrigues, en un pasaje especialmente revelador de la novela: “Cristo, en la Última Cena, le dijo a Judas: ‘Sal, ve y haz lo que tengas que hacer’. Ni aun ahora que soy sacerdote he podido captar bien el sentido de esas palabras. ¿Qué sentiría Cristo al lanzar esas palabras a la cara del hombre que le iba a vender por treinta piezas de plata? ¿Las diría con ira y con odio? ¿O serían más bien palabras nacidas del amor? Si eran palabras de ira, Cristo en ese momento estaba negando la salvación a este solo hombre entre todos los hombres del mundo. Judas habría recibido de lleno el ramalazo de la ira de Cristo y no se habría salvado; y el Señor habría abandonado a su suerte a un hombre caído para siempre en el pecado. Pero eso no podía ser. Cristo trató de salvar incluso a Judas. De no ser así, no tiene sentido que lo hiciera uno de sus discípulos”. (Si tanto el novelista como el cineasta, y como parece también el escritor español, no saben qué pensar, deberían pues ayudarse de aquellos que han sabido pensar bien, por ejemplo los comentaristas bíblicos autorizados o los Padres de la Iglesia, así resumido en un muy interesante artículo de Antonio Caponnetto:
“Señalado el traidor por su nombre, Jesús le dice: “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto”.
También estas perícopas han dado lugar a reflexiones concurrentes. Orígenes se pregunta si no eran palabras dirigidas antes al demonio, que ya había entrado en el Iscariote, que al Iscariote mismo. Puede ser. Pero San Agustín en esto, parece sacarnos más provecho con sus comentarios.
El Señor, por lo pronto, está provocando al adversario a la lucha: No te quedes quieto. Sigue cuanto antes con tu maldito propósito. Yo sé bien cuál es mío y lo cumpliré acabadamente.
El fruto de ese “hacer pronto” lo inicuo que planeaba era la misma redención, “lo que no quería se retardase ni evitarse, sino que se apresurase cuanto fuera posible”, prosigue Agustín. La prontitud pedida al felón no es para cooperar con su malicia, ni siquiera para precipitar la caída del pérfido, al que tantas veces había invitado a recapacitar. Sino teniendo en cuenta ante todo la salud de los fieles, la salvación de los leales.
Hazlo presto equivale a decir que no se teme a lo que sobrevendrá tras la traición aborrecible. El Redentor vigila, aguarda; oblativamente espera el desenlace.
Hazlo presto, comenta Straubinger, es la misma urgencia salvífica ya puesta de manifiesto cuando le dice a los suyos: “un bautismo tengo para bautizarme, ¡y cómo estoy en angustias hasta que sea cumplido!”(Lc. 12,50). (
acá)
En el comentario a Mc. 14,21, afirma Mons. Straubinger que “Judas el traidor es expresamente condenado por el Señor y entregado a la maldición. Por eso es imposible creer que su alma se haya salvado; cfr. Jn. 17,12”. No deja de llamar la atención que estos escritores y directores blasfemos se encuentren tan enternecidos por la figura de Judas (como también el fallecido Saramago y su “Evangelio de Judas”), lo cual aparece como un pretexto para, invocando la misericordia de Dios, reivindicar la figura del traidor y, ahora además, la apostasía).
Silencio nos enseña que la misericordia de Dios también comparte el sufrimiento de quienes reniegan de él; pues, como leemos en otro pasaje de la novela: “¿Quién puede asegurar que los débiles hayan sufrido menos que los fuertes?” (Desde luego, no debemos ser ni de los montanistas ni de los novacianos, ni rigoristas ni imprudentes o presuntuosos. Dios hasta el fin busca la salvación de los pecadores, pero esto no significa la aprobación del pecado o la invitación a pecar porque Dios “haría la vista gorda” de tan bonachón que es). Pero sin duda el aspecto más controvertido de la novela de Endō –y de la película de Scorsese— es la solución final que adoptan los padres Ferreira y Rodrigues, que apostatan públicamente y prosiguen su labor evangelizadora en la clandestinidad. No se trata, ni mucho menos, de una vivencia privada y comodona de la fe, sino de una dolorosa renuncia a propagar en los terrados el Evangelio, a cambio de evitar el exterminio de sus hermanos. (Las negritas son nuestras. De Prada manifiesta “una vivencia privada y comodona de la fe”, como él mismo dice. Se puede por causa de la prudencia en cierto momento renunciar a propagar públicamente la fe, en cuanto a proteger la vida para continuar la obra misionera, si las circunstancias propician la posibilidad de un mal mayor (recordemos a San Pablo huyendo oculto en un canasto, en determinadas circunstancias), pero eso no al costo de renegar de la misma fe públicamente. De Prada parece no saber que, al decir de Tertuliano, “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Parece desconocer la gloriosa historia del Cristianismo, que se ha difundido y fortalecido a través de los mártires, cuyos gloriosos ejemplos daban fuerzas para continuar el combate y lograban la conversión de los enemigos (son ejemplares las actas del martirio de San Cipriano, o de los 40 mártires de Sebaste, o la Carta a los Romanos de San Ignacio de Antioquía, por nombrar pocos ejemplos.). E incluso parece olvidar cosas que él mismo escribía no hace mucho, como en un artículo que este nuestro blog publicara (acá)., donde dice: “Una Iglesia que se desviviera por las necesidades materiales de los hombres (dándoles alimento o asilo, por ejemplo) y se despreocupara de asegurar la salvación de sus almas inmortales habría dejado de ser Iglesia, para convertirse en instrumento del mundo, que por supuesto aplaudiría a rabiar este activismo desnortado”. Acá en su reciente artículo da a entender que es más importante la salvación de las vidas mortales de las personas que la salvación de las almas.



De Prada con la cruz como adorno. También puede pisarse "de mentirillas".


 La novela de Endō, en fin, nos propone una reflexión sobre la llamada “disciplina del arcano”, que tiene un evidente fundamento evangélico: “No deis a los perros lo que es santo; no echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas y después, volviéndose, os despedacen” (Mt 7, 6) El propio San Agustín recomendaba a sus fieles que, para evitar la reacción furibunda de los paganos, ocultasen por prudencia sus creencias (una cosa es no difundir a voz en cuello las propias creencias, en determinadas circunstancias, y otra muy distinta es negar, cuando la fe está en juego, que se tienen esas creencias). Dios no quiere que rehuyamos el martirio; pero mucho menos quiere que nos arrojemos al martirio insensatamente, o que nuestra insensatez arroje al martirio a nuestros hermanos (¿Aceptar el martirio, frente al verdugo anticristiano, es una insensatez? ¿No renegar públicamente de Cristo es una insensatez? Nos gustaría que diera la fuente de San Agustín con la cita entera para poder comprender qué es lo que lleva a de Prada a relacionarlo con su defensa de la apostasía). Por supuesto, esta disciplina del arcano puede ser la coartada perfecta para los cobardes que callan y otorgan, deseosos de obtener las recompensas que ofrece el mundo, mientras los valientes son sacrificados; pero esta no es la tesis que se defiende en Silencio, donde en todo momento se nos presenta la fingida apostasía de los protagonistas como un trágico acto de amor a sus feligreses. (Las negritas son nuestras. De acuerdo con de Prada se puede amar al prójimo rechazando –fingidamente o no- en público a Dios. “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos”, Jn. 15,13. Nuestro Señor no entregó su vida para salvar nuestros cuerpos de la tribulación, sino para salvar nuestras almas del fuego eterno. Cuando van a prenderlo en el huerto, Cristo, sí, pide a los guardias que no capturen a sus Apóstoles, diciendo: “Si me buscáis a Mí, dejad ir a estos” Jn. 18,9. Pero Nuestro Señor no dijo “Yo no soy el que buscáis”. Y si salvó a los Apóstoles entonces, dice Mons. Straubinger, es porque “si los discípulos que lo abandonaron todos en ese momento de su prisión, hubiesen sido presos con El, habrían caído, tal vez, en la apostasía (recuérdense las negaciones de Pedro) y perdido su alma. Sólo cuando el Espíritu Santo confirmó la fe de los Apóstoles, dieron todos la vida por su Maestro”. Por eso El mismo ha dicho: “Acordaos de aquella sentencia mía, que os dije: No es el siervo mayor que su amo. Si me han perseguido a Mí, también os han de perseguir a vosotros” Jn. 15, 20.).
Antes de que Scorsese adaptara para la gran pantalla Silencio ya lo había hecho Masahiro Shinoda en Chinmoku (1971), una obra de grandes cualidades fílmicas que, sin embargo, desvirtúa por completo el sentido de la novela, al pretender que el padre Rodrigues, tras apostatar, se deja arrastrar por la desesperación (como se deduce de una desafortunadísima secuencia final). La versión de Scorsese, por el contrario, es escrupulosamente fiel al original, tanto en la forma como en el fondo. Para traducir en imágenes el despojamiento de la prosa de Endō, Scorsese ha renunciado casi por completo al acompañamiento musical (lo que puede hacer un tanto árida la película para el espectador medio) y elegido un tempo pausado (incluso muy pausado, para los usos frenéticos del seudocine actual), así como un recurso discutible, pero extraordinariamente eficaz, que consiste en contar la historia renunciando a truculencias y efectismos, incluso adoptando una mirada que se finge neutral y que, en algunos momentos (por ejemplo, en la secuencia de la muerte del padre Garupe) puede resultarnos fría o distanciada. No creemos que lo sea en modo alguno; y mucho menos que tal aparente frialdad pueda interpretarse como un distanciamiento respecto al sufrimiento de los mártires: la hermosísima y terrible secuencia en la que se nos muestra la lenta muerte de los cristianos que han sido crucificados a la orilla del mar, para que la marea alta los ahogue lentamente, no deja sombra duda de la postura reverencial del director. Pero, sin duda, aún resulta más admirable el escrupuloso respeto que Scorsese muestra por el argumento y las intenciones de Endō, sin hacer ninguna concesión al espíritu incrédulo de nuestra época. Así, por ejemplo, el padre Rodrigues (magníficamente interpretado por Andrew Garfield, que encarna a la perfección la mezcla de ardor religioso y fragilidad del personaje de Endō) escucha, nítida y resonantemente, la voz de Cristo (no la voz de su conciencia) cuando finalmente decide pisar el fumie que se le ofrece, para salvar la vida de otros cristianos: “Písame… Yo he venido al mundo para que vosotros me piséis, he cargado con la cruz para compartir vuestro dolor”. (Si en “La Pasión de Cristo” vemos una bella escena donde Jesucristo pisa la cabeza de la serpiente (y Nuestra Señora es presentada siempre como la que pisa a la serpiente), en este caso se propone lo contrario: es a Cristo a quien debemos pisar. Nuevamente además se invierte el sentido del Sacrificio redentor: la negación de Cristo trae aparejado un bien. Así, por otra parte, si como se postula se puede y es meritorio negar a Cristo frente a las torturas o amenazas de muerte, con mucha más razón se puede negarlo y sólo confesarlo en la vida privada en las situaciones de normalidad, porque así se evitarán problemas y disturbios hacia los cristianos. Con esto se acaba el Reinado social de Cristo. Además, Cristo no le dijo a Judas: “Traicióname, entrégame a los judíos”. Dios nos pide nuestro amor, y nos lo dice explícitamente en el primer mandamiento. Como enseña Santo Tomás: “La apostasía de la fe aparta totalmente al hombre de Dios, cosa que no acontece con ningún otro pecado” (ST – P. II-IIae – Q. 12, 2). Por otra parte, sabiendo que en el grado 29 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado de la masonería se obliga a pisar un crucifijo, cabría preguntarse si Scorsese pertenece a ese grado, cfr. acá)
Scorsese, en fin, refleja fidelísimamente la intención de Endō en el tramo final de la película, donde la voz narradora (que hasta entonces ha monopolizado el padre Rodrigues) adopta en la novela un tono notarial y algo críptico, para insinuarnos que el protagonista ha seguido evangelizando en secreto a los vigilantes que se encargan de su custodia. (La historia verdadera nos muestra que ocurrió otra cosa. Ver acá) Scorsese añade explicitud a lo que Endō apenas insinúa: nos permite ver sin ambages cómo Ferreira hace la vista gorda ante la introducción en el Japón de objetos cuya significación católica pasa inadvertida a las autoridades; nos permite ver sin ambigüedades cómo Rodrigues escucha en confesión a Kichijiro, su delator, y le perdona los pecados; y, en fin, nos brinda un arrebatador plano final que –naturalmente—no desvelaremos, en el que se nos confirma del modo más elocuente que Cristo nunca ha abandonado al protagonista, y que el protagonista no ha cesado de predicar el Evangelio entre las personas que lo han acompañado. (Volvemos a decir que la negación pública –fingida o no- de Dios es un equivalente de la traición de Judas, en la película “La última tentación de Cristo”, puesto que si acá Dios pide a un hombre que apostate, ¿por qué no pudo pedirle a otro que traicione, con “buenos fines”? En este caso el protagonista se justifica porque “Cristo mismo se lo manda”, pero eso es un recurso barato del novelista. Alguien puede objetar que Dios ha pedido a los hombres, v.gr. en el Antiguo Testamento, cosas fuera de lo común o sencillamente “malas”. Pero debido a que Dios es la fuente única de todo bien, explica Mons. Straubinger que “todo cuanto El manda o pudiese mandar, por más sorprendente que fuese para nuestro modo de ver (cfr. Is. 65,8 ss.), siempre sería santísimo, sólo por ser voluntad suya. Así el sacrificio de Abrahán, el despojo del oro egipcio por Israel, el homicidio de Finées, la matanza de los amalecitas, el odio de David contra los enemigos de Dios, y tantas otras cosas de la Biblia, sólo escandalizan a las almas de poca fe, porque no han comprendido que el bien está en que Dios haga cuanto quiere. ¡Ay de quien quiera ponerle reglas a El!” (Coment. a Sal. 113,3). ¿Puede entrar el pedido de apostasía de Dios hacia un hombre, en esta serie de acciones mencionadas? No, en absoluto, pues Dios se ama a sí mismo, y no puede preferir otra cosa al Bien supremo que es El mismo. De allí que si todos los hechos mencionados por Mons. Straubinger, tienden a su gloria, de ningún modo la negación de Sí mismo lo glorifica. Nuestro Señor nos enseñó no a negar a Dios, sino a negarnos a nosotros mismos. Los hechos narrados en el Antiguo Testamento no son pecados, pues Dios no puede pedir lo que va de suyo contra Sí mismo, siendo Él el supremo Bien. La apostasía es siempre un pecado, por más que se la disfrace de acto de amor a Dios o al prójimo.
Silencio es la elocuente película de un artista descomunal (en verdad, Scorsese es un muy mal artista. De Prada es, como dijo alguien que lo conoce bien, un “cinéfago” que consume dos o tres películas por día, de manera tal que no le puede quedar tiempo para instruirse convenientemente, ni siquiera acerca del cine. De Prada, v.gr., se confiesa  admirador del blasfemo Scorsese y del “espiritual” Malick, preferido de los snobs, ver por ej. acáacá) y un católico que, como Flannery O’Connor, no vacila en adentrarse en territorio enemigo para medirse con los demonios que asaltan a dentelladas la fe (frase rimbombante, pero en verdad hueca. ¿Vence a los demonios pisando el crucifijo?). Y, adentrándose en ese territorio, logra remover nuestra fe fofa o mortecina (en fin…) y nos permite escuchar la voz amorosa de Cristo, resonando como un hosanna eterno en nuestro interior (¡!), compartiendo nuestro dolor y perdonando a cada instante nuestras flaquezas y desfallecimientos (¿sin arrepentimiento de nuestra parte?).

Juan Manuel de Prada


De Prada editó en España dos libros con textos del Padre Castellani (sin dudas lo mejor que hizo en su vida intelectual), uno de los cuales tituló “Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI”. Sin embargo, parece que al mismo de Prada le está costando mucho sobrevivir, si no económicamente –al contrario- sí intelectualmente, a este siglo, sin haber asumido bien las enseñanzas vertidas en los excelentes textos de Castellani por él difundidos.

Creemos que tanto la película como el artículo de de Prada resultan muy convenientes para la actual falsa misericordia impulsada por Francisco. La impunidad de los herejes, sacrílegos y apóstatas es apabullante. La mediocridad del católico medio, que esta clase de películas viene a fomentar, permite que las tinieblas avancen cada vez más. La confusión, el error, la apostasía, el repliegue y cansancio de los buenos, permiten que el mal se agigante. Ya decía el papa León XIII, que “la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos”. Y si esas tinieblas son tan espesas, se debe también a que, al decir de Ernest Hello, “las tinieblas que nos rodean son particularmente profundas porque la humanidad ha dejado morir este fuego sagrado que es el odio al mal”.

Hay silencios que no son nada inocentes, sino que más bien son contra el Verbo. Por eso no debemos callar. Y debemos recordar estas alentadoras cuanto ciertas palabras de Louis Veuillot: “Para obtener la victoria no necesita la verdad más que un pequeño número de corazones firmes que no renieguen de ella y que sepan confesarla cuando la ocasión se presente”.


Ignacio Kilmot