viernes, 13 de enero de 2017

CATOLICISMO LIBERAL






FUENTE
 (extracto)

Cuando se lee la obra titánica del P. Felix Sarda y Salvany El Liberalismo es Pecado, de 1886, la conclusión sólo puede ser que la FSSPX ha abrazado segura y lentamente la mentalidad liberal católica. 

En el Capítulo 31 [37 en la versión en español], “Una Ilusión de los católicos liberales”, el P. Salvany advierte de las muchas tentaciones que el liberalismo presenta a los no liberales, siendo una de las más seductoras, la idea de que la victoria depende del número de personas que tenga uno a su lado. 

Las palabras del P. Salvany (transcritas abajo en su totalidad) son directamente aplicables a la situación en que la FSSPX se encuentra en la actualidad. 

Actualmente, obispos como Atanasius Schneider creen que una vez que la Fraternidad sea “regularizada”, se podrá “unir fuerzas” con otros “dentro” de la Iglesia, y de este modo permitir que comience finalmente el duro trabajo de reconstruir la Iglesia de Cristo. 

Como un virus, este argumento se ha alojado en las mentes de muchos fieles y sacerdotes de la Fraternidad. Frecuentemente se manifiesta de la siguiente manera: “La Fraternidad tiene aliados en la Iglesia. Ellos nos dicen que necesitan ayuda. ¿Cómo podemos sentarnos sin hacer mientras hay almas en necesidad? ¡Debemos unirnos con ellos! 

Discutiremos más acerca de los efectos psicológicos de la “regularización” que puede tener la Fraternidad en una entrada futura. Por ahora, presentamos la sabiduría del P. Salvany:

Es este, como hemos dicho antes, el sueño dorado, la eterna ilusión de muchos de nuestros hermanos. Creen éstos que lo que le importa principalmente a la verdad es sean muchos sus defensores y amigos. Número paréceles sinónimo de fuerza: para ellos sumar, aunque sean cantidades heterogéneas, es siempre multiplicar la acción, así como restar es siempre disminuirla. Vamos a esclarecer un poco más este punto, y a emitir algunas últimas observaciones sobre esta ya agotada materia.

La verdadera fuerza y poder de todas las cosas, así en lo físico como en lo moral, está más en la intensidad de ellas que en su extensión. Mayor volumen de igual intensa materia es claro que da mayor fuerza; más no por el aumento de volumen, sino por el aumento o suma mayor de intensidades. Es regla, pues, de buena mecánica procurar aumento en la extensión y número de las fuerzas, más a condición de que con esto resulten verdaderamente aumentadas las intensidades. Contentarse con el aumento, sin detenerse a examinar el valor de lo aumentado, es no solamente acumular fuerzas ficticias, sí que exponerse, como hemos indicado, a que con ellas salgan paralizadas en su acción hasta las verdaderas, si algunas hubiere.

Es lo que pasa en nuestro caso, y que nos costará poquísimo demostrar. La verdad tiene una fuerza propia que comunica a sus amigos y defensores. No son éstos los que se la dan a ella; es ella quien a ellos se la presta. Mas a condición de que sea ella realmente la defendida. Donde el defensor, so capa de defender mejor la verdad, empieza por mutilarla y encogerla o atenuarla a su antojo, no es ya tal verdad lo que defiende, sino una invención suya, criatura humana de más o menos buen parecer, pero que nada tiene que ver con aquella otra hija del cielo.

Esto sucede hoy día a muchos hermanos nuestros, víctimas (algunos inconscientes) del maldito resabio liberal. Creen con cierta buena fe defender y propagar el Catolicismo; pero a fuerza de acomodarlo a su estrechez de miras y a su poquedad de ánimo, para hacerlo (dicen) más aceptable al enemigo a quien desean convencer, no reparan que no defienden ya el Catolicismo, sino una cierta cosa particular suya, que ellos llaman buenamente así, como pudieran llamarla con otro nombre. Pobres ilusos que, al empezar el combate, y para mejor ganarse al enemigo, han empezado por mojar la pólvora y por quitarle el filo y la punta a la espada, sin advertir que espada sin punta y sin filo no es espada, sino hierro viejo, y que la pólvora con agua no lanzará el proyectil. Sus periódicos, libros y discursos, barnizados de   catolicismo, pero sin el espíritu y vida de él, son en el combate de la propaganda lo que la espada de Bernardo y la carabina de Ambrosio, que tan famosas ha hecho por ahí el modismo popular para representar toda clase de armas que no pinchan ni cortan.

¡Ah! no, no, amigos míos; preferible es a un ejército de esos una sola compañía, un solo pelotón de bien armados soldados que sepan bien lo que defienden y contra quién lo defienden y con qué verdaderas armas lo deben defender.

Denos Dios de esos, que son los que han hecho siempre y han de hacer en adelante algo por la gloria de su Nombre, y quédese el diablo con los otros, que como verdadero desecho se los regalamos.

Lo cual sube de punto si se considera que no sólo es inútil para el buen combate cristiano tal haz de falsos auxiliares, sino que es embarazosa y casi siempre favorable al enemigo. Asociación católica que debe andar con esos lastres, lleva en si lo suficiente para que no pueda hacer con libertad movimiento alguno. Ellos matarán a la postre con su inercia toda viril energía; ellos apocarán a los más magnánimos y reblandecerán a los más vigorosos; ellos tendrán en zozobra al corazón fiel, temeroso siempre, y con razón, de tales huéspedes, que son bajo cierto punto de vista amigos de sus enemigos. Y, ¿no será triste que, en vez de tener tal asociación un solo enemigo franco y bien definido a quien combatir, haya de gastar parte de su propio caudal de fuerzas en combatir, o por lo menos en tener a raya, a enemigos intestinos que destrozan o perturban por lo menos su propio seno? Bien lo ha dicho La Civiltá Cattolica en unos famosos artículos: "Sin esa precaución, dice, correrían peligro certísimo no solamente de convertirse tales asociaciones (las católicas) en campo de escandalosas discordias, mas también de degenerar en breve de los sanos principios, con grave ruina propia y gravísimo daño de la Religión."

Por lo cual concluiremos nosotros este capítulo trasladando aquí aquellas otras tan terminantes y decisivas palabras del mismo periódico, que para todo espíritu católico deben ser de grandísima, por no decir de inapelable autoridad. Son las siguientes: "Con sabio acuerdo las asociaciones católicas de ninguna cosa anduvieron tan solicitas como de excluir de su seno, no sólo a todo aquel que profesase abiertamente las máximas del liberalismo, si que a aquellos que, forjándose la ilusión de poder conciliar el Liberalismo con el Catolicismo, son conocidos con el nombre de católicos liberales".