sábado, 17 de octubre de 2015

EL ARTE DE DECIDIRSE BIEN – JOSEF PIEPER



La más elevada en rango entre las cuatro virtudes cardinales es la prudencia. He aquí una idea poco familiar para nosotros, si es que nos dice algo. A este respecto aún no me he explicado con todo detalle. La prudencia, estrictamente considerada, no se sitúa al nivel que la justicia, fortaleza y templanza; no es ni la mayor ni la más bella de cuatro hermanas, sino la madre — por seguir con la misma imagen — de las virtudes: genitrix virtutum, como la llama Tomás. Esto significa, hablando ya sin metáforas, que sólo puede haber justicia, fortaleza y templanza en razón de la prudencia. La prudencia es la condición previa de la bondad moral (bonitas). De nuevo nos topamos aquí con el uso común del lenguaje, que a menudo no traza una neta línea divisoria entre el prudente y el que se despabila o da maña precisamente para eludir esa bondad («¿Crees que va a dar la cara por su idea? ¡Para eso es demasiado listo!, ¡demasiado prudente!»). Pero dejemos de momento a un lado este aspecto lingüístico y abordemos la cuestión que nos interesa: ¿qué quiere darnos a entender la antigua doctrina de la vida cuando afirma que, siempre y por necesidad, el hombre es a la vez bueno y prudente; mejor aún, primero prudente y luego, en razón de su prudencia, bueno? La respuesta es algo no muy alejado de nuestra manera habitual de pensar y hablar: Para obrar el bien se requiere un conocimiento previo de la realidad; el que no sabe cómo son y están las cosas es absolutamente incapaz de hacer el bien in concreto. En este caso, por ejemplo, no basta la «buena intención» sin más, el querer ser justo. La expresión tantas veces repetida, «ver las cosas como son», no debe tomarse a broma; se trata de una elevadísima exigencia y una empresa que entraña múltiples riesgos. Goethe nos brinda esta sentencia: «En el hacer y actuar, lo que ante todo importa es captar perfectamente los objetos y tratarlos conforme a su naturaleza”.

Muy bien dicho, pero tales objetos no son meras entidades neutras que se ofrecen a la pura «contemplación», sino cosas que delimitan e integran una situación decisoria; son, en el sentido más enérgico, lo concreto, que cambia constantemente y pone nuestro interés en juego, aunque de modo muy indirecto. Lo que aquí se nos pide es reducir ese interés al silencio, como requisito para oír y percibir algo. Todo el mundo sabe esto, ya se trate de reconstruir un accidente de tráfico o, con motivo de un conflicto, ponerse en grado de emitir un juicio justo. Cuando una de las partes interesadas no acierta a ver los acontecimientos tal y como se han desarrollado de hecho, no hay esperanza alguna de arreglar el asunto, ya que no se cumple la primera condición necesaria para poder continuar. Este primer requisito — de toda decisión moral — consiste en ver y considerar la realidad. Cierto que el ver no constituye sino la mitad de la prudencia; la otra mitad es «traducir» ese conocimiento de la realidad en el decidir y obrar. Podría decirse que la prudencia es el arte de decidirse bien, o sea correcta y objetivamente, ya tenga esto relación con la justicia, fortaleza o templanza. Mas ¿no se le pide aquí demasiado al hombre normal y corriente? Daremos a esta objeción una doble respuesta. En primer lugar (aunque en definitiva siempre es uno solo, la persona moral, quien autoriza la decisión y debe asumirla, no pudiendo desligarse de tal responsabilidad), el conocimiento de la realidad es por naturaleza una tarea que ha de acometerse solidariamente; en esta empresa, cada uno necesita de los demás. Por eso los antiguos han estimado siempre que la instrucción, es decir, el aceptar ser informado de algo, forma parte integrante de la virtud de la prudencia. Pero, claro está, esa disposición a dejarse instruir, que al fin y al cabo incumbe únicamente a la persona moral en lo que toca a la decisión, no debe ser traicionada ni burlada; mirándolo desde otro ángulo, se hace aquí patente el significado de la presencia pública de la verdad y también, en el aspecto negativo, su encubrimiento público (por ejemplo mediante la manipulación publicista del idioma o su abuso en los medios de comunicación social), tanto para la colectividad como para el que ha de tomar la decisión.

La segunda faceta de mi respuesta (a la pregunta de si, al exigírsele al hombre medio ser «prudente», no se le pide demasiado) es la siguiente: por prudente o «sabio» no se entiende aquí «docto», ni instruido en la acepción ordinaria de esta palabra. Se requiere, con todo, cierta especie de «sabiduría», que por otra parte es accesible a cualquiera. Se trata de aquella objetividad desinteresada de la que habla un retruécano latino muy traído y llevado en Europa durante siglos, hasta el punto de convertirse en tópico: Cui sapiunt omnia prout sunt, hic est vere sapiens, «Al que le saben todas las cosas como son, ése es el verdadero sabio».”


Pieper, Josef: Antología, Herder, Barcelona, 1984, 61-64.