Por
Joseph Lémann
Desde
el principio, la Revolución se hizo venenosa, pero
con arte, con hablilidad; ella recuerda y sobrepasa las maquinaciones de Agripina y Locusta.
Vayamos
un instante a la Roma pagana: Locusta es una famosa envenenadora de los tiempos de los Césares. Ella
primero debe asesinar al emperador Claudio por
órdenes de Agripina. Ella es
llamada al consejo; le piden que ponga ingenio a su destreza. Un veneno
demasiado rápido pondría de manifiesto el asesinato de Claudio; un veneno
demasiado lento le daría tiempo de reconocerse y de restablecer los derechos de
Britanicus, su hijo. Locusta comprende, y encuentra
lo buscado con un veneno que trastornará la razón y extinguirá
lentamente la vida. Un
eunuco hace tomar al infortunado César el veneno en una seta, la cual saborea
con delicias: ¡Muere embrutecido!
Un año
después, Locusta libera a Nerón de Britanicus que lo molestaba. Esta vez, él no pide
un veneno lento, tímido, secreto, como el que hizo con tanto refinamiento para
Claudio; sino un veneno activo, rápido, fulminante. Britanicus cae muerto en la
mesa imperial.
Locusta
tuvo alumnos, Nerón le permitió formar a sus discípulos en una escuela de envenenamiento. La
historia, en efecto, y la pintura, la representan probando sus venenos en
esclavos desgraciados, unos retorciéndose a sus pies, y los otros
convirtiéndose en locos.
Regresemos
a nuestra época.
¿Quién
hubiera podido pensar que Locusta fuera sobrepasada? La Revolución se ha
encargado de este siniestro progreso.
En
efecto, desde la aparición del cristianismo en el mundo, todo ha tomado una
forma más elevada, más espiritualizada, incluso el mal, incluso el
envenenamiento. Se envenena a
los espíritus y a la moral como
antes se envenenaba el cuerpo: ¡con ingenio! ¿No decimos en los siglos
cristianos, el veneno de la herejía, el veneno del error? La sombra de Locusta
sin duda ya rondaba los conciliábulos del maniqueísmo, del arrianismo, del
calvinismo, del voltairenismo; pero en 1789 la Revolución, inspirándose en la
envenenadora y ávida de sobrepasarla, imaginará en el orden intelectual y
social un veneno que trastornará
la razón y extinguirá lentamente la vida en los pueblos cristianos: ¿qué es lo
que ella imaginó?
El
liberalismo
En
efecto, para llegar a trastornar la razón en un pueblo como el de Francia y
llegar a extinguir lentamente su vida, es necesario un brebaje que sea a la vez veneno, poción, narcótico:
— el veneno mata;
— la poción embriaga;
— la poción embriaga;
— el narcótico adormece.
Todos
estos efectos reunidos son necesarios para lograr acabar con la robusta
constitución de una nación cristiana.
Se
trata de matar en ella las ideas cristianas; al mismo
tiempo embriagar las
almas generosas; y al mismo tiempo adormecer
a la gente honesta: Todo esto, al mismo tiempo. El liberalismo será esta
mezcla hábil, este terrible brebaje. Si se le descompone, encontramos allí los
tres elementos, veneno, poción, narcótico.
·
El
veneno primero:
así como encontramos, en los campos, plantas venenosas, encontramos también, en
el orden intelectual, malas doctrinas, opiniones perniciosas. Se puede decir
que la Iglesia siempre las ha extirpado, pero ellas reaparecen con la facilidad
y la tenacidad de las malas hierbas: por ejemplo, la negación del pecado original,
también la omnipotencia de la
razón a la cual todo se debe
someter, la suficiencia de las
fuerzas humanas para hacer su
camino y la suficiencia de las fuerzas sociales para conducir a los pueblos.
Producciones venenosas de todos los siglos, el filosofismo del siglo XVIII las
hizo resurgir y las propagó. La Revolución sólo tendrá que agacharse para
recogerlas. Ellas formarán el primer elemento de su terrible brebaje.
·
Además
del veneno, la poción: Hay, en el tesoro de las lenguas
humanas, palabras que tienen el poder de arrebatar, de embriagar, de apasionar,
estas son: las palabras mágicas de libertad, de fraternidad, de igualdad. El
Evangelio habiendo purificado estas palabras, las explicó y, poniéndoles un
fermento divino, las agrandó tanto que ellas expresaron ideas nuevas. Durante
mucho tiempo permanecieron apegadas al Evangelio, penetraron y trabajaron el
mundo de una manera tan segura y saludable como eran dulces, ponderadas,
respetuosas. Pero he aquí que en el siglo XVIII el filosofismo se apoderó de
estas palabras. Inmediatamente perdieron su fermento divino y se convirtieron en poción. La Asamblea nacional, en la
célebre noche del 4 de agosto
de 1789 [abolición del régimen feudal. N. del blog], que
será una embriaguez sin precedentes en la historia de los pueblos,
experimentará esta poción. Entran entonces como segundo elemento en el brebaje
encantador y funesto que prepara la Revolución.
·
El
narcótico, finalmente, se
encuentra como el tercer elemento. Entre todos los sentimientos de los cuales
el corazón del hombre ha sido dotado, hay uno que se distingue por su gran
nobleza cuando la verdad es su guía, pero que se convierte en un peligro
extremo cuando se inspira sólo en sí mismo: es el sentimiento de tolerancia, de
indulgencia. En efecto,
cuando ella toma por guía la verdad, la tolerancia se traduce en compasión por
las personas, pero se rehúsa a reconocer los errores: compasión por la persona, reprobación del error, tal es la expresión
de la tolerancia católica. Al contrario, cuando sólo se inspira
en sí misma, la tolerancia, extraviándose en la blandura de las creencias o en
una sensibilidad falsa y exagerada, se convierte en indulgencia por los errores
al igual que por las personas, y excusa todo sin consideración: actos de debilidad y doctrinas culpables.
La
Iglesia siempre unió cuidadosamente este sentimiento a la verdad. El filosofismo del siglo XVIII lo separa. Es entonces que en la
sociedad toman la forma de máximas como estas:
“La tolerancia es madre de la paz” – “Sólo la tolerancia ha podido contener la sangre que brotaba de un lado a otro de
Europa” – “Si Dios lo hubiera querido, todos los hombres
tendrían la misma religión,
así como ellos tienen el mismo instinto moral. Seamos entonces tolerantes”. Este sistema de tolerancia alentado y propagado, será el
opio, el narcótico que necesita la Revolución. Ella se servirá de él para dormir
todas las querellas religiosas e incluso, si fuese posible, las mismas
religiones. Una multitud de gente honesta, de gente buena, no pedirán más que aletargarse, dormitar y permanecer
neutras, a pesar de la severidad de la teología. ¡Tercer elemento del
brebaje revolucionario!
Y así:
·
Omnipotencia
de la razón o tribunal al cual todo debe someterse;
suficiencia de las fuerzas
humanas para hacer su camino,
y suficiencia de las fuerzas sociales para conducir los pueblos (veneno).
·
Grandes
palabras de libertad, igualdad y fraternidad (poción).
·
Sentimiento
de tolerancia recíproco no solamente para las
personas, sino para las doctrinas (narcótico).
Este es
el pérfido brebaje que, como en tiempos de Locusta, debe trastornar la razón y
extinguir lentamente la vida. Unos serán embriagados, otros adormecidos, y un
gran número serán muertos a la larga. Esta mixtura recibirá, más tarde, su
nombre característico: el liberalismo.
Extracto de Les Juifs dans la Révolution
française, Joseph Lémann (1836-1915), Paris, 1889. [José Lémann y su hermano Agustín fueron
sacerdotes católicos. Siendo judíos, se convirtieron en 1854. Escribieron unas
150 libros. N. del blog]