CARIDAD:
Dice
el Señor: “Aprended lo que significa: misericordia quiero y no sacrificio”
(Mat. 9,13; Os. 6,6). Hemos de ejercer en primer lugar la virtud de la caridad,
la cual es el fundamento de la moral; después podemos hacer sacrificios
voluntarios. Tal es el sentido de lo que la Escritura llama sacrificio de
justicia (S. 4,6), o sea que la mejor ofrenda es cumplir bien la que está
mandada, en vez de inventar otras y luego fallar en lo necesario (véase 20, 14
y nota).
(Coment.
a Prov. XXI, 3).
CASTIGO:
Que
Dios manda pruebas medicinales con el fin de castigarnos o corregirnos, es cosa
hermosamente explicada por San Pablo en el capítulo XII de la Epístola a los Hebreos,
donde nos dice, lleno de caritativa suavidad: "Porque el Señor al que
ama le castiga y a cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota. Aguantad,
pues, firmes la corrección. Dios se porta con vosotros como con hijos. Porque,
¿cuál es el hijo a quien su padre no corrige? Pero si estáis fuera de la
corrección de que todos han sido participantes, bien se ve que sois bastardos y
no hijos. Por otra parte, si tuvimos a nuestros padres carnales que nos
corrigieran, y a quienes respetábamos, ¿no es mucho más justo que obedezcamos
al Padre de los espíritus, para alcanzar la vida? Y a la verdad, aquéllos por
pocos días nos castigaban a su arbitrio; pero Éste nos amaestra en lo que sirve
para hacernos santos. Es indudable que toda corrección, por de pronto, parece
que no trae gozo, sino pena; mas después producirá en los que son labrados por
ella, fruto apacibilísimo de justicia. Por tanto, volved a levantar vuestras
manos caídas, y fortificad vuestras rodillas debilitadas, marchad por el recto
camino, a fin de que nadie por andar claudicando se descamine, sino antes bien sea
sanado" (Hebreos 12, 6-13).
Ya
los Profetas y sabios del Antiguo Testamento, enseñaban que Dios aborrece al pecado
pero no al pecador y que su amor paternal, está siempre encaminado a corregirlo.
"¿Acaso
quiero Yo la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no antes bien que se convierta
de su mal proceder y viva?" (Ez. 18, 23).
La
misma idea expresa el Libro de la Sabiduría: "A los que andan perdidos, Tú
los castigas, poco a poco; y los amonestas y les hablas de las faltas que
cometen, para que, dejada la malicia, crean en ti" (Sab. 12, 2).
He
aquí todo un sistema de pedagogía divina: Castiga, amonesta, habla con ternura y
suavidad para que el pecador no se pierda. Al castigarnos obra Dios como un
médico. Dice San Juan Crisóstomo: "El médico merece alabanza, no sólo
cuando receta al enfermo la permanencia en deliciosos jardines, tibios baños,
frescas aguas y exquisitos manjares, sino también cuando le hace pasar hambre y
sed, lo recluye en su aposento, lo tiene sujeto en la cama y aun le priva de la
luz del sol, mandando cerrar puertas y ventanas, y cuando corta, raja o
cauteriza y le obliga a tomar pócimas amargas. Haga lo que quiera, nunca deja
de ser el médico, que cura. ¿No es, pues, injusto murmurar contra el Señor
cuando nos trata en idéntica forma?
También
el Apocalipsis nos habla de estas correcciones y nos enseña su carácter de privilegio
al decirnos que Dios reprende y castiga a los que ama (Apoc. 3, 19). Y a fe que
no es difícil reconocer las ventajas de ese amor que nos sana, cuando vemos cómo
el mismo Dios, en los casos de rebeldía, suele retirarse y decir, como en el Salmo
80, ante la dura cerviz de su pueblo: "Pero mi pueblo no ha escuchado la
voz mía; no me obedeció Israel; así los abandoné a los deseos de su corazón,
que sigan sus devaneos" (Salmo 80, 12-13).
Esto
que Dios hizo con el pueblo escogido, lo hizo también con los gentiles
(Hech.14, 15). Por donde vemos que no hay peor castigo que el dejarnos seguir
esa triste libertad para el mal, que los hombres tanto solemos defender.
Abandonarnos a los perversos deseos de nuestro corazón, ¿hay castigo peor que
éste? ¿Acaso no enseña Dios a los padres de familia, que la vara del castigo es
lo que librará a sus hijos de la muerte? (Proverbios 23, 14).
Por
esa libertad de entregarse a sus vicios y concupiscencias, como los paganos, cosechó
el pueblo de Dios frutos amarguísimos (Cfr. Rom. 1, 28).
Ante
tal misterio, exclama el Doctor de Hipona: "¡No haber castigo! ¿Qué mayor castigo?
Si vives mal y Dios te lo tolera, señal es de su grande enojo."
(Job, un libro de consuelo. Ed.
Guadalupe. Bs. As., 1945)
COMPASIÓN:
Cuando vemos en el teatro un
drama triste, lloramos con el personaje que aparece sufriendo, y sin embargo
sabemos muy bien que todo no es más que ficción. Esto nos muestra que esa
compasión no es una espiritualidad, sino que reside en el sentido externo de la
imaginación. La contraprueba sobre el valor de tales sentimientos está en que
al poco rato ya no nos acordamos de esas lágrimas.
San Pedro es un ejemplo
elocuente a costa de cuyos fracasos podemos aprender mucho, como se ha mostrado
en el artículo titulado "El caso de Pedro". La compasión sentimental
del apóstol es la que lo lleva a querer oponerse a la Pasión redentora de
Cristo. Y este sentimiento, que los hombres hallarían nobilísimo, es lo que
despierta en Jesús la más ruda de sus repulsas: "Apártate de mí, Satanás.
Me sirves de tropiezo, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los
hombres" (Mat. XVI, 25). Y esa misma compasión, que tan hermosa parece, es
la que lleva al mismo Pedro a jurar que morirá por su Maestro, y... a negarlo
pocas horas después, delante de una sirvienta inofensiva, es, decir, cuando ni
siquiera corría peligro su vida con decir la verdad.
Aquella tremenda sentencia
de Cristo, tan humillante para nosotros, según la cual lo que es sublime para
los hombres, es despreciable para Dios (Luc. XVI, 15), se ve cumplida en la
repugnancia que nos cuesta admitir esta tesis cristiana sobre la falacia de
nuestra compasión. Porque nos gustaría soberanamente decir que compadecemos
mucho a Cristo en sus dolores, y de ello resultaría una agradable conclusión
sobre la nobleza de que es capaz el corazón humano. Pero Dios nos enseña que no
tenemos motivo para gloriarnos de tal nobleza, porque “no somos suficientes por
nosotros mismos para concebir algún pensamiento, como de nosotros mismos, sino
que nuestra suficiencia viene de Dios” (II Cor. III, 5).
La prueba de los ejemplos
evangélicos es definitiva. Junto a la Cruz de Jesús brillaban por su ausencia
los Apóstoles, discípulos y amigos que tanto lo habían seguido. Y María
“stabat”, es decir, estaba de pie allí y no desfallecía, ni se dice que antes
ni después haya vertido una sola lágrima.
¿Qué había de verterla, si
ella, en su corazón, era el altar donde se consumaba la inmolación de su Hijo
como acto supremo de la caridad de un Dios Padre y de un Dios Hijo hecho
hombre? Y así como el Padre no tuvo esa clase de compasión, y “no perdonó a su
Unigénito; sino que lo entregó a nosotros” (Rom. VIII, 32), así también María
lo habría matado con su mano, como una sacerdotisa sacrificadora del Cordero
divino, si tal hubiera sido la voluntad del Padre. Porque eso es la que la hizo
Madre del Verbo Encarnado: “Quien hace la voluntad de mi Padre, he aquí mi
madre y mis hermanos…” (Mat. XII, 50).
Si Jesús hubiese querido
lágrimas, bien se las habría dado su Madre. No es tal, pues, lo que El quiere,
y así lo dijo a las mujeres que lo lloraban: “No lloréis por mí, sino por
vosotros y vuestros hijos'', es decir, por el misterio de iniquidad que gobierna
al mundo y hace que no aproveche mi Redención. Por donde se ve que derramar una
sola lágrima ante Cristo crucificado, y conceder luego un sólo afecto de
nuestra vida al mundo, “que está todo entero en manos del Maligno” (I Juan, V,
19), es una aberración grotesca. Y como es verdad que todos hemos incurrido en
ella, he aquí una razón suficiente para huir de lágrimas inútiles, y ocupar ese
tiempo en conocer lo que de veras quiere Cristo. Lo que Él ansía hasta el punto
de poner por ello su vida es: que escuchemos las palabras de amor que El nos
dice en el Evangelio, porque esas palabras “son espíritu y son vida” (Juan VI,
64), o sea, son capaces de sacarnos de nuestra propia maldad hasta hacernos
“renacer del Espíritu” (cfr. Juan III, 5). Y si no recurrimos a ese remedio,
sabiendo que es verdaderamente eficaz para hacernos capaces de complacer al
Padre, en lo cual está el ansia toda de Cristo, es porque no tenemos la firme
voluntad de amarlo sobre todas las cosas. Y entonces las lágrimas, francamente,
no están lejos del beso de Judas.
Con esto vemos que la queja
profética del Salmo: “Busqué quien me consolara y no lo hallé” (Sal. LXVIII,
21), no significa pedir lágrimas de compasión; que Jesús no necesita, pues El
es siempre el Hijo amado que hace sin cesar lo que agrada al Padre (Juan VIII,
29), y lo hizo más que nunca en su inmolación (Juan VI, 38-40), al punto de que
el Padre lo ama de un modo especial porque El se inmola por nosotros (Juan X,
17).
Si el corazón del hombre
fuera bueno de suyo, el camino de la compasión sería excelente, y no existiría
el peligro del sentimentalismo; ni podría haber presunción y escondida soberbia
farisaica, en cierta falsa espiritualidad, o mejor dicho cierta falsa mística,
que sólo puede despertarse periódicamente, y que no es sino un desahogo propio,
aunque tiene harta boga durante unos días. Cristo resucitó y ya no muere, dice
San Pablo; ya no sufre, ni puede sufrir. Su Pasión, si le estamos realmente
agradecidos, ha de ser el gran motivo de nuestro gozo, como dice la oración
“Obsecro te” después de la Misa. Porque así le mostraremos que apreciamos el
regalo infinito de su Cruz, que es el cheque con el que El pagó por nosotros.
Miremos, como lección, la
sobriedad insuperable de los Evangelistas en sus relatos de la Pasión. Ni un
adjetivo, ni una palabra de compasión les inspiró el Espíritu Santo. Y no
creeremos que esos autores amaban a Jesús menos que nosotros, porque entonces
sí que sería evidente nuestra presunción.
Cuéntase a este respecto de
San Felipe Neri, que sabía bien lo que era amor, la anécdota picante y sabia de
una señora muy lacrimosa que le había dicho: "Padre, yo quisiera sufrir
tanto como Jesús. Yo quisiera sufrir más que Jesús, para consolarlo en su
Pasión”. El gran Santo la despidió diciéndole que era mejor un poco menos. Y
mientras ella salía, llamó él a unos pilluelos y les dijo que la emprendieran
con esa señora tirándole del rodete, etc. Pocos minutos más, y San Felipe tuvo
que acudir porque la “mártir” estaba estrangulando a los chiquillos. Es de suponer
que el Santo le recordase entonces aquellos anhelos de heroísmo. Más no creamos
que ella estuvo de acuerdo, pues encontraba “muy justo” el castigo de sus
agresores.
Jesús lloró la muerte de su
amigo Lázaro. No se trata, pues, de suprimir las lágrimas en nuestra vida de
relación. Estamos hablando de espiritualidad sobrenatural. Jesús lloró la
iniquidad de Jerusalén. Ahí tenemos el gran motivo para llorar.
“¡Bienaventurados los que lloran!". Recordemos una vez más lo de Jesús a
las mujeres. Lloremos por nosotros y sobre nuestros hijos. Lloremos nuestra
iniquidad propia, rezando el Salmo Miserere, y no sólo en Cuaresma, sino todos
los días. Y tengamos compasión, no del feliz Jesús, que cumplía una epopeya
gloriosa, sino de los infelices por quienes Él la sostuvo hasta inmolarse:
compasión de los pecadores, rogando por ellos. Compasión de los que sufren,
dándoles un consuelo que Jesús recibe como dado a El mismo. Compasión, sobre
todo, de los que ignoran la luz, pues de ésos se compadeció especialmente el mismo
Jesús cuando dijo que andaban “abatidos y esquilmados como ovejas sin pastor”
(Mat. IX, 56).
Jesús es un gran Rey, “todo
deseable”, como dice el Cantar. Para poder desearlo, con nuestro corazón
mezquino, necesitamos admirarlo y codiciar sus promesas. Porque ya lo hemos
dicho: la compasión no dura, y la lástima no está muy lejos del menosprecio.
“Hombre pobre hiede a muerto”, dice el refrán. El que pretendiera tener corazón
de gigante, no sólo se equivocaría lamentablemente, como enseña San Pablo, sino
que se estaría inventando un camino propio de santificación, muy lejano de
agradar a Cristo. Porque lo que Él quiere, aunque parezca muy raro a la
soberbia estoica, es que tengamos corazón de niño.
El que lo tiene será el
primero en el Reino, dice Jesús. Y también dice que no hay otro camino y que el
que no lo tiene no entrará de ningún modo (Lc. XVIII, 17).
(Espiritualidad Bíblica, ed. Plantín, Bs. As., 1949)
CONFIANZA:
Por cuanto él se entregó a Mí, yo
lo preservaré;
Lo pondré en alto porque conoció mi
Nombre
S.
90, 14.
Toma
la palabra el mismo Dios para confirmar, como el v. 9, que la confianza en Él
(y su conocimiento del cual proviene esa confianza) es lo que nos asegura estos
privilegios (cfr. S. 9,11; 35,11; 32,22). Notemos que conocer a Dios es conocer
sus pensamientos, no sólo su existencia. Para lo primero Él nos da su palabra,
donde nos muestra su corazón, su Espíritu, su voluntad, su amor, sus hechos,
sus promesas (cfr. S. 91,6 y nota). Para lo segundo basta la naturaleza (cfr.
V. 7 y nota).
(Coment.
al Salmo 90,14).
Bueno
es pues dormir como la Esposa del Cantar, confiada en el saber que todo sucede
para nuestro mayor bien (Rom. 8,28). “En la quietud y en la confianza, dice
Dios a Israel, está tu fortaleza” (Is. 30,15). Y si en esto reside lo más alto
de la vida espiritual, y son tan pocos los que lo siguen, hemos de comprender
que tal abandono exige mucha más fe y mayor negación de sí mismo, porque nada
cuesta más que renunciar a conducir personalmente un negocio que tanto nos
interesa. Y es también harto contrario a nuestro orgullo natural el remitir
totalmente a Dios el juicio sobre el valor de nuestra vida espiritual (véase I
Cor. 4,3 ss.; S. 16, 12 y nota), en vez de cultivar, como el fariseo del
templo, esas formas disimuladas del amor propio, que el mundo suele disfrazar
de virtud con el nombre de “la propia estimación”, o “la satisfacción del deber
cumplido”. Poned constantemente vuestra confianza en Dios, dice el Doctor de Hipona,
y confiadle todo lo que tenéis; porque El no dejará de levantaros hacia sí, y
no permitirá que os suceda más que lo que puede seros útil, hasta sin que lo
sepáis vosotros mismos. El alma cristiana, dice un autor moderno, ha sido
definida como “la que está ansiosa de recibir y de darse”. Es decir, ante todo
alma receptiva, femenina por excelencia, como la que el varón desea encontrar
para esposa. Tal es también la que busca –con más razón que nadie- el divino
Amante, para saciar su ansia de dar. Por eso el tipo de suma perfección está en
María: en la de Betania, que estaba sentada, pasiva, escuchando, es decir,
recibiendo; y está sobre todo en María Inmaculada, igualmente receptiva y
pasiva, que dice Fiat: hágase en mí.
(Coment.
a Cantar 2,7).
Según
el Salmo 32,22, la bondad de Dios está en proporción con la confianza que en
ella tenemos. Escuchemos lo que escribe San Bernardo al Papa Eugenio: “Os lo
digo, Santísimo Padre, sólo Dios es aquel a quien nunca buscamos en vano;
siempre lo hallamos si deseamos encontrarlo”. Véase S. 31,10; 70,1; 111,7;
prov. 16,20; Rom. 12,12; I Cor. 15,19.
(Coment.
a Lam. 3,25).
Aquí
está la doctrina central del Salmo: no temer presentarnos a Dios sucios como
somos, pues es Él quien nos limpia y no nosotros. S. Juan expone esta doctrina
en I Juan 1,8 ss. La meditación de tan estupenda y dulcísima verdad basta para
transformar un alma y librarla de la peor arma de Satanás, que es la
desconfianza, con la cual nos aleja de nuestro Padre celestial. Cf. S.50; job 14,4; 25,4; Is. 43,25; Ecles. 7, 21; Marc.
2, 7; Juan 13, 8, etc.
(Coment. a S. 31, 5).
No
se cansa Dios de repetirnos la invitación a que confiemos en Él (cf. I Pedro
5,7) y la promesa de que Él obrará maravillas a cambio de esa confianza (cf.
S.32,22; 36,5 y el caso del rey Asa en II Par. 16,12 s.). Jesús lleva esa
promesa al máximum imaginable (Mat. 6,30 ss.), pero allí mismo nos llama “de
poca fe”, porque ve muy bien que nos falta la confianza absoluta. A través de
toda la Biblia nos enseña Dios que el progreso en la vida espiritual no
responde a tal o cual fórmula de ascética más o menos técnica, sino simplemente
a creer más. Y esa fe, que también es don del Padre, crece en la medida en que
crecemos en el conocimiento de sus palabras, pues eso es precisamente la fe: el
crédito y asentimiento prestado a la palabra de Dios revelante. Refiérese de un
santo que en sus últimos años le decía a Dios: “Padre, estoy empezando a creer
que es verdad lo que Tú me dices en la Escritura: que me quieres como a hijo y
me prometes lo mismo que a tu Hijo Jesús”. Y como un compañero se extrañase de
que recién empezara a creer, le contestó el santo: “Si yo supiera creer en eso
de veras, aunque sólo fuese tanto como solemos creer en las promesas de otro
hombre, ya me habría muerto de felicidad. ¿Quieres más prueba de que nuestra fe
no es ni siquiera como el grano de mostaza? (Mat. 17,20). Y sin embargo ése es
el único pecado de que no nos acusamos nunca ante Dios, porque no creemos
cometerlo, y aun somos capaces de decir: yo tengo mucha fe”. Y agregaba: “Lo
que más nos halaga a todos es que nos quieran, y sobre todas las personas
importantes o los príncipes. Viene Jesús y nos dice que su Padre nos ama tanto
como a Él y que Él nos ama como lo ama a Él su Padre. Y nosotros leemos esto y
seguimos tan indiferentes. ¿Por qué, sino porque no lo creemos? ¿Te sorprende
ahora que yo esté recién empezando a creer?”.
(Coment.
a S. 54,23).
¡Doctrina
de consuelo incomparable para los pequeños! Apenas me confieso a mí mismo que
soy incapaz vuela a socorrerme toda la fuerza del Padre omnipotente (Is. 66,2;
II Cor. 3,5). ¡Todo lo contrario del que confía en sí mismo! ¿Qué tratado
teórico, sea filosófico o doctrinal, podría compararse a esta enseñanza viva?
Cualquiera, aun el más párvulo, y éste mejor que nadie (Luc. 10,21), puede
entender la lección que aquí se enseña de confianza en la realidad sobrenatural
que, más que explicaciones técnicas, necesita ser creída simplemente, como un
hijo cree a su padre. Tal es el valor educativo de la Palabra de Dios.
(Coment.
a Sal. 93,18).
Nótese
el inmenso vigor de estas expresiones, verdaderos gritos de la fe, que
comprometen el honor de Dios. Si el que confía en su misericordia no puede
quedar confundido (S. 32,22 y nota) ¿cómo podría ser engañado por el “padre de
la mentira” el hombre que confesando su nada, se apoya sin vacilar en la palabra
de un Dios? (Juan 8,31 s. y 44). Pero esta confianza en la Palabra es lo que
más nos cuesta, porque nosotros queremos vivir de lo que vemos (Juan 20,25 y
29) y ella nos hace vivir de fe en lo que no vemos (Rom. 1,17; Hebr. 11,1-3).
De ahí que ese “crédito” sea el mayor homenaje que el hombre puede hacerle a
Dios (Hech. 16,34 y nota).
(Coment.
a S. 118,31)
Para
que nuestra confianza en El no tuviera límites, Jesús quiso ponerse a nuestro
nivel experimentando todas nuestras miserias menos el pecado (cfr. 2,18 y
nota). Cuando miro a Jesús “no como a mi
Juez sino como a mi Salvador” (según reza la jaculatoria), esto me parece a
primera vista una grande insolencia, por la cual El debería indignarse. ¿Qué
diría de eso un juez de los Tribunales?...Pero luego recuerdo que esa confianza
es precisamente lo que a Jesús le agrada, y que en eso consiste la divina
paradoja de que “la fe es imputada a justicia” o sea es tenida por virtud, como
nos lo revela San Pablo. Entonces comprendo que tal paradoja se explica por el
amor que El tiene a los pecadores como yo, y que al creer en ese amor –cosa
dura para mi orgullo- lejos de incurrir en aquella insolencia culpable, me
coloco en la verdadera posición de odio al pecado. Porque lo único capaz de
hacerme odiar eso que tanto atrae a mi natural maldad, es el ver que ello me
hace olvidar un bien tan inmenso y asombroso como es el de ser amado sin
merecerlo.
(Coment.
a Hebr. 4,15)
"En
la quietud y en la confianza estriba vuestra fuerza” (Is. XXX, 15), no en la
actitud del hombre que se retira a la caverna del misántropo o al tonel de
Diógenes, ni en la del estoico, que con Séneca repite "¡Sé hombre!",
apelando con ello a la fanática voluntad de vencer. No hay duda que tal actitud
ha producido muchos frutos, pero también muchos fracasos irreparables. Sólida,
sólida sin excepción, es solamente la confianza en Dios, porque, como dice el
Salmista: "Los que confían en el Señor, son como el monte Sión, que no
será conmovido" (Sal. CXXIV, 1). No olvidemos que el suicidio tiene por padre
al estoicismo, y por madre la desesperación.
(Espiritualidad
Bíblica, 1949).
CONOCIMIENTO (de Dios):
“Conocer
a Dios es conocer sus pensamientos, no sólo su existencia. Para lo primero Él
nos da su palabra, donde nos muestra su corazón, su Espíritu, su voluntad, su
amor, sus hechos, sus promesas (cfr. S. 91,6 y nota). Para lo segundo basta la
naturaleza (cfr. V. 7 y nota).
(Coment.
al Salmo 90,14).
El
conocimiento del Padre y del Hijo es obra del Espíritu de ambos; ese
conocimiento se vuelve vida divina en el alma de los creyentes, los cuales se
hacen así “partícipes de la naturaleza divina” (II Pedro 1,4). Cfr. Sab. 15,3.
(Coment.
a Jn. 17,3).
CONSUELO:
He
aquí una revelación con la cual podemos comunicar indecibles consuelos a los
que sufren (…) Se nos enseña aquí que a mayor tribulación corresponde más
envidiable compañía y asistencia del Padre celestial. Por eso Santiago (5, 13)
da como remedio a la tristeza la oración”.
(Coment.
al Salmo 33, 19).
He
aquí el mejor móvil de toda visita. El Apóstol quiere confortar a los hermanos
en la fe, y confortarse a sí mismo, en medio de las tribulaciones de su
apostolado, con la gozosa unión de caridad que reina entre los que comparten de
veras la misma fe (Juan 13,35; S. 132,2).
(Coment.
a Rom. 1,12).
Si algún hermano nuestro en Cristo, abatido por la
tribulación, pasa sus ojos por estas líneas escritas para su consuelo y
provecho, dígnese considerar que el mayor lenitivo que podemos darle no
consiste en llevar su pensamiento al propio dolor, sino en acercarlo a estas
sublimidades de la doctrina.
El mundo es quien pretende consolar con
sentimentalismos, y bien sabemos cuán precario es ese apoyo, ofrecido
audazmente por quien no sabe cómo apoyarse a sí mismo.
"Aparta mis ojos para que no vean la
vanidad", dice David a Dios (S. 118, 37), y esto nos enseña que hay que
huir de esa cavilación que Ernesto Hello llama elocuentemente "la passion
du malheur", característica en el pesimismo de los poetas románticos,
según la cual la imaginación engañosa nos lleva a buscar consuelo embriagándose
en el propio dolor y revolviendo el puñal en la herida. Algo de eso permitió
Dios que hiciera también Job, para que nosotros aprendiéramos la necedad de tal
procedimiento. Por eso advertimos desde el principio que no sería una explicación
puramente filosófica lo que había de brindarnos esta meditación sobre el divino
Libro. Si tal pretendiéramos, incurriríamos en la misma falla que Dios reprochó
a Job.
Otro aspecto, inverso esta vez, pero no menos falso,
del consuelo del mundo, es el querer marearnos con su bullicio, tal como vemos
hoy por ejemplo en las visitas de pésame, tantas veces carentes de caridad, y
en esos intentos infantiles de arrancar la risa al que está apenado, sin
comprender que "cantar canciones a un corazón afligido es como echar
vinagre sobre el nitro" (Prov. 25, 20).
Huyamos, pues, del mundo en nuestras penas. No para
encerrarnos en la amarga cavilación "como los que no tienen
esperanza" (I Tes. 4, 12); ni menos para buscar en la soberbia estoica esa
pecaminosa satisfacción de creernos fuertes; sino para librarnos de la
desolación entrando en el santuario del espíritu "a fin de que mediante la
paciencia y el consuelo de las Escrituras mantengamos la esperanza" (Rom.
15, 4).
Entrados en ese santuario con la guía de las
revelaciones divinas depositadas en las Escrituras, hallamos allí verdades que
encierran abismos de consuelo, de provecho espiritual y de esperanza. Porque
hemos de saber que esta virtud, muy poco explotada, viene de la prueba, como
enseña San Pablo: "La tribulación produce la paciencia; la paciencia la
prueba (o experiencia); y la prueba la esperanza" (Rom. 5, 3)
Hay una medicina eficacísima para el dolor.
Si te sientes incapaz de consuelo y si te parece que
ya no hay remedio para ti, ponte en contacto con otros que sufren, llévales
consolación y ayuda, y al punto experimentarás un alivio en la tensión interior
que te agobia.
Sobre este tema siempre actual, sobre todo en tiempos
de guerra como los que presenciamos hoy
en el más pavoroso espectáculo de furia y sangre cual nunca ha visto el mundo,
dice el mismo autor que acabamos de citar:
"Consuélate consolando. En lugar de estar con la
vista enclavada en tu propia tribulación, vuelve los ojos a la ajena. En lugar
de encontrar insoportable tu carga, toma también sobre tus hombros la de otro.
En lugar de lamentarte, compadece a los que aun están peor. En lugar de
mendigar consuelo, dalo tú. Y verás que, muchas veces, no sabrás explicarte lo
que te ocurre: al quitar al prójimo una carga, has quedado libre de la tuya.
Quisiste cuidar a un enfermo, y has curado la herida de tu corazón. Quisiste
consolar a afligidos, y has consolado tu propia alma. Quisiste atenuar un dolor
ajeno, y has moderado la agudeza del tuyo. Quisiste dar, y has recibido. En ti
se ha cumplido la hermosa profecía de Isaías: Parte tu pan con el hambriento, y
acoge en tu casa a los necesitados y a los que no tienen hogar, y viste al que
veas desnudo, y no desprecies tu propia carne (al prójimo). Si esto haces,
amanecerá tu luz como la aurora, y tu sanidad presto llegará; y delante de ti
irá tu justicia, y la gloria del Señor te acogerá. Invocarás entonces al Señor
y Él te oirá; clamarás y Él te dirá: Aquí estoy (Is. 59, 7 ss.)".
Consuélate consolando. Nada abrevia ni endulza tanto
el dolor como practicar la misericordia para con los que tienen afligidos y
oprimidos sus corazones.
(Job, un libro
de consuelo. Ed. Guadalupe. Bs. As., 1945)
CONTRICIÓN:
Esta
es la característica de la verdadera contrición: el reconocimiento de la
justicia con que Dios nos ha castigado. Véase la oración de Daniel (Dan. 9,
13-18) que muestra mucha semejanza con la presente de Baruc, y la del mismo
Daniel (Dan. 3,27 ss.), que la Iglesia usa como Introito en la Dom. XX de Pent.
(Coment.
a Bar.1,6).
CRISTIANO PLENO:
El
cristiano pleno, en vez de ser, pues, el tipo del hombre satisfecho, casi
prosaico, según selo imagina el hombre al verlo huir de sus oropeles, es el
grande y audaz aventurero, que se juega el todo por el todo frente a lo
infinito. El ve que las bellezas temporales, según la carne, producen emociones
intensas, y que lo espiritual no es emotivo sino tranquilo. Pero él sabe que
aquello es apariencia, y que esto es “la verdad”, porque “las cosas que se ven
son transitorias, mas las que no se ven son eternas” (II Cor. 4,18. Entonces,
al ver que todo esto es una apariencia, una escena como en el teatro, no se
resigna a poner todo su destino en tan poca cosa, porque es ambicioso. Y
entonces no tarda en descubrir que la realidad está escondida en el misterio (2,7),
y que ese misterio es todo de amor, como el mismo Dios, por lo cual sin el amor
no podemos entender nada (I Juan 4,8). Y cuando se entrega del todo al amor, es
decir, a la felicidad de ser amado (Cant. 2,7 y nota), empieza a sentirse
satisfecho, tanto en su corazón como en su mente; y a medida que va hallando la
sabiduría, va haciéndose cada día más pequeño delante de Dios, como un niñito
de pecho, y comprueba alborozado cómo es que el Padre muestra a los pequeños
esas cosas que oculta a los que los hombres llaman sabios (Luc. 10,21). Véase
la introducción al Libro de la Sabiduría.
(Coment.
a I Cor. 7,31).
CRISTO:
Es
en Cristo en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del
conocimiento. Así nos enseña San Pablo en Col. II, 3. ¡Están escondidos! Pues,
como dice el mismo Apóstol en otro lugar, la sabiduría de Dios se predica “en
el misterio" (I Cor. II, 7). ¡Y pensar que hay hombres que miran a Cristo
como un tema cualquiera de investigación! Como si El necesitase someterse de
nuevo al interrogatorio de Caifás y Pilato, o fuese un enfermo y nosotros sus
médicos. Poco ha, vimos un libro cuyo autor toma a Cristo por un loco, el que
sólo gracias a la falta de manicomios en Galilea pudo predicar la "loca
idea de un reino de Dios" ¡Y se permite que se impriman tan groseras
blasfemias! ¿No se levantarán algún día las mismas máquinas y tipos de la
imprenta para matar a tales blasfemos?
Es
que no conocen que en Cristo están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría, y que el hombre es incapaz de reemplazarlos con las lucubraciones de
su falaz inteligencia.
Uno
puede llegar a ser un erudito en todo lo que es relativo a la Biblia, en todo
lo que es extrínseco, pero eso no sacia la sed de aguas vivas. Alguien decía
que era como si tuviéramos, cerrado herméticamente, un frasco de exquisitos
caramelos y nos preocupásemos, todo el tiempo, del frasco, y de su historia, y
de los intentos de los que no supieron abrirlo... pero no llegáramos nunca a
comer los caramelos.
Algo
semejante ocurre en el estudio demasiado teórico de los idiomas, que son cosa
viva. Como hace observar un notable vulgarizador del griego y del latín, las
lenguas, aún las llamadas muertas, se aprenden más por la práctica que por la
teoría. Y añade que la práctica siempre es posible desde el primer día, con
citas de versos y textos que fácil y agradablemente aprendemos de memoria y que
en dos o tres líneas resumen mayor contenido gramatical aplicado que cuanto
pudiera estudiarse en varios fríos capítulos preceptivos. Y así proclama el
fracaso de esos sistemas, en que el alumno, sin saber aún la menor palabra del
griego, debe aprender, como introducción a la gramática, todo un tratado
filológico sobre la formación de las palabras, etc.
(Espiritualidad
Bíblica, 1949)