Prosperidad
“Cuando un pueblo
comienza a creer que la prosperidad es el premio de la virtud, es evidente que
se aproxima una calamidad. Si se considera que la prosperidad y el éxito son la
recompensa de la virtud, acabará por considerárselos como prueba y síntoma de
la virtud” (G.K. Chesterton)
Parece que estas palabras reflejaran cada vez más lo
que pasa en la Neo-FSSPX, con su política publicitaria a toda orquesta,
exhibiendo estadísticas favorables de crecimiento, obras edilicias, videos
promocionales, y todo esto envuelto en un clima de falsa simpatía, de sonriente
cordialidad que mira hacia Roma, de palabras suaves y nada rudas ni chocantes.
En fin, que se quiere mostrar todo ello como signo de la virtud que susbiste en
la Neo-FSSPX y que ya no está en sus enemigos “desertores”. En definitiva, los
liberales hunden cada vez más la congregación fundada por Mons. Lefebvre,
llevándola cada vez más cerca de la calamidad anunciada por Chesterton en sus
sabias palabras.
Presuntuosa Neo-FSSPX
Dentro de la grandilocuencia cada vez más desubicada de la
Neo-FSSPX, nos ha llamado la atención una frase incluida en el video
promocional del nuevo seminario de Virginia, en USA (a primera vista un
“palacio de Disney”). Se dice allí:
"Es el proyecto más importante de toda la Iglesia Católica". Casi
nada, ¿verdad? La obra más importante de la Iglesia. Lo que encontramos allí es
un orgullo presuntuoso por el que la Neo-FSSPX se ha hecho creer a sí misma –o
quiere hacer creer a los demás- que gracias a ella y su nuevo y espectacular seminario
va a salvar la Iglesia, pues el edificio “habla de Dios” y entonces cuanto más
impactante el edificio, más santidad habrá e irradiará hacia afuera. El sentido
“hollywoodense” de los yanquis, su amor por el “show” para impactar a las grandes
multitudes, trasladado a una congregación religiosa quer ha perdido el Norte y
de resistente que era a los males enquistados en la Iglesia ha devenido en su
“Salvadora”. Escribió San Pablo: “Por tanto de buena gana me gloriaré en mis
flaquezas, para que more en mí la virtud de Cristo” (2 Cor. 12,9). Lo de la
Neo-FSSPX es lo contrario y se llama simplemente orgullo.
Más orgullo
Luego de escrito lo anterior, pudimos leer en un blog
defensor de la Neo-FSSPX, el comentario de un lector que suscribe la línea
editorial (por llamar de alguna manera la lisonjera publicidad que desde allí
brota en tosco formato periodístico) del mismo. Dice este fraternitario que
El obstáculo (katejon) es Lefebvre y su Fraternidad. Nada menos. Al traste
con todas las interpretaciones de los Santos Padres y los teólogos destacados.
Y al traste entonces con la FSSPX, porque si al fin el katejon va a ser
retirado para que aparezca el Anticristo, toda esa grandilocuente propaganda
exitosa que hacen de la Neo-FSSPX es al
ñudo, ¿no les parece?
Estilos
El 25 de enero de 1959 Juan XXIII decía, cuando anunciaba la
convocatoria del concilio, unas palabras que serían desde entonces muy
recordadas: “Quiero abrir ampliamente
las ventanas de la Iglesia”, infausta frase que ha servido de muletilla a
cuanto liberal, modernista o zurdo que quería aggiornar la Iglesia y hacerla ir
tras del mundo moderno, para justificar la transformación o falsificación de la
Iglesia, pues esta debía ponerse a punto con los cambios y la evolución del
mundo y dejar entrar “el aire puro y “fresco” que vendría “desde afuera”, es
decir, del mundo moderno.
Recordamos también que en una de nuestras columnas desde esta
misma trinchera, trajimos a colación el comentario algo jactancioso de Mons.
Fellay cuando decía que los conciliares le habían abierto la puerta al mundo y
había entrado una tormenta, la cual había destruido todo, mientras en la
Fraternidad no. Y a continuación el mismo Mons. Fellay había insistido una y
otra vez en asegurar que había que dejar las “puertas abiertas” con los romanos
conciliares, obteniendo a cambio su correspondiente destrozo doméstico.
Es interesante el uso de esta expresión tan gráfica que
justificaría un “bien” ubicado afuera, un bien que sólo estaba esperando que le
facilitaran el acceso para entrar a repartir su influencia bienhechora. Eugenio
d’Ors la utilizaba para referirse al impresionismo en el arte: “El impresionismo había ‘abierto las
ventanas’ al aire libre, a la naturaleza, a su fluir incesante” (Pablo Picasso, Aguilar Ed., Madrid),
estilo al que calificaba de “estilo de
plumaje, estilo de ilusión, estilo de movimiento, estilo de la intensidad y de
la frescura o impresionismo; canto del cisne romántico” (Cezanne, Aguilar Ed., Madrid). También habla
en la misma obra del “Carnaval
impresionista”, que porta en sí “indolencia
y sensualidad, colores y voluptuosidad del color, sugestiones fáciles, amables
impresiciones, una atmósfera que hurta cualquier debilidad del contorno, el
juego de las apariencias en sustitución al arduo trabajo de la construcción, un
subjetivismo frívolo, escamoteando el difícil conocimiento de los objetos y,
con menosprecio de la madurez clásica, de cuanto es acabado y perfecto en la
realización, el culto ardiente de la improvisación del instinto, del boceto,
del croquis…y encima el placer y el sol, y el aire libre, y la dulce feminidad,
y el equívoco desnudo y el medio-desnudo, más equívoco aún: todo esto llenando,
desbordando, espumeando, durante un cuarto de siglo de arte y de exposiciones
de arte”. Pedía luego d’Ors “pasar a
la Cuaresma, antes de la Pascua del equilibrio”. Pero esto no se verificó,
sino que más bien la enfermedad del subjetivismo afiebrado y femenil tornó cada
vez en mayor medida hacia la abstracción, con los puentes surrealistas,
fauvistas y cubistas en el medio y el desquicio aportado a Europa por la
derrota mundial de la reacción en la segunda gran guerra, consecuencia de la
cual el liberalismo degradante de las formas creció hasta tomar cuerpo en la
fatídica década del ’60, cuando ya todas las formas artísticas con la tardía
inclusión del cine y ya el surgimiento masivo de la televisión, resolvieron sumergirse
en el desborde sensual que deploraba toda herencia o tradición recibida. Lo
mismo aconteció con la Iglesia en esa década con el concilio Vaticano II y su
“apertura de ventanas” que terminaría en un humanismo que, según confesión del
mismo Paulo VI, tendría como centro al hombre.
Contra la sencilla afirmación de que el estilo barroco fue
sin más una consecuencia de la Contra-Reforma, d’Ors prefiere enseñar que “en la dialéctica universal, si bien todo
producto es signo, ningún signo agota el contenido auténtico de un colectivo
estado de conciencia. Azar y necesidad histórica se entremezclan así en
combinaciones tan sutiles que la misma crítica probabilista de un Cournot
pierde entre ellas el oremus”. Cuán premeditado es el estilo del Vaticano
II o el espíritu modernista en su despliegue post-conciliar, o influido
primariamente por este mundo moderno con su estilo febrilmente movedizo,
ambiguo y decadente, no puede quizás decirse. Pero en todo caso está claro que
este intercambio fue facilitado y elevado por el concilio en el cual podría
decirse que la Iglesia adoptó el estilo impresionista que halaga a las masas y
les quita toda precisa delimitación y fijeza en su mirada, y por lo tanto
definición. Los papas como Juan Pablo II o ahora Francisco son coherentes en su
participación dócil a la corriente del estilo que conforme abandona la sumisión
a la Tradición, busca ser del todo innovador y “original”, sometido a los
vientos del mundo o la naturaleza sin la gracia. El estilo contradictorio de
Benedicto XVI, en cambio, que sostuvo cierta apariencia tradicional con una
doctrina moderna, no podría sino decirse que era de por sí contradictorio y
absolutamente inauténtico, pues quería representar ante el mundo un modo de
conciliación sin el espíritu verdaderamente tradicional que le diese vida a su
estilo. Así acabó estrellándose ante la realidad: o se era modernista en todo,
o se era de la tradición completamente. Hoy Francisco ha retomado la corriente
vertiginosa del modernismo post-impresionista que deviene en Carnaval y no sólo
metafóricamente (hay por lo menos una comparsa en un carnaval de Argentina que
representó al mismo Francisco y su Nueva Iglesia). La degradación populachera
alcanza así estatus de prestigio (la Misa Criolla en San Pedro, pero, ¿no se
exhiben hoy toda clase de atrocidades en los museos?). Hoy el signo de
identidad que ha llegado con Francisco es el estilo de la fealdad en la obra de
Marc Chagall (Moishe Segal, 1887-1985), cuyas pinturas aparecen recurrentemente
ilustrando el l’Osservatore Romano y a quien el mismo Cardenal Bergoglio
dedicara sus más cálidos elogios. El mismo Francisco manifiesta su adscripción
a este “estilo de movimiento” desbordante que no soporta “cuanto es acabado” y tiene “el culto ardiente
de la improvisación”: “Aquel que hoy buscase siempre soluciones
disciplinares, el que tienda a la “seguridad” doctrinal de modo
exagerado, el que busca obstinadamente recuperar el pasado perdido, posee una
visión estática e involutiva.» (Entrevista publicada en la revista Études, del
19 de septiembre de 2013). Y podemos leer la confirmación de esto que afirmamos
en un reciente artículo de Le sel de la
terre: “Adulado
por los medios de comunicación por su lenguaje y sus gestos no conformistas,
Francisco es juzgado como fino político por unos, mientras que otros ven en él
a un peligroso iconoclasta que borra las
líneas”.
¿Quizá pueda decirse que estos hombres que coparon la Iglesia buscan
llevar a los católicos al estadio estético –donde en principio son formados por
los Estados que han apostatado-, y en consecuencia les brindan pontificados
para fieles “achiquilinados”, que viven sus vidas independientes de su libre
albedrío, dominados por las impresiones y los “gestos” mediáticos ante
audiencias multitudinarias? El peligroso iconoclasta y el fino político pueden
darse la mano y entenderse hoy perfectamente. El simbolismo esotérico masónico
no desdice de la impronta aduladora y frívola de los jerarcas de turno. Pero lo
que sí podemos afirmar es que lo primero que debe hacerse ante tan colosal
desmadre, es lo contrario de lo que han hecho Francisco y los papas
conciliares, lo contrario de lo que ha hecho Mons. Fellay, esto es: debemos
cerrar las puertas y las ventanas. Ahora bien, ¿para escondernos? No, no para
quedarnos a oscuras, sino para –como pedía d’Ors y no se hizo- se encendiese
una luz eterna. Para no claudicar ante la engañosa luz del mundo, sino para,
portadores de “la Luz que vino a este mundo”, un mundo que no la quiso recibir,
ser capaces de alumbrar desde un punto fijo, ya sea desde el ascetismo del
guardarse en la oración del claustro, ya el de darse –atado al mástil de la
cruz y la oración- en el apostolado sobre las aguas tumultuosas del mundo.
“Soy tan católico como tú”
Quizás en esta expresión se encierre todo el problema
del Sínodo sobre las Familias de la iglesia conciliar. En ese afán igualitario
que el mundo quiere imponerle, todo aquel que entra a una iglesia debe ser
capaz de decir al que tenga a su lado “Soy tan católico como tú”, es decir,
“soy tan buen católico como tú” y por
eso comulgo. ¿Por qué sino la insistencia con que se pretende dejar comulgar a
los adúlteros, quienes precisamente no se caracterizan por llevar una vida
devota? ¿En nombre de qué reclaman éstos el derecho a comulgar como hacen todos
los demás? Si tanto aman la Eucaristía, ¿por qué no la reciben de rodillas y en
la boca? Pero todas estas cuestiones no son de interés para esta gente que
nunca pisa una iglesia y no cree verdaderamente, pues extraviados, quieren que
la Iglesia acepte su extravío, en vez de asumir sus culpas y aceptar la
misericordia de Dios que se les ofrece mediando la contrición y el apartamiento
de las situaciones de pecado. Pero vemos en esa insistencia de querer pasar por
encima de la ley evangélica y eclesiástica, un no asumido resentimiento hacia
los que sí pueden recibir la comunión, como si se tratase de ciudadanos de
primera y de segunda categoría. Indudablemente que los que cumplen la ley son
una cosa, y los que la infringen son otra. Pero el igualitarismo democrático
esto no lo tolera, pues debe ser “inclusivo”. La envidia de los segundos –estimulada
por muchos años de regímenes democráticos igualitaristas- no los lleva, claro
está, a imitar la virtud que podría caracterizar a los primeros –en caso de que
esto fuese así-. Como en la parábola del hijo pródigo, pero al revés, es el hijo
perdido que vuelve sin arrepentirse de nada, con las manos llenas de lodo y en
mala compañía, desafiando a su Padre porque “soy tan católico como mi hermano”
y queriendo vivir bajo el mismo techo pero conservando algunas prácticas
desquiciadas adquiridas fuera de la casa paterna.
Para el igualitarismo nadie puede ser preferido de Dios, y aunque los Santos
fueron sus mejores amigos, eso es historia antigua, hoy Dios nos acepta así
como somos, aunque seamos homosexuales, divorciados vueltos a casar o lo que
fuere. Eso sí: nada de ser corruptos,
como dijo Francisco. Claro que de esta manera ya no habrá incentivos para ser
mejores, no habrá santos que emular, pues los santos que se proponen como
modelos son personas como todos, que no rechazan el mundo, abiertos,
dialogantes, tolerantes y ecuménicos.
El único lugar donde todos son católicos es el Cielo.
El día que el mundo pretenda esto, será en la nueva religión mundial bajo el
reinado del Anticristo, preparada por la religión romana conciliar que abre sus
puertas para todos los que dicen “soy tan católico como tú”, aunque los que
digan esto en verdad no se lo crean, y sepan que están tratando de engañar al
mundo, pero nunca podrán engañar a Dios.