domingo, 9 de diciembre de 2012

LA POLÉMICA




Aquellos que conocen la verdad tienen el deber de definirla duramente cuando sus enemigos la defor­man hábilmente. Deben tener el orgullo de defender­la” (Pío XII, 26 de agosto de 1947).

         Para definir la verdad y para defenderla, sin duda la tranquila exposición de la verdad es, en sí, preferible; nuestros ilustres predecesores lo han decla­rado muchas veces. Sin embargo la necesidad de los tiempos los precipitó a ellos mismos, frecuentemente, en la controversia. Cuando se leen sus obras se reconoce que la polémica figura en la mayor parte” (Car­denal Pie).

La polémica no es entonces el único medio de proclamar y defender la verdad. Pero es un me­dio lícito, legítimo, eficaz. Muchos Padres de la Iglesia, muchos santos la han utilizado... Aún el docto y tranquilo Santo Tomás y el dulce San Bernardo.

Sin duda, puede darse un abuso de la polémi­ca. Pero el desprecio de toda polémica es una manifestación de liberalismo práctico incons­ciente. Y el sentido común está de acuerdo con San Francisco de Sales, que escribía:

“Los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia deben ser censurados censurados con toda la fuerza posible. La caridad obliga a gritar «al lobo» cuando un lobo se infiltró en medio del rebaño, e incluso en cualquier lugar que se lo encuentre.

Para atacar el error, ¿no es necesario haber reci­bido un mandato de la autoridad eclesiástica?

De ninguna manera. “¿De qué serviría la regla de la fe y de las costumbres si en cada caso particular el simple fiel no pudiera hacer él mismo la inmediata aplicación?”(Sardá).

Por el bautismo y la confirmación que ha reci­bido, el simple fiel tiene el deber de defender la fe y esforzarse por hacérsela conocer a los otros.

“El simple fiel puede así desconfiar, a primera vis­ta, de una doctrina nueva que le es presentada, en la medida en que la vea en desacuerdo con otra doctrina definida” (Sardá).

Para atacar el error, ¿no es necesario que la Iglesia ya se haya pronunciado?

“Sin duda, solo la Iglesia posee el supremo magis­terio doctrinal de derecho de hecho. Su soberana autoridad se personifica en el papa, es la única que puede, definitivamente y sin llamamiento, calificar abstractamente las doctrinas y declarar que están con­cretamente contenidas en tal o cual libro, o profesadas por tal o cual persona. Pero al simple fiel le es perfectamente lícito tener a tal doctrina por diversa o como perversa; señalarla como tal a los otros bajo su res­ponsabilidad; lanzar el grito de alarma y tirar los pri­meros golpes. El fiel laico puede hacer todo eso, lo hi­zo en todos los tiempos con el aplauso de la Iglesia” (Sardá).

¿Conviene, combatiendo el error, combatir y desacreditar a la persona que lo sostiene?

“Sí, muchas veces conviene y no solamente con­viene, sino que también es indispensable y meritorio delante de Dios y de la sociedad, que sea así” (Sardá).

En efecto, las ideas no podrían, reducidas a ellas solas, causar todo el mal que sufre la socie­dad.

“Son semejantes a las flechas y a las balas, que no causarían heridas a nadie, si no se las lanzara con el arco o el fusil; entonces es al arquero o al fusilero a quienes se debe atacar primero” (Sarda).

Los Padres dan la prueba de estas tesis. Las obras de San Agustín, por ejemplo, llevan casi todas, a la cabeza, el nombre del autor de la he­rejía que combaten: contra Fortunatum, contra Felicem, etc.

¿Es lícito, en algunos casos, revelar pública­mente las infamias de aquel que sostiene o pro­paga el error?

¡Perfectamente! ¿Está permitido, se pregun­taba un día San Francisco de Sales, hablar mal de un hereje que difunde malas doctrinas? “Sí, con­testaba, lo pueden hacer a condición de guardar la verdad exacta de lo que saben de su mala conducta, presentando lo que es dudoso como tal, y según el grado más o menos grande de la duda”.

Está permitido, entonces, revelar sus defectos, ridiculizar sus costumbres y aún... ¡burlarse de él!

“Señores, los liberales quisieran sobre todo ser siempre tomados muy en serio, estimados, venerados, ser tratados como personajes importantes. Se resig­narían a que se los refute, pero a condición que sea descubriéndose ante ellos... De ahí vienen las quejas, cuando a veces se hace burla de ellos... El más des­prevenido comprenderá sin pena que hacer reír hones­tamente a costa del vicio del nombre vicioso es una cosa muy buena en sí misma...” (artículo de La Civiltá Cattolica).

Los grandes doctores, sin duda, recomiendan la mesura, la indulgencia, la moderación.

“Lo que no impide que, sin contradecir sus propios principios, no empleen ellos mismos, a cada rato, el arma de la indignación, a veces la del ridículo, con una vivacidad y una libertad de lenguaje que espanta­ría a nuestra delicadeza moderna” (Cardenal Pie).

Combatir así a un hereje, pase..., pero, ¿comba­tir a un católico..., quizás a un amigo?

Pero, ¡un católico liberal es un hereje! La Igle­sia condenó en numerosas oportunidades el libe­ralismo, y aún el liberalismo católico. ¡Pío IX lo declaró más temible que la revolución, más temi­ble que la comuna!

“Cuando hemos censurado tantas veces a los sec­tores de estas opiniones liberales, no tenemos en vista a los enemigos declarados de la Iglesia... sino a aque­llos de los cuales acabamos de hablar: católicos que son, además, honestos y piadosos y que, por la in­fluencia que les dan su religión y su piedad, pueden muy fácilmente captar los espíritus e inducirlos a pro­fesar máximas muy perniciosas” (Pío IX).

Además, ¡no olviden que no es necesario que la autoridad eclesiástica se haya pronunciado para que el simple fiel sirva de perro de guardia y ladre!

Quizás, en efecto, se trata de un amigo. Pero si mi amigo farmacéutico vende droga, ¿tengo que callarme en nombre de la amistad? Para el buen sentido, la respuesta no ofrece dudas.

Hablar mal del prójimo, ¿no es contrario a la caridad?

Cuando se los ataca, los liberales no cesan de reclamar la caridad.

“La caridad que quisieran de nosotros, seria ala­barlos, admirarlos, apoyarlos, o por lo menos dejarlos obrar como quisieran. Nosotros, por el contrario, no queremos más que hacerles la caridad de interpelarlos, reprenderlos, excitarlos de mil maneras a salir de su mala vía. Cuando dicen una mentira... quisieran vernos esconder estos pequeños pecados veniales... Cuando se les escapan algunas distracciones gramati­cales... ruegan que cerremos los ojos... ¡Que dejen de quejarse de nuestra falta de caridad!” (La Civiltá Cattolica).

“La caridad implica, ante todo, el amor de Dios y de la verdad; no teme, pues, desenvainar la espada por el interés de la causa divina, sabiendo que más de un enemigo no puede ser derribado o curado más que por atrevidos golpes e incisiones salutíferas”(Cardenal Pie).

“Edulcorar la verdad para evitar apenar a tal o cual no es practicar la caridad: es traicionarla” (Mon­señor Rupp).

Si los liberales reclaman tanto la caridad es porque no quieren la verdad.

“A nuestro tiempo no le gusta la verdad... y en el pequeño número de los que aman la verdad, varios, por no decir muchos, no quieren a quienes se ponen delante para defenderla. Se los encuentra indiscretos, inoportunos” (Louis Veuillot).

Es lo que decía también el Papa Gregorio VII: “Si hay quienes por el amor de la ley cristiana, se atreven a resistir frente a los impíos, no solamente no encuentran apoyo en sus hermanos, sino que se los califica de imprudentes e indiscretos, se los trata de locos”.

“La intolerancia hacia los defensores de los princi­pios es, junto con la tolerancia para con los jefes del error, uno de los síntomas más característicos del con­tagio liberal” (R.P. Ramière).

Sin embargo, ¿no existe el deber de respetar a las personas?

“El principio moderno y revolucionario del respeto de las personas en toda hipótesis, de la tolerancia a ul­tranza hacia las personas, es una gruesa herejía social que ha hecho mucho mal y hará todavía más a medida que esta idea vaya vulgarizándose, a saber: que la per­sona humana es siempre amable, siempre sagrada, siempre digna de respeto, cualesquiera que sean los errores teóricos o prácticos que lleve con ella a través del mundo” (El amigo del clero).

“Si bien soportar las injurias que no atentan más que contra nosotros mismos y respetar a las personas que las profieren, es un acto virtuoso, soportar las que atentan contra Dios es el colmo de la impiedad” (San­to Tomás de Aquino).

No hay ninguna colaboración posible con los liberales.

“Las asociaciones católicas deberán tener princi­palmente cuidado en excluir de su seno, no solamente a todos los que profesan abiertamente las máximas del liberalismo, sino también a los que se forjan la ilusión de creer posible la conciliación del liberalismo con el catolicismo, y que son conocidos bajo el nombre de ca­tólicos liberales” (La Civiltà Cattolica).

Pero ¿por qué emprender la polémica sobre to­do contra el liberalismo?

Sin duda, el liberalismo no es el único error que amenaza minar la fe, aunque es necesario in­cluir bajo ese vocablo al materialismo, al raciona­lismo y al laicismo. Pero el liberalismo es parti­cularmente peligroso porque un cierto liberalis­mo se pretende católico. Un cristiano de buena fe entenderá bastante fácilmente que no puede ser masón, o comunista: las condenaciones de la Iglesia son bastante claras.
Pero, por el contrario, muy fácilmente podría dejarse contaminar más o menos por las ideas li­berales.

“El liberalismo es menos una doctrina coherente, un sistema formulado, que una enfermedad del espíri­tu, una perversión del pensamiento” (Padre Roussel).

Y esto es lo que lo hace particularmente peli­groso. Combatir no es nunca agradable... sobre todo, combatir a los amigos. Sin embargo: “Hay que combatir el error aún en los cristianos, pues tie­nen menos derechos que los otros, si esto fuese posible, a profesarlo. Amen a sus adversarios, recen por ellos, ¡pero no les hagan cumplidos! ¡Qué asco! ¡No bus­quen complacer a algunos, busquen complacer a Dios!” (Santo Cura de Ars).

Sí, tengamos cuidado, como decía Louis Veui­llot, que “el temor de dejar de ser amables termine por sacarnos todo el ánimo de ser verdaderos”.

“Muchos los acusarán de imprudencia y dirán que su empresa no es oportuna... Una lucha de este tipo no podrá más que atraerles censuras, desprecio, quere­llas odiosas; pero aquel que trajo la verdad a la tierra no ha predicho otra cosa a sus discípulos, sino que se­rían odiosos a todos a causa de su nombre” (Pío IX, diciembre de 1876).

“Combatimos, pues, sin relajamiento, incluso sin esperanza de ganar la batalla. ¡Qué importa el éxi­to!” (Santa Teresita).


R.P. Georges Vinson“Simple Lettre”, nº 84, enero-febrero de 1994. Revista Iesus Christus Nº 46, Julio/Agosto de 1996.