1.
Tomemos en nuestras manos la Biblia con amor, conforme escribe San Jerónimo en
una de sus cartas: Ama las Santas Escrituras
y te amará la Sabiduría (Ef. 130 PL. 22, 1124). Además, ya que según San
Pablo, toda la Escritura, inspirada por
Dios, es útil para enseñar, convencer, corregir e instruir en la santidad (2
Tim. 3, 16-17), debemos leerla no para satisfacer nuestra curiosidad, sino para
encontrar en ella el provecho de nuestra alma.
2.
Antes de comenzar su lectura debemos dirigimos a Dios por medio de una corta y
fervorosa oración a Jesucristo el cual es el único digno de abrirnos el divino libro y romper los sellos que le tienen
como cerrado (Apoc. 5, 5 y 9).
3.
Es necesario leer la Escritura con grande humildad y con entera sumisión a la
Iglesia, la cual es la que recibió de Jesucristo este sagrado depósito, y la
única que puede darnos la verdadera inteligencia de una manera infalible, como
enseña el Concilio de Trento, siguiendo la tradición.
4.
Jesucristo es el grande objeto que siempre hemos de tener presente en la
lectura de la Santa Biblia, si queremos alcanzar su recto sentido, como dice
San Agustín (In Ps. 96).
5.
No siempre se guarda en la Escritura el orden de los tiempos; los Evangelistas
y otros autores sagrados anticipan o posponen a veces la narración de un
suceso, o hacen de él una recapitulación.
6. Cuando Jesucristo, o los autores de los
libros sagrados, citan algún otro lugar de la Escritura, especialmente de los
Profetas, sucede algunas veces que se halla la cita conforme a la sustancia o
sentido de las palabras, mas no con lo material de éstas; y a veces se cita un
solo profeta, aunque las palabras sean tomadas de varios.
7.Debe tenerse presente que Dios no nos
ha dado las Santas Escrituras para hacernos físicos o matemáticos, etc.; sino
para hacer nos buenos cristianos. Por eso, algunas expresiones sobre el mundo
físico que nos rodea, como sobre el movimiento del sol, no hay que entenderlas
en riguroso sentido científico; expresan con ellas las apariencias externas de
las cosas, como la significamos también nosotros al decir que el sol sale y se
pone. Esta norma no ha de aplicarse a las narraciones históricas, en las
cuales ha de creerse que el autor sagrado quiere contarnos la verdad, de no
probarse por el contexto o por la tradición, que su propósito no fue contar
historia verdadera, sino bajo su forma proponer una parábola o una alegoría, o
darnos alguna enseñanza. Atendamos siempre en esta materia a lo que la Iglesia
nos diga.
8.
Finalmente, hay en el Antiguo Testamento ciertos pasajes, cuya lectura
sorprende a muchas almas cristianas: tales son, sobre todo, aquellos en que se
nos cuentan pecados gravísimos o enormes castigos que Dios enviaba a su mismo
pueblo. Para entender estos pasajes hay que advertir, en primer lugar, que la
Escritura nunca alaba las acciones
pecaminosas; y si las cuenta lo hace para que conozcamos la miseria y debilidad
humanas; la misericordia de Dios, dispuesta a perdonar los más atroces
crímenes, o su justicia castigándolos; y a veces también, como en el caso de
David, para proponernos un ejemplo de penitencia. Los terribles castigos, que
Dios descargaba a veces sobre su pueblo, estaban bien merecidos por su
infidelidad y dureza verdaderamente inconcebibles.
9.
Téngase sobre todo en cuenta, que nosotros, gracias a Jesucristo, que nos
redimió, vivimos en un estado de mucha mayor perfección que aquel en que
vivieron los más santos Patriarcas y Profetas, y que sobre las costumbres y
moral del pueblo judío hubieron de influir a veces los pueblos idólatras de
que se veía rodeado; y así, páginas que ahora impresionan más o menos al pudor
cristiano no producían el mismo efecto a aquellos para quienes fueron
inmediatamente escritas. La rudeza y aspereza de costumbres de los pueblos
primitivos explica, en parte, estas escenas que contrastan con la suavidad y
dulzura de la Ley evangélica. Su lectura puede, por lo tanto, servirnos para
apreciar y agradecer los bienes inmensos que Jesucristo trajo al mundo con su
doctrina.