sábado, 6 de diciembre de 2014

SEMÁNTICA DEL DISCURSO BERGOGLIANO: EL LEJÓNIMO





En  nuestros anteriores posts se analizaba el discurso de Bergoglio como instancia final de una apologética decadente, y se caracterizaba a la diatriba como una de sus armas dialécticas favoritas. Cabe ahondar ahora un poco en lo que llamábamos “fuego amigo”, esto es la propensión a descargar en los cercanos dichas furias y reservar los halagos a quienes se hallan en las periferias. Se podría resumir esta propensión en la máxima: “Despreciarás a tu prójimo y amarás (o mejor, adularás) a tu lejónimo”.

Nada en el cristianismo indica que el pecador, en tanto tal, en tanto enemigo de Dios, merezca una predilección especial. Por el contrario, se lo ama y prefiere en tanto criatura, capaz de Dios, y deseándole que atraviese su lejanía para acercarse a la verdad y al amor. Se lo ama para rescatarlo. Se lo ama con la locura de la Redención, no de la complacencia. La parábola de los obreros de última hora no dice que el Señor haya pagado a los que nunca se arrimaron a la labor. La del Hijo Pródigo tampoco registra que el Padre haya mandado algunos empleados a seguir sufragando los gastos del hijo cuando las bellotas de los cerdos habían pasado a ser su próximo recurso.

Por lo mismo, las invectivas de Nuestro Señor nunca fueron contra los justos (i.e., los que intentan, con todas las dificultades y caídas del caso, vivir la gracia), ni contra los amantes de la verdad (i.e, los que intentan con la ayuda de la gracia conservar la fe). Cuando Cristo fulmina a los fariseos, los juzga como pecadores, y graves pecadores. Cuando rectifica a los saduceos, los corrige por heréticos. No es contra el resto fiel que conserva la fe e intenta vivir los mandamientos contra quienes alza su voz. A este resto le corresponde una advertencia: velad, no sea que se agote el aceite de la lámpara, no sea que el Hijo del Hombre venga como un ladrón en la noche. Cuando el joven rico se presenta ante Cristo, no le dice, ante su confesión de cumplimiento de la ley, que abra su mente y se deje sorprender por las novedades. Lo invita a ahondar en la ley de la gracia, que no implica arrojar por la ventana los mandamientos. Por último, Nuestro Señor no compara a los justos con las prostitutas y los publicanos. Dice a los pecadores (fariseos) que se tenían por justos que las prostitutas y los publicanos (pecadores convertidos) los precederían en el Reino de los Cielos, lo que es muy diferente.


Este largo excursus es para diferenciar el discurso bergogliano del evangélico, al que se le parece pero no. Hay una vuelta de tuerca: aquí el Hijo Pródigo es preferido cuando está en el muladar; “quia” está en el muladar;  la oveja perdida es preferida a las 99, a las que se deja a merced de los lobos; en esta versión sesentista y desvertebrada, Esaú recibe la elección sobre Jacob. La periferia de fe y de moral se vuelve preferible porque es periferia, no porque quienes habitan en las tinieblas y a  las sombras de la muerte deben ser rescatados, advertidos, corregidos, llevados al centro mismo de la luz.

Las consecuencias semánticas son tremendas. Los cercanos, primero de todos los sacerdotes, son caracterizados con todos los lugares comunes del mundo: codiciosos, avaros, grasosos, hipócritas, que cargan sobre las espaldas de los fieles (en realidad infieles) cargas insoportables, etc. El amor a la verdad de los fieles es cerrazón; el amor a la tradición, pelagianismo y fariseísmo; el cumplimiento de los mandamientos (como si fuera común) rutina y tibieza. En fin, el desprecio del cercano, del prójimo. En un plano personal, sabemos que quienes rodean a Bergoglio no la pasan bien: tienen que estar dispuestos a echar su honra a los perros, como le ocurrió recientemente a varios colaboradores (Omar Bello en su libro cuenta que quienes asistían al antiguo arzobispo de Buenos Aires terminaron, en su mayoría, en terapia).

Mientras tanto, los lejónimos, en tanto lejónimos, son colmados de halagos, de mohines, de guiños cómplices. No se le hace asco a nadie. No se exige ninguna condición previa, ninguna ablución más que la corrección política y la adhesión al populismo inmanente bergólatra. Un diputado abortista suspende por una semana su labor para abrazarse con el Pontífice. Vuelve luego y retoma sus tareas genocidas como si hubiera estado una semana en Las Vegas. Los ateos, los perversos, los corruptos cumplen la visita a la Meca y retornan a una vida pública más negra que la piedra de la Kaaba. Sin cambios, sin condiciones, con todas las felicitaciones, con todas las inadvertencias. Para ellos no hay profetismo, que se reserva con una violencia insólita y a veces con mucha injusticia, para los de la casa. Pegarles a los curas, exaltar a los imanes y rabinos; abrazarse con los turcos, dejar colgados del pincel a los armenios; reventar a los Franciscanos de la Inmaculada, idolatrar a los pentecostales.

La conducta es curiosa. Consta en el libro de Bello que el antiguo arzobispo de Buenos Aires pasaba la Navidad en la Catedral, con un grupo de judíos, alejado de su familia y comiendo bocaditos sin jamón. En la Misa de la Institución de la Eucaristía trocó el rito del lavado de pies de sus hermanos sacerdotes por el de laicos y personas de otras religiones. Recientemente, desautorizó a su ceremoniero frente a su antigua enemiga Cristina Kirchner. No queremos multiplicar los ejemplos, que parecen responder a una estructura de personalidad, no sólo a una estrategia de marketing o a una pastoral extraviada. Como esos padres de familia que sólo ven defectos en sus hijos y se desviven alabando a los de sus amigos, quizás haya cierto complejo de inferioridad o baja autoestima en esta semántica del lejónimo.  

Pero en esas alturas, la baja autoestima es institucional. Duele, y cómo. Y las consecuencias, de no interrumpir esta semántica, pueden ser muy nocivas. Pregunten a los sacerdotes.

Ludovicus