En nuestros anteriores posts se
analizaba el discurso de Bergoglio como instancia final de una apologética
decadente, y se caracterizaba a la diatriba como una de sus armas dialécticas
favoritas. Cabe ahondar ahora un poco en lo que llamábamos “fuego amigo”, esto
es la propensión a descargar en los cercanos dichas furias y reservar los
halagos a quienes se hallan en las periferias. Se podría resumir esta
propensión en la máxima: “Despreciarás a tu prójimo y amarás (o mejor,
adularás) a tu lejónimo”.
Nada en el cristianismo indica que el
pecador, en tanto tal, en tanto enemigo de Dios, merezca una predilección
especial. Por el contrario, se lo ama y prefiere en tanto criatura, capaz de
Dios, y deseándole que atraviese su lejanía para acercarse a la verdad y al
amor. Se lo ama para rescatarlo. Se lo ama con la locura de la Redención, no de
la complacencia. La parábola de los obreros de última hora no dice que el Señor
haya pagado a los que nunca se arrimaron a la labor. La del Hijo Pródigo
tampoco registra que el Padre haya mandado algunos empleados a seguir
sufragando los gastos del hijo cuando las bellotas de los cerdos habían pasado
a ser su próximo recurso.
Por lo mismo, las invectivas de Nuestro
Señor nunca fueron contra los justos (i.e., los que intentan, con todas las
dificultades y caídas del caso, vivir la gracia), ni contra los amantes de la
verdad (i.e, los que intentan con la ayuda de la gracia conservar la fe).
Cuando Cristo fulmina a los fariseos, los juzga como pecadores, y graves
pecadores. Cuando rectifica a los saduceos, los corrige por heréticos. No es
contra el resto fiel que conserva la fe e intenta vivir los mandamientos contra
quienes alza su voz. A este resto le corresponde una advertencia: velad, no sea
que se agote el aceite de la lámpara, no sea que el Hijo del Hombre venga como
un ladrón en la noche. Cuando el joven rico se presenta ante Cristo, no le
dice, ante su confesión de cumplimiento de la ley, que abra su mente y se deje
sorprender por las novedades. Lo invita a ahondar en la ley de la gracia, que
no implica arrojar por la ventana los mandamientos. Por último, Nuestro Señor
no compara a los justos con las prostitutas y los publicanos. Dice a los
pecadores (fariseos) que se tenían por justos que las prostitutas y los
publicanos (pecadores convertidos) los precederían en el Reino de los Cielos,
lo que es muy diferente.
Este largo excursus es para diferenciar
el discurso bergogliano del evangélico, al que se le parece pero no. Hay una
vuelta de tuerca: aquí el Hijo Pródigo es preferido cuando está en el muladar;
“quia” está en el muladar; la oveja perdida es preferida a las 99, a las
que se deja a merced de los lobos; en esta versión sesentista y desvertebrada,
Esaú recibe la elección sobre Jacob. La periferia de fe y de moral se vuelve
preferible porque es periferia, no porque quienes habitan en las tinieblas y a
las sombras de la muerte deben ser rescatados, advertidos, corregidos,
llevados al centro mismo de la luz.
Las consecuencias semánticas son
tremendas. Los cercanos, primero de todos los sacerdotes, son caracterizados
con todos los lugares comunes del mundo: codiciosos, avaros, grasosos,
hipócritas, que cargan sobre las espaldas de los fieles (en realidad infieles)
cargas insoportables, etc. El amor a la verdad de los fieles es cerrazón; el amor
a la tradición, pelagianismo y fariseísmo; el cumplimiento de los mandamientos
(como si fuera común) rutina y tibieza. En fin, el desprecio del cercano, del
prójimo. En un plano personal, sabemos que quienes rodean a Bergoglio no la
pasan bien: tienen que estar dispuestos a echar su honra a los perros, como le
ocurrió recientemente a varios colaboradores (Omar Bello en su libro cuenta que
quienes asistían al antiguo arzobispo de Buenos Aires terminaron, en su
mayoría, en terapia).
Mientras tanto, los lejónimos, en tanto
lejónimos, son colmados de halagos, de mohines, de guiños cómplices. No se le
hace asco a nadie. No se exige ninguna condición previa, ninguna ablución más
que la corrección política y la adhesión al populismo inmanente bergólatra. Un diputado
abortista suspende por una semana su labor para abrazarse con el Pontífice.
Vuelve luego y retoma sus tareas genocidas como si hubiera estado una semana en
Las Vegas. Los ateos, los perversos, los corruptos cumplen la visita a la Meca
y retornan a una vida pública más negra que la piedra de la Kaaba. Sin cambios,
sin condiciones, con todas las felicitaciones, con todas las inadvertencias.
Para ellos no hay profetismo, que se reserva con una violencia insólita y a
veces con mucha injusticia, para los de la casa. Pegarles a los curas, exaltar
a los imanes y rabinos; abrazarse con los turcos, dejar colgados del pincel a
los armenios; reventar a los Franciscanos de la Inmaculada, idolatrar a los
pentecostales.
La conducta es curiosa. Consta en el
libro de Bello que el antiguo arzobispo de Buenos Aires pasaba la Navidad en la
Catedral, con un grupo de judíos, alejado de su familia y comiendo bocaditos
sin jamón. En la Misa de la Institución de la Eucaristía trocó el rito del
lavado de pies de sus hermanos sacerdotes por el de laicos y personas de otras
religiones. Recientemente, desautorizó a su ceremoniero frente a su antigua
enemiga Cristina Kirchner. No queremos multiplicar los ejemplos, que parecen
responder a una estructura de personalidad, no sólo a una estrategia de
marketing o a una pastoral extraviada. Como esos padres de familia que sólo ven
defectos en sus hijos y se desviven alabando a los de sus amigos, quizás haya
cierto complejo de inferioridad o baja autoestima en esta semántica del lejónimo.
Pero en esas alturas, la baja autoestima
es institucional. Duele, y cómo. Y las consecuencias, de no interrumpir esta
semántica, pueden ser muy nocivas. Pregunten a los sacerdotes.
Ludovicus