Adiutricem
populi
De
LEÓN XIII
Sobre
la devoción del Rosario Mariano a favor de los disidentes
Del 5 de octubre de 1895
Del 5 de octubre de 1895
Venerables
Hermanos: Salud y Bendición apostólica
I.
Pruebas del florecimiento de la devoción a María.
Justo
es celebrar con magnificencia cada día mayor y rogar con una confianza más
decidida a la Santísima Virgen, Madre de Dios, auxilio constante y clementísimo
del pueblo cristiano. Pues, la variedad y abundancia de mercedes que ella, con
generosidad siempre más amplia para el bien común, prodiga por todo el mundo aumenta
los motivos que tenemos de confiar en ella y ensalzarla; y los católicos
responden, naturalmente, a tanta generosidad con la expresión de su más rendido
afecto, pues, si jamás en otro tiempo, ciertamente en estos tiempos tan arduos
para la Religión, es dable contemplar en todas las capas sociales
manifestaciones vivas y encendidas de amor y culto a la santísima Virgen.
Un
testimonio claro de ello lo constituyen las asociaciones que bajo su patrocinio
se restablecieron y se multiplicaron por doquiera; los hermosos templos que se
dedicaron a su augusto nombre; las peregrinaciones que con concurrencia
piadosísima se realizaron a sus más venerados santuarios; los congresos que se
convocaron para dedicarse al estudio del incremento de su gloria, y tantas otras
manifestaciones parecidas que eran en sí excelentes y prometían un porvenir aun
más feliz.
Florecimiento
especial de la devoción del Rosario.
Es
un hecho singular y para nosotros un recuerdo gratísimo cómo, entre las
múltiples formas de la devoción mariana, se vigorizaba siempre más, en el
aprecio y en la práctica este modo tan eximio de orar, lo cual, dijimos, era
gratísimo para Nos, porque si consagramos una no pequeña parte de Nuestras
preocupaciones a promover el establecimiento del rezo del Rosario vimos
claramente que la Reina celestial invocada con estas fervorosas plegarias nos
ayudó con benignidad en Nuestras labores; y confiamos en que Nos asistirá para
consolar Nuestras tristezas y para aliviar Nuestras preocupaciones que el día
de mañana ha de traer.
II.
Poder del Rosario para la reconciliación de los disidentes con la Iglesia
Abrigamos
sobre todo la esperanza de que la virtud del Rosario nos ayude con abundantes
auxilios a extender lo reino de Jesucristo.
Hemos
dicho ya más de una vez que la obra que en las actuales circunstancias deseamos
impulsar con mayor empeño es la reconciliación de las naciones disidentes con
la Iglesia; al mismo tiempo, hemos declarado que el éxito de la empresa debe
buscarse ante todo en las oraciones y súplicas dirigidas a Dios. No hace mucho
manifestamos lo mismo también, cuando con motivo de las solemnidades de la
fiesta de Pentecostés recomendamos para idéntico efecto especiales preces en
honor del Espíritu Santo; recomendación que en todas partes fue obedecida con
gran fervor.
III.
Perseverancia en esa oración por la reconciliación de los disidentes.
Pero
atendiendo a que el problema es muy arduo y la constancia engendra toda virtud,
conviene recordar la exhortación del Apóstol que dice: "Perseverad
en la oración"[i]; y
esto tanto más, cuanto que los felices comienzos de la empresa parecen
invitarnos con suavidad a continuar incansables en esta oración. En el próximo
mes de Octubre, pues, no habrá nada tan útil a este propósito ni nada tan grato
a Nuestro corazón como la instancia con que por todo el mes imploréis vosotros,
Venerables Hermanos, y vuestro pueblo, en unión con Nos, a la Virgen y
piadosísima Madre, mediante el rezo del Rosario y las oraciones prescritas de
costumbre. Eximias son, pues, las causas que nos impulsan a encomendar a su
protección Nuestras empresas y deseos, movidos por una confianza firmísima.
IV.
María nuestra madre.
El
misterio de la excelsa caridad que Cristo tuvo para con nosotros se revela
luminosamente por el hecho de haber querido, al morir, entregar su Madre a Juan
para que fuese su madre, por virtud de aquel memorable testamento: He
ahí tu hijo[ii].
Según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo quiso designar en
la persona de Juan a todo el género humano; y más especialmente a los que se
adhiriesen a Él por la fe. Y en este sentido pudo decir San
Anselmo de Canterbury: ¿Qué puede concebirse más digno sino que Vos, oh
Virgen Santísima, sois Madre de aquellos que tienen a Jesucristo por padre por
hermano?[iii].
Ella
aceptó, pues, el ministerio de este singular y laborioso oficio y lo desempeñó
con magnanimidad, auspiciándose su iniciación en el Cenáculo. Ella ayudó
admirablemente a los cristianos primitivos por la santidad de su ejemplo, la
autoridad de su consejo, la dulzura de su consuelo y la eficacia de sus santas
plegarias. Y en efecto, mostróse, pues, madre de la Iglesia y maestra y Reina
de los apóstoles a quienes comunicó parte de las divinas sentencias que conservaba
en su corazón[iv].
V.
María, medianera universal.
Al
ser elevada a la cumbre de su gloria, al lado de su divino Hijo, es casi
imposible decir cuánto añadiera a la amplitud y eficacia de intercesión, lo
cual convenía a la dignidad y claridad de sus méritos. Pues, desde allí, por
disposición divina, Ella comenzó a velar por la Iglesia y a asistirnos a
nosotros y a protegernos como madre; de tal modo que después. de haber sido
cooperadora en la administración del misterio de la redención humana, ha venido
a ser igualmente la dispensadora de la gracia que por todos los tiempos fluye
de aquel misterio, concediéndosele para ello un poder casi ilimitado. Por este
motivo las almas cristianas, llevadas por cierto impulso natural, se sienten
con razón arrastradas hacia María, para depositar en Ella confiadamente
sus pensamientos y obras, sus angustias y alegrías y para encomendarle, como
hijos, a su cuidado y bondad a sí mismos y todo lo suyo.
Por
este motivo también se elevan con toda razón magníficas alabanzas en todas las
naciones y en todos los ritos las que se acrecientan con el aplauso de los
siglos: entre otras alabanzas, las de: Nuestra Señora misma, medianera
nuestra[v],
la misma reparadora del mundo[vi],
la misma media nera de los dones de Dios[vii].
VI.
A Dios por María.
Y
por cuanto la fe es el fundamento y el principio de los dones divinos que
elevan al hombre sobre el orden natural al celestial, para obtener esta fe y
desenvolverla saludablemente, se celebra con razón cierta acción secreta de
aquella que nos dio al Autor de la fe[viii] y
que por su fe fue saludadabienaventurada[ix].
Nadie hay, oh Virgen santísima, que se imbuya del conocimiento de Dios sino por
Vos; nadie hay que se salve sino por Vos; nadie, que consiga misericordia sino
por Vos[x]. Ni
parece tener menos razón aquel que afirma que, principalmente por su dirección
y su auxilio, la sabiduría y la doctrina del Evangelio han llegado, haciendo
tan rápidos progresos, a todas las naciones, pese a las inmensas dificultades e
impedimentos que se oponían, estableciendo por doquiera un nuevo orden de
justicia y paz. Este mismo pensamiento inspiraba también el ánimo y la oración
de San Cirílo de Alejandríacuando se dirigía de este modo a la
Virgen: Por Vos predicaron los Apóstoles la salvación a las naciones,;
por Vos se celebra y se adora la Cruz bendita en todo el orbe; por Vos se
ahuyentan los demonios; por Vos el hombre mismo es llamado al cielo; por Vos
toda creatura, envuelta en el error de la idolatría, llegó al conocimiento de
la verdad; por Vos alcanzaron los fieles el santo bautismo, y se fundaron
iglesias entre todos los pueblos[xi].
VII.
María baluarte de la verdadera fe.
Y,
como lo proclamara el mismo santo doctor[xii] fue María quien
estableció y fortaleció muy especialmente el cetro de la fe
verdadera; y por su ininterrumpido desvelo fue que la fe católica se
mantuviera firme y prosperara intacta y fecunda. Muchos
documentos de esta clase existen y son asaz conocidos,
declarados a veces de un modo maravilloso.
En
los tiempos y lugares en que, ante todo, había que deplorar el que la Fe o
languideciera por la incuria o fuera atacada por la peste de los errores, se
demostró presente y eficaz la benignidad de la poderosa Virgen auxiliadora.
Bajo su impulso y en su virtud se levantaron hombres eminentes en santidad y
espíritu apostólico aniquilando las audacias de los impíos y devolviendo los
Corazones a la piedad de la vida cristiana e inflamándolos en ella.
Uno
de ellos, representante de muchos, es Santo Domingo de Guzmán quien
se empeñó con todo éxito en este doble apostolado, poniendo su confianza en el
auxilio del Rosario mariano. Nadie ignora cuánta parte cupo a la misma Madre de
Dios en los grandes méritos que se granjearon los Padres y Doctores de la
Iglesia que tan egregios esfuerzos hicieron para defender e ilustrar la verdad
católica.
En
efecto, ellos mismos, con ánimo agradecido, confiesan que de Ella que es
la Sede de la divina Sabiduría, descendió sobre ellos, al
escribir, la abundancia de los más eximios pensamientos y que, por
consiguiente, la malicia de los errores fue vencida por Ella y no por ellos.
Por
último, los príncipes y Pontífices romanos, custodios y defensores de la Fe
-unos para mover las guerras santas y otros para promulgar solemnes decretos-
invocaron el nombre de la Madre de Dios, y siempre experimentaron su gran poder
y benignidad.
Por
esta razón, la Iglesia y los Padres glorifican a María con no menor
verdad que magnificencia, diciendo: .Salve, lengua siempre elocuente de
los Apóstoles, sólido fundamento de la Fe, baluarte inconmovible de la Iglesia[xiii].
Salve, que por Vos hemos sido inscritos en el número de los ciudadanos de la
Iglesia, una, santa, católica y apostólica[xiv].
Salve, manantial de divina abundancia del que fluyen los ríos de la celestial
sabiduría, las aguas puras y límpidas de la ortodoxia que rechazan lejos las
turbas de los errores[xv].
Regocijaos, porque Vos sola habéis destruido en el mundo todas las herejías[xvi].
VIII.
Confianza en nuestra Madre.
Esta
parte principalísima que cabe a la Madre de Dios en el desarrollo de los
combates y en los triunfos de la Fe católica pone gloriosamente de manifiesto
los designios divinos respecto a ella y debe inspirar a todos los buenos una
firme esperanza de que se verán colmados los deseos comunes.
¡Hay
que confiar en María!!, ¡hay e implorar a María! ¿Qué no podrá hacer con su
poder para apresurar el éxito a fin de que la profesión de la misma fe una las
mentes de todas las naciones cristianas y el lazo de la perfecta caridad, ese
nuevo y ansiado ornamento de la Religión, hermane las voluntades? ¡No querrá
Ella conseguir que los pueblos todos por cuya estrechísima unión rogara
fervorosamente su Hijo único y que por el mismo bautismo llamara a la
misma herencia de la salud[xvii] por la cual había pagado un precio
infinito, laboren unánimes en su luz admirable![xviii] ¿No querrá Ella emplear los
tesoros de bondad y providencia, tanto para consolar a la Iglesia, Esposa de
Cristo, en sus largos sufrimientos por causa de ellos como para llevar a la
perfección, en medio de la familia cristiana, el don de la unidad que es el
insigne fruto de su maternidad?
IX.
María es el vínculo de unión.
Que
la feliz realización de esa empresa no ha de demorarse mucho parece confirmarse
por la creencia y la confianza que alienta en los corazones de los piadosos de
que María ha de ser el lazo bendito por cuya fuerza sólida y suave, todos
cuantos amen en el mundo a Cristo, formarán un solo pueblo de hermanos que
obedezcan a su Vicario en la tierra, el Romano Pontífice, como a su común
Padre.
Llegados
a este punto, Nuestro pensamiento remonta los anales de la Iglesia hasta los
nobilísimos ejemplos de la edad primitiva y se detiene con un placer indecible
en el recuerdo del gran Concilio de Efeso. Una firmísima unidad de fe y una
misma comunión de culto que en aquellos tiempos vinculaba el Oriente con el
Occidente parecieron reinar allí con singular firmeza y resplandecer con
gloria, pues, cuando os Padres establecieron legítimamente el dogma de la Maternidad
de la Santísima Virgen, la noticia de este hecho, partiendo de esta
piadosísima ciudad que exultaba de gozo, llegó a llenar de la misma celebérrima
alegría a todo el orbe cristiano.
X.
Rogar por la unidad de la fe.
Cuantos
motivos, pues, apoyen y aumenten la confianza en la Virgen poderosa y
benignísima de ser escuchados, tantas razones estimularán el celo, que
recomendamos a los católicos, de implorar a María. Consideren ellos cuán
excelente y útil y ciertamente, cuán acepto y grato para la misma Virgen será
esto, pues, poseyendo ya la unidad de la fe, declaran de este modo que aprecian
muchísimo la fuerza de este beneficio y desean conservarlo más fielmente. Ni
pueden demostrar de ninguna otra manera más preclara su amor fraterno a los
disidentes que rogando fervorosamente por ellos para que recobren aquel bien de
la unidad, que es el mayor de todos.
Pues,
esta caridad cristiana de la fraternidad que reinaba en toda la historia de la
Iglesia solía hallar su fuerza en la Madre de Dios como que es la favorecedora
más eximia de la paz y de la unidad. San Germán de Constantinopla la
invocaba en estos términos: Acordaos de los cristianos que son vuestros
servidores; recomendad las oraciones de todos; ayudad la esperanza de todos;
consolidad la fe y unid todas las Iglesias[xix]. Tal es también la invocación
de los griegos: Oh Virgen purísima, que podéis acercaros a vuestro Hijo
sin temor de ser desechada; rogadle, pues, oh Virgen Santísima, a fin de que
conceda la paz al mundo; que infunda un mismo sentir a todas las Iglesias; y
todos os glorificaremos[xx].
XI.
El culto mariano en el Oriente y sus imágenes traídas del Oriente son prendas
de unión.
Otra
razón propia y especial por qué la Santísima Virgen acceda con mayor benignidad
a las plegarias en favor de las Iglesias disidentes se añade aquí a la
anterior; son los egregios méritos que respecto de la devoción mariana tienen,
especialmente las Iglesias orientales. Es a ellas que se debe en gran parte la
propagación y el fomento de su veneración; en su seno surgieron varones
memorables que afirmaban y defendían la dignidad de María, importantísimos por
el poder de su elocuencia y sus escritos, panegiristas ilustres por su ardor y
la suavidad de sus palabras, emperatrices gratísimas a los ojos de
Dios que siguieron el ejemplo de la purísima Virgen, imitaron su
munificencia y erigieron templos y basílicas para practicar el culto al Rey.
Será
lícito agregar aquí un asunto no ajeno al tema y que redunda en gloria de la
Santísima Madre de Dios. No hay quien ignore que gran número de las augustas
imágenes de María fueron traídas, en diversas épocas, del Oriente al Occidente,
especialmente a Italia y a esta Urbe. Nuestros padres no sólo las recibieron
con suma piedad y las veneraron magníficamente sino que, con igual devoción,
sus nietos las procuran honrar como sacratísimas. En este hecho el ánimo se
goza reconociendo cierta señal y gracia de nuestra benignísima Madre; pues, Nos
parece que estas imágenes se conservan entre nosotros como testigos de aquellos
tiempos en que la familia de los cristianos vivía estrechamente unida por
doquiera, y como prendas bien caras de la común herencia. El mirarlas (como si
la Virgen misma exhortara a ello) invita los corazones a que recuerden
piadosamente a aquellos a quienes la Iglesia llama con sumo amor a que tornen a
la prístina concordia y a la alegría de su abrazo.
XII.
El Rosario provechosa oración de unión.
De
este modo, Dios mismo ofreció en María una protección eficacísima para la
unidad cristiana. Aunque no la merecerá un solo modo de oración, sin embargo
creemos que el santísimo Rosario fue instituido para conseguirla en forma
óptima y ubérrima. En otras ocasiones ya hemos indicado que no era
la ventaja menor de este piadoso ejercicio que el cristiano posea en él un
medio pronto y fácil para nutrir su fe y defenderse de la ignorancia y del
peligro del error, como lo ponen de manifiesto los mismos orígenes del Rosario.
Patente está la relación estrecha que guarda con María todo lo que en él se
ejercita y se fomenta sea mediante las preces que se repiten, sea, sobre todo,
mediante los misterios que se meditan. Pues, cuando ante Ella rezamos con
devoción el Rosario volvemos a vivir, conmemorando, la obra admirable de la
redención, de tal modo que contemplamos como hechos presentes que se
desenvuelven ante nuestros ojos los acontecimientos cuyo desarrollo y efecto la
vinieron a constituir al mismo tiempo en Madre de Dios y nuestra.
La
grandeza de esta doble dignidad y los frutos de este doble
ministerio aparecen con vivos fulgores cuando piadosamente meditamos cómo María
se asocia a su Hijo en los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. De allí
resulta que el alma se inflame en amor agradecido para con Ella, y, desdeñando
todo lo caduco, se empeñe, con firme voluntad, en mostrarse digna de tal Madre
y de sus beneficios. Y como esa frecuente y fiel recordación no puede menos de
agradar muy íntimamente a esa Madre, por mucho la mejor de todas, y de moverla
a misericordia para con los hombres, por eso, Nos hemos dicho, que el rezo del
Rosario será el ejercicio más oportuno con qué encomendarle la causa de los
hermanos separados; porque esto incumbe propiamente a su misión de Madre, por
cuanto los que son de Cristo no han sido concebidos por María ni lo han podido
ser si no en una misma fe y un mismo amor; pues, por ventura ¿Cristo
está dividido?[xxi], y todos debemos
vivir la vida de Cristo a fin de que en el mismo cuerpo fructifiquemos
para Dios[xxii].
XIII.
María obtendrá la unidad si rezamos el Rosario.
Es
necesario que la misma Madre que recibió de Dios el poder de engendrar
continuamente nuevos hijos engendre nuevamente para Cristo, por así decirlo, a
todos aquellos que por funestas circunstancias fueron separados de esta unidad.
Es también lo que Ella, sin duda, desea vivamente conseguir. Si le donamos las
coronas de esta oración agradabilísima, Ella implorará la abundancia de
los auxilios del Espíritu vivificador. ¡Ojalá los buenos no rehúsen
secundar los propósitos de aquella Madre misericordiosa, y, atendiendo su
propia salvación, escuchen la dulcísima invitación de María: ¡Hijitos míos,
de nuevo sufro por vosotros dolores de parto hasta ver a Cristo formado en
vosotros![xxiii].
XIV.
El rezo del Rosario en el Oriente.
Ponderado
así la gran virtud del Rosario mariano, algunos de Nuestros predecesores
dedicaron especiales esfuerzos a su propagación entre las naciones orientales.
En especial, Eugenio IV en la Constitución Advesperascente, dada en
el año 1439, luego Inocencio XII y Clemente XI, cuya autoridad concedió, para
este efecto, grandes privilegios a la Orden de Predicadores. Los frutos no se
hicieron esperar, gracias al celo de los ministros de esa misma Orden;
numerosos y esclarecidos documentos lo atestiguan aunque el largo tiempo
transcurrido desde entonces y las circunstancias adversas hayan detenido
después los progresos de esta obra.
En
nuestra época, el fervoroso culto de esta misma devoción del Rosario, que Nos,
desde el principio, hemos ensalzado, ha encontrado eco en el alma muchas
personas de aquellas regiones. En cuanto esto, pues, responda a Nuestros
esfuerzos iniciales, esperemos que sea muy provechoso para dar cumplimiento a
Nuestros deseos.
XV.
El Templo de Nuestra Señora del Rosario en Patras.
Con
esta esperanza se une un hecho muy gozoso que interesa tanto al Oriente como al
Occidente, y es muy conforme a Nuestros designios. Hablamos, Venerables
Hermanos, del proyecto cuya iniciativa nació en el Congreso Eucarístico de
Jerusalén, o sea el de erigir un Templo en honor de la Reina del Santísimo
Rosario, y esto en Patras en Acaya, no lejos del sitio donde en los tiempos
antiguos, bajo sus augurios, resplandeció el nombre cristiano. Según nos ha
manifestado, para Nuestro gozo, la Comisión que con Nuestra aprobación, fue
constituida para impulsar esta obra y preocuparse de ella, ya muchos de
vosotros, acatando Nuestros ruegos, habéis organizado Colectas especiales al
efecto, con toda diligencia, y aun prometisteis continuarlas en forma igual
hasta la terminación de la empresa. Con ello, ya han afluido bastantes
recursos, de modo que la construcción podrá iniciarse con aquélla amplitud que
a tal obra conviene; y Nos hemos dado poder para que, próximamente, se coloque
con auspiciosas y solemnes ceremonias la primera piedra del templo. Elevaráse
este santuario, en nombre del pueblo cristiano, como un monumento de perenne
gracia a la Virgen Auxiliadora y Madre celestial, la cual se invocará allí
asiduamente en ambos ritos, el latino y el griego, a fin de que Ella se digne
colmar los antiguos beneficios aun con nuevos más eficaces.
XVI.
Los beneficios del mes del santo Rosario.
Y
ahora, Venerables Hermanos, vuelve Nuestra exhortación al punto de donde
partió. Es, que todos, pastores y rebaños, se acojan, sobre todo durante el mes
que se avecina, bajo el manto protector de la Santísima Virgen. Que en público
y en privado, con alabanzas, plegarias y ofrecimientos, se unan todos para
invocarla y suplicarla como a Madre de Dios y Madre nuestra, clamando: Mostrad
que sois nuestra Madre[xxiv]. Que su maternal clemencia
conserve a su universal familia al abrigo de todos los peligros; que la haga
gozar de prosperidad verdadera fundada en la santa unidad. Mire con
benevolencia a los católicos de todos los pueblos, y, uniéndolos más
estrechamente cada día con los lazos de la caridad, los vuelva prontos y
constantes para sostener la gloria de la Religión, en la que van incluidos
asimismo los mayores beneficios para el Estado.
XVII.
Plegaria a María por los disidentes.
Dígnese
Ella mirar asimismo con especialísima benevolencia a los pueblos disidentes,
naciones grandes e ilustres en que laten tantos corazones generosos,
conscientes de sus deberes cristianos; dígnese suscitar en ellos anhelos
saludables y nobles propósitos, y después de haberlos suscitado favorezca su
realización.
En
cuanto a los disidentes orientales quiera Ella recordar la devoción acendrada
que le profesan y las gestas sublimes que sus antepasados realizaron por la
gloria de su nombre. En cuanto a los occidentales baste rememorar el utilísimo
patrocinio con que Ella reconoció y recompensó la eximia devoción que todas las
clases sociales le manifestaran en el transcurso de muchos siglos.
Logre
ser oída la voz suplicante del Oriente y del Occidente y de todas las naciones
católicas dondequiera habiten; logre ser oída la Nuestra que desde lo más
profundo del alma clama: Mostrad que sois Nuestra
Madre.
Bendición
Apostólica.
Entre
tanto, y como testimonio de Nuestra benevolencia os impartimos con amor la
bendición Apostólica a vosotros, a vuestro clero y al pueblo confiado a vuestro
cuidado. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 5 de Septiembre de 1895, año
decimoctavo de Nuestro Pontificado. León XIII
[xii] San Cirilo Alej. Hom. contra Nest
[xiii] Del
Himno griego "Akátistos".
[xv] San
Germán de Constantinopla or. iu Deip praesentat. n. 14.
[xvi] En
el Oficio B.M.V.