Fidentem
Piumque
De
LEÓN XIII
Sobre
la devoción del Rosario
Del 20
de Septiembre de 1896
l.
Amor del Papa a la Santísima Virgen y respuesta del pueblo a sus exhortaciones.
Muchas
veces en el transcurso de Nuestro Pontificado, atestiguamos públicamente
Nuestra confianza y piedad respecto a la Bienaventurada Virgen, sentimientos
que abrigamos desde nuestra infancia, y que durante la vida hemos mantenido y
desarrollado en Nuestro corazón.
A
través de circunstancias funestísimas para la religión cristiana y para las
naciones, conocimos cuán propio era de Nuestra solicitud recomendar ese medio
de paz y de salvación que Dios, en su infinita bondad, ha dado género humano en
la persona de su augusta Madre, y que siempre se vio patente en la historia de
la Iglesia.
En
todas partes el celo de las naciones católicas ha respondido a Nuestras
exhortaciones y deseos; por donde quiera se ha propagado la devoción al
Santísimo Rosario, y se ha producido abundancia de excelentes frutos. No
podemos dejar de celebrar a la Madre Dios, verdaderamente digna de toda
alabanza y recomendar a los fieles el amor a María, madre de los
hombres, llena de misericordia y de gracia.
Nuestro
ánimo, henchido de apostólica a solicitud, sintiendo que se acerca, cada vez
más el momento último de la vida, mira con más gozosa confianza a la que, cual
aurora bendita, anuncia la ventura de un día interminable.
Si
Nos es grato, Venerables Hermanos, el recuerdo de otras cartas publicadas en
fecha determinada en loor del Rosario, oración en todos conceptos agradable a
la que tratamos de honrar, y utilísima a los que debidamente la rezan, grato
Nos es también insistir en ello y confirmar Nuestras instrucciones.
II.
Necesidad de la oración.
Excelente
ocasión se Nos ofrece de exhortar paternalmente a las almas y corazones para
que aumenten su piedad y se vigoricen con la esperanza de los inmortales
premios.
La
oración de que hablamos recibió el nombre especial de Rosario, como si imitase
el suave aroma de las rosas y la belleza de los floridos ramilletes. Tan propia
como es para honrar a la Virgen, llamada Rosa mística del
Paraíso, y coronada de brillante diadema, como Reina del Universo,
tanto parece anuncio de la corona de celestiales alegrías que María otorgará a
sus siervos.
Bien
lo ve quien considera la esencia del Rosario; nada se Nos aconseja más en los
preceptos y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles, que
invocar a Dios y pedir su auxilio. Los Padres y doctores nos hablaron luego de
la necesidad de la oración, tan grande que si los hombres descuidaren este
deber, en vano esperarán la salvación eterna.
III.
La asiduidad en la oración.
Mas
si la oración por su misma índole y conforme a la promesa de Cristo es camino
que conduce a la obtención de las mercedes, sabemos todos que hay dos elementos
que la hacen eficaz: la asiduidad y la unión de muchos fieles.
Parécese
Dios a un buen Padre que quiere contestar los deseos de sus hijos; pero también
que éstos con instancia acudan a él y que, con sus ruegos, le importunen, de
suerte que unan a Él su alma con los vínculos más fuertes.
IV.
La oración en común.
Nuestro
Señor más de una vez habló de la oración en común: "Si dos de entre
vosotros se reúnen en la tierra, mi Padre que está en los Cielos les concederá
lo que pidan, porque donde se hallaren dos o tres reunidos en mi nombre, yo
estaré entre ellos"[ii]. Así
dice audazmente Tertuliano: "Nos reunimos para sitiar a Dios con
nuestras oraciones y como si nos tomásemos de las manos, para hacer violencia
agradable a Dios"[iii].
Son
de Santo Tomás de Aquino estas memorables frases: "Imposible que
las oraciones de muchos hombres no sean escuchadas, si, por decirlo así, forman
una sola"[iv].
Ambas
recomendaciones se pueden aplicar bien al Rosario. Porque en él, en efecto,
para no extendernos, redoblamos Nuestras súplicas para implorar del Padre
celestial el reinado de su gracia y de su gloria, y asiduamente invocamos a la
Virgen María para que por su intercesión, nos socorra, ya porque durante la
vida entera estamos expuestos al pecado, ya porque en la última hora estaremos
a la puerta de la eternidad.
V.
El Rosario familiar y en el templo.
Apropiado
es también que el Rosario se rece como oración en común. Con razón se le ha
llamado Salterio de María. Debe renovarse religiosamente esa
costumbre de Nuestros mayores; en las familias cristianas, en la ciudad y en el
campo, al finalizar el día y concluir sus rudos trabajos, reuníanse ante la
imagen de la Virgen y se rezaba una parte del Rosario. Vivamente interesada por
esta piedad filial y común, María, como la madre al hijo, protegía a estas
familias y les concedía los beneficios de la paz doméstica, que era presagio de
la celestial.
Considerando
esa eficacia de la oración en común, entre las decisiones que en varias épocas
tomamos respecto al Rosario, dictamos ésta: deseamos que diariamente se recite
en las catedrales y todos los días de fiesta en las parroquias[v]. Obsérvese
esta práctica con celo y constancia y alegrémonos de que se observe, acompañada
de otras manifestaciones solemnes de la piedad pública y de peregrinaciones a
los santuarios célebres cuyo número debemos desear que aumente.
Esa
asociación de rezos y alabanzas a María tiene mucho de tierno y saludable para
las almas. Sentímoslo Nosotros, y Nuestra gratitud Nos hace recordar que cuando
en ciertas circunstancias solemnes de Nuestro Pontificado, Nos hallamos en la
Basílica Vaticana, Nos rodeaban gran número de personas de todas condiciones,
que, uniendo sus ánimos, votos y confianza a los Nuestros, rezaban con ardor
los misterios y oraciones del Rosario a la misericordiosa protectora de la
Religión católica.
VI.
María mediadora entre Dios y los hombres.
¿Quién
pudiera pensar y decir que la viva confianza que tenemos en el socorro de la
Virgen sea exagerada? Ciertamente el nombre y representación de perfecto
Conciliador sólo viene a Cristo, porque sólo El, Dios y hombre a la vez, volvió
al género humano a la gracia del Padre Supremo "Sólo hay un
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo
como Redentor de todos"[vi]. Mas
si, como en seña el Doctor Angélico nada impide que otros sean llamados, secundum
quid, mediadores entre Dios y los hombres, porque colaboran a la unión
del hombre con Dios, dispositive et ministerialiter[vii],
como los Ángeles, Santos, Profetas y Sacerdotes de ambos Testamentos, entonces
la misma gloria conviene plenamente a la Santísima Virgen.
Es
imposible concebir que nadie para reconciliar a Dios y a los hombres haya
podido o en adelante pueda obrar tan eficazmente como la Virgen. A los hombres
que marchaban hacia su eterna perdición les trajo un Salvador, al recibir la
nueva de un misterio pacífico que el Ángel anunció a la tierra, y dar admirable
consentimiento en nombre de todo el género humano[viii].
De Ella nació Jesús. Ella es su verdadera madre, y por ende digna y gratísima mediadora
para con el Mediador.
VII.
El Rosario nos recuerda estos misterios.
Como
estos misterios se incluyen en el Rosario y sucesivamente se ofrecen a la
memoria y meditación de los fieles, se ve lo que significa María en la obra de
Nuestra reconciliación y salvación.
Nadie
puede substraerse a un tierno afecto viendo presentarse a María en hogar de
Isabel como instrumento de las gracias divinas y cuando presenta a su Hijo a
los pastores, a los Reyes y a Simeón.
Pero
¿qué se ha de sentir pensando que la Sangre de Cristo vertida por nosotros y los
miembros que presenta a su Padre con las llagas recibidas en precio de nuestra
libertad, son el mismo cuerpo y la sangre misma de la Virgen? La
carne de Jesús es, en efecto, la de María, y aunque haya sido exaltada por la
gloria de la resurrección, su naturaleza quedó siendo la misma que se tomó en
María[ix].
,
VIII. El Rosario fortifica la fe.
VIII. El Rosario fortifica la fe.
También
hay otro fruto notable del Rosario, en relación con las necesidades de nuestra
época. Ya hemos recordado que consiste en que viéndose expuesta a tantos
ataques y peligros la virtud de la fe divina, el Rosario da al cristiano con
qué alimentarla y fortificarla eficaz mente. Las divinas Escrituras llaman a
Cristo autor y consumador de la fe[x]; "autor
de la fe" porque Él mismo enseñó a los hombres un gran número de
verdades que debían creer, sobre todo las relativas a Dios mismo y al Cristo en
que reside toda la plenitud de Divinidad[xi], y
porque por su gracia y de algún modo por la unión del Espíritu Santo, les da
afectuosamente los medios de creer; "y consumador" de la
misma fe porque El hace evidente en el Cielo cuanto el hombre no percibe en su
vida mortal mas que a través de un velo, y allí cambiará la fe presente en
gloriosa iluminación.
Ciertamente
la acción de Cristo se hace sentir en el Rosario de una manera poderosa.
Consideramos y meditamos su vida privada en los misterios gozosos, la
pública hasta la muerte entre los mayores tormentos, y
la gloriosa que, después de la resurrección triunfante, se ve
trasladada a la Eternidad, donde está sentado a la diestra del Padre.
IX.
El Rosario profesión de fe.
Y
dado que la fe para ser plena y digna debe necesariamente manifestarse,
porque se cree en el corazón para la justicia, pero se confiesa la fe
por la boca para la salvación[xii], encontramos
precisamente en el Rosario un excelente medio de confesarla. En efecto, por las
oraciones vocales que forman su trama podemos expresar y confesar nuestra fe en
Dios, nuestro Padre, lleno de providencia; en la vida de la eternidad futura,
en la remisión de los pecados, y también nuestra fe en los misterios de la
Trinidad Santísima, del Verbo hecho carne, de la divina maternidad y en otros.
Nadie
ignora cuál es el valor y el mérito de la fe. Ni es otra cosa la fe que el
germen escogido del que nacen actualmente las flores de toda virtud, por las
que nos hacemos agradables a Dios, donde nacerán más tarde los frutos que deben
durar para siempre. Conocerte es, en efecto, el
perfeccionamiento de la justicia, y su virtud es la raíz de la inmortalidad[xiii].
X.
Penitencia.
Conviene
añadir a este propósito algo de los deberes de virtud que necesariamente exige
la fe. Entre ellos se halla la penitencia, que comprende laabstinencia, necesaria
y saludable por más de un concepto. Si la Iglesia en este punto obra cada día
con mayor indulgencia para con sus hijos, comprendan éstos, en cambio, su deber
de compensar con otros actos esa maternal indulgencia. Añadimos con gusto este
motivo a los que nos han hecho recomendar el Rosario, que también puede
producir buenos frutos de penitencia, sobre todo meditando los sufrimientos de
Cristo y su Madre.
XI.
Fácil uso del Rosario.
En
nuestros esfuerzos para lograr el supremo bien, ¡con qué sabia providencia se
Nos indica el Rosario como socorro que a todos conviene, fácilmente
aprovechable, sin comparación posible con otro alguno! Aun el medianamente
instruido en asuntos de Religión puede servirse de él fácilmente y con
utilidad, y el Rosario no toma tanto tiempo que perjudique a cualesquiera
ocupaciones.
Los
anales sagrados abundan en ejemplos famosos y oportunos, y se sabe que muchas personas
cargadas de importantes quehaceres y grandes trabajos jamás han interrumpido un
solo día esta piadosa costumbre.
XII.
La sagrada Corona.
Bien
se concilia la devoción del Rosario con el íntimo afecto religioso que
profesamos a la Corona sagrada, afecto que a muchos les lleva a amarla como
compañera inseparable de su vida y fiel protectora y a estrecharla contra su
pecho en lo último de la agonía, considerándola como el dulce presagio de la incorruptible
corona de la gloria[xiv]. Presagio
que se apoya en la copia de sagradas indulgencias, si el alma se encuentra en
disposición de recibirlas.
De
ellas ha sido enriquecida la devoción del Rosario cada vez más por Nuestros
predecesores y por Nos mismo, concedidas en cierto modo por la manos mismas de
la Virgen misericordiosa, utilísimas a los moribundos y a los difuntos, para
que cuanto antes gocen de los consuelos de la paz tan deseada y de la luz
eterna.
Estas
razones, Venerables Hermanos, Nos mueven a alabar siempre y recomendar a los
pueblos católicos tan excelente fórmula de piedad y de devoción, Pero aún tenemos
otro muy grave motivo que ya en Nuestras cartas y alocuciones os hemos
manifestado, abriendo de par en par Nuestro
corazón.
corazón.
XIII.
Reconciliación entre los disidentes.
Nuestras
acciones, en efecto, se inspiran más ardientemente cada día en el deseo
concebido en el divino corazón de Jesús de favorecer la tendencia a la
reconciliación que apunta en los disidentes.
Comprendemos
que esa admirable unidad no puede prepararse y realizarse por mejor medio que
por la virtud de las santas oraciones. Recordamos el ejemplo de Cristo, que en
una oración dirigida a su Padre le pidió que sus discípulos fuesen uno
solo en la fe y en la caridad; y que su Santísima Madre dirigiera la
misma ferviente oración, es indudable recorriendo la historia apostólica.
Ella
nos representa la primera Asamblea de los Apóstoles, implorando a Dios y
concibiendo gran esperanza, la prometida efusión del Espíritu Santo y a la vez
a María presente en medio de ellos y orando especialmente, Todos
perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús[xv]. Por
eso también la Iglesia en su cuna se unió juntamente a María en la oración,
como promovedora y custodio excelente de la unidad, y en Nuestro tiempo conviene
obrar así en el mundo católico, todo en el mes de Octubre, que ha mucho tiempo,
por razón de los días infaustos que corren para la Iglesia, se ha destinado a
la expresada devoción, y por eso hemos querido dedicarlo y consagrarlo a María
invocada en rito tan solemne.
XIV.
Exhortación final.
Redóblese,
por tanto, esa devoción, sobre todo para obtener la santa unidad. Nada puede
ser más dulce y agradable para María, que íntimamente unida con Cristo, desea y
anhela que los hombres todos, favorecidos con el mismo y único bautismo de
Jesucristo, se unan a Él y entre sí por la misma fe y una perfecta caridad.
Los
augustos misterios de esta Fe, por el culto del Rosario, penetren más
hondamente en las almas para obtener el dichoso resultado de imitar lo que
contiene y lograr lo que prometen.
Entre
tanto, como prenda de las divinas mercedes y testimonio de Nuestro afecto, os
concedemos benignamente a cada uno de vosotros y a vuestro clero y pueblo la
bendición Apostólica.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de Septiembre del año 1896, de Nuestro
Pontificado el decimonono. LEÓN PAPA XIII
[i] Mat.
7, 7.
[ii] Mat.
18, 19-20.
[iii] Apologet. c. 39.
[iv] In
Evang. Matth., c. 18.
[v] Letras
apostólicas, "Salularis ille" de diciembre de 1883.
[vi] 1
Timot., 2, 5-6.
[viii] S.
Tomás. III. q. 30, a. 1.
[ix] De
Assumpt. BMV. c. 5, entre las obras de San Agustín.
[x] Hebr.,
12, 2.
[xi] Col.,
2, 9.
[xii] Rom., 10, 10.
[xiii] Sap., 15. 3. (14) 1 Pctr. 5, 4.
[xv] Act.
1, 14.