“La verdad tiene una
fuerza propia que comunica a sus amigos y defensores. No son éstos los que se
la dan a ella; es ella quien a ellos se la presta. Mas a condición de que sea
ella realmente la defendida. Donde el defensor, so capa de defender mejor la
verdad, empieza por mutilarla y encogerla o atenuarla a su antojo, no es ya tal
verdad lo que defiende, sino una invención suya, criatura humana de más o menos
buen parecer, pero que nada tiene que ver con aquella otra hija del cielo.
Esto sucede hoy día a
muchos hermanos nuestros, víctimas (algunos inconscientes) del maldito resabio
liberal. Creen con cierta buena fe defender y propagar el Catolicismo; pero a
fuerza de acomodarlo a su estrechez de miras y a su poquedad de ánimo, para
hacerlo (dicen) más aceptable al enemigo a quien desean convencer, no reparan
que no defienden ya el Catolicismo, sino una cierta cosa particular suya, que
ellos llaman buenamente así, como pudieran llamarla con otro nombre. Pobres
ilusos que, al empezar el combate, y para mejor ganarse al enemigo, han
empezado por mojar la pólvora y por quitarle el filo y la punta a la espada,
sin advertir que espada sin punta y sin filo no es espada, sino hierro viejo, y
que la pólvora con agua no lanzará el proyectil. Sus periódicos, libros y
discursos, barnizados de catolicismo, pero sin el espíritu y vida de él, son en
el combate de la propaganda lo que la espada de Bernardo y la carabina de
Ambrosio, que tan famosas ha hecho por ahí el modismo popular para representar
toda clase de armas que no pinchan ni cortan.
¡Ah! no, no, amigos
míos; preferible es a un ejército de esos una sola compañía, un solo pelotón de
bien armados soldados que sepan bien lo que defienden y contra quién lo
defienden y con qué verdaderas armas lo deben defender. Denos Dios de esos, que
son los que han hecho siempre y han de hacer en adelante algo por la gloria de
su Nombre, y quédese el diablo con los otros, que como verdadero desecho se los
regalamos.
Lo cual sube de punto
si se considera que no sólo es inútil para el buen combate cristiano tal haz de
falsos auxiliares, sino que es embarazosa y casi siempre favorable al enemigo.
Asociación católica que debe andar con esos lastres, lleva en sí lo suficiente
para que no pueda hacer con libertad movimiento alguno. Ellos matarán a la
postre con su inercia toda viril energía; ellos apocarán a los más magnánimos y
reblandecerán a los más vigorosos; ellos tendrán en zozobra al corazón fiel,
temeroso siempre, y con razón, de tales huéspedes, que son bajo cierto punto de
vista amigos de sus enemigos. Y, ¿no será triste que, en vez de tener tal
asociación un solo enemigo franco y bien definido a quien combatir, haya de
gastar parte de su propio caudal de fuerzas en combatir, o por lo menos en
tener a raya, a enemigos intestinos que destrozan o perturban por lo menos su
propio seno? Bien lo ha dicho La Civiltá Cattolica en unos famosos artículos.
"Sin esa
precaución, dice, correrían peligro ciertísimo no solamente de convertirse
tales asociaciones (las católicas) en campo de escandalosas discordias, mas
también de degenerar en breve de los sanos principios, con grave ruina propia y
gravísimo daño de la Religión."
Por lo cual concluiremos nosotros este capítulo trasladando aquí aquellas otras tan terminantes y decisivas palabras del mismo periódico, que para todo espíritu católico deben ser de grandísima, por no decir de inapelable autoridad. Son las siguientes:
Por lo cual concluiremos nosotros este capítulo trasladando aquí aquellas otras tan terminantes y decisivas palabras del mismo periódico, que para todo espíritu católico deben ser de grandísima, por no decir de inapelable autoridad. Son las siguientes:
"Con sabio
acuerdo las asociaciones católicas de ninguna cosa anduvieron tan solicitas
como de excluir de su seno, no sólo a todo aquel que profesase abiertamente las
máximas del Liberalismo, sí que a aquellos que, forjándose la ilusión de poder
conciliar el Liberalismo con el Catolicismo, son conocidos con el nombre de
católicos liberales".
Felix Sardá i Salvany, “El liberalismo es pecado”, Capítulo XXXVII.