Que Dios manda pruebas medicinales con el fin de castigarnos o
corregirnos, es cosa hermosamente explicada por San Pablo en el capítulo XII de
la Epístola a los Hebreos, donde nos dice, lleno de caritativa suavidad:
"Porque el Señor al que ama le castiga y a cualquiera que recibe por hijo
suyo, le azota. Aguantad, pues, firmes la corrección. Dios se porta con
vosotros como con hijos. Porque, ¿cuál es el hijo a quien su padre no corrige?
Pero si estáis fuera de la corrección de que todos han sido participantes, bien
se ve que sois bastardos y no hijos. Por otra parte, si tuvimos a nuestros
padres carnales que nos corrigieran, y a quienes respetábamos, ¿no es mucho más
justo que obedezcamos al Padre de los espíritus, para alcanzar la vida? Y a la
verdad, aquéllos por pocos días nos castigaban a su arbitrio; pero Éste nos
amaestra en lo que sirve para hacernos santos. Es indudable que toda
corrección, por de pronto, parece que no trae gozo, sino pena; mas después
producirá en los que son labrados por ella, fruto apacibilísimo de justicia.
Por tanto, volved a levantar vuestras manos caídas, y fortificad vuestras
rodillas debilitadas, marchad por el recto camino, a fin de que nadie por andar
claudicando se descamine, sino antes bien sea sanado" (Hebreos 12, 6-13).
Ya los Profetas y sabios del Antiguo Testamento, enseñaban que Dios
aborrece al pecado pero no al pecador y que su amor paternal, está siempre
encaminado a corregirlo.
"¿Acaso quiero Yo la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no
antes bien que se convierta de su mal proceder y viva?" (Ez. 18, 23).
La misma idea expresa el Libro de la Sabiduría: "A los que andan
perdidos, Tú los castigas, poco a poco; y los amonestas y les hablas de las
faltas que cometen, para que, dejada la malicia, crean en ti" (Sab. 12,
2).
He aquí todo un sistema de pedagogía divina: Castiga, amonesta, habla
con ternura y suavidad para que el pecador no se pierda. Al castigarnos obra
Dios como un médico. Dice San Juan Crisóstomo: "El médico merece alabanza,
no sólo cuando receta al enfermo la permanencia en deliciosos jardines, tibios
baños, frescas aguas y exquisitos manjares, sino también cuando le hace pasar
hambre y sed, lo recluye en su aposento, lo tiene sujeto en la cama y aun le
priva de la luz del sol, mandando cerrar puertas y ventanas, y cuando corta,
raja o cauteriza y le obliga a tomar pócimas amargas. Haga lo que quiera, nunca
deja de ser el médico, que cura. ¿No es, pues, injusto murmurar contra el Señor
cuando nos trata en idéntica forma?”
También el Apocalipsis nos habla de estas correcciones y nos enseña su
carácter de privilegio al decirnos que Dios reprende y castiga a los que ama
(Apoc. 3, 19). Y a fe que no es difícil reconocer las ventajas de ese amor que
nos sana, cuando vemos cómo el mismo Dios, en los casos de rebeldía, suele
retirarse y decir, como en el Salmo 80, ante la dura cerviz de su pueblo:
"Pero mi pueblo no ha escuchado la voz mía; no me obedeció Israel; así los
abandoné a los deseos de su corazón, que sigan sus devaneos" (Salmo 80,
12-13).
Esto que Dios hizo con el pueblo escogido, lo hizo también con los
gentiles (Hech.14, 15). Por donde vemos que no hay peor castigo que el dejarnos
seguir esa triste libertad para el mal, que los hombres tanto solemos defender.
Abandonarnos a los perversos deseos de nuestro corazón, ¿hay castigo peor que
éste? ¿Acaso no enseña Dios a los padres de familia, que la vara del castigo es
lo que librará a sus hijos de la muerte? (Proverbios 23, 14).
Por esa libertad de entregarse a sus vicios y concupiscencias, como los
paganos, cosechó el pueblo de Dios frutos amarguísimos (Cfr. Rom. 1, 28).
Ante tal misterio, exclama el Doctor de Hipona: "¡No haber castigo!
¿Qué mayor castigo? Si vives mal y Dios te lo tolera, señal es de su grande
enojo."
Mons. D. Juan Straubinger, Job, un libro de consuelo. Ed.
Guadalupe. Bs. As., 1945.