I
Una parábola
oriental refiere que un padre de familia que tenía dos hijos gravemente
enfermos, trajo de lejos un bálsamo que devolvió a los dos la salud perdida.
Uno de ellos no cesaba de elogiar la eficacia del remedio, en tanto que el otro
pensaba en la bondad de su padre que lo había traído. El padre conoció que esa
diferencia entre ambos espíritus era cuestión de amor (en el segundo) y desamor
(en el primero). Entonces les descubrió que el bálsamo no era nada en sí mismo,
sino agua pura, en la cual él había dejado caer una lágrima de su amor paterno
dolorido por el mal de los hijos. La eficacia, que parecía propia del bálsamo,
no era sino la fuerza de ese amor.
Precioso
ejemplo, lleno de sentido sobrenatural, que nos enseña a no admirar ni amar
creatura alguna, sino a glorificar en ellas la bondad del Padre, "en
alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos hizo agradables a sus ojos
en su amado Hijo" (Ef. I, 6). Dios nos da algo más que objetos perecederos.
El ama con todo su Ser, que es el amor mismo. De ahí que "mandó” su propia
Palabra (Verbo) para sanarnos (Sal. CIV, 20). De ahí que nos da, para
santificarnos y movernos, su propio Espíritu (Rom. V, 5; VIII, 12). Véase Amós
VIII, 11 s.; Sal. CIII, 29 s.
Para comprender
esto, hay que conocer el corazón de aquel Padre admirable “de quien toma su
nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef. III, 15). Santo Tomás
piensa que El se llamaría Padre aun cuando no tuviera Hijo, pues la paternidad
es tan propia de Él como el amor. Por eso Jesús reserva para Él el título de
Padre, y nos pide que no llamemos padre a ninguno sobre la tierra, “porque uno
solo es vuestro Padre” (Mat. XXIII, 9).
La única
oración que Cristo enseñó a sus discípulos empieza con el dulce nombre de Padre
y es desde la primera hasta la última petición el más sublime canto de alabanza
al “Padre nuestro” en los cielos que nos ama y conoce nuestras necesidades.
San Pablo
continúa este canto en las “salutaciones” y “doxologías”, que resuenan como eco
de coros angélicos. Oigamos cómo comienza su segunda Epístola a los Corintios:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las
misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas
nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que están en
cualquier tribulación, con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados
por Dios” (II Cor. I, 3-4).
Y no solamente
el consuelo en las tribulaciones viene de este Padre amabilísimo, sino también
esa misericordia que le conmueve a compadecerse de nuestras culpas y caídas,
pues El sabe de qué estamos formados; recuerda que somos polvo (Sal. CII, 14).
El que cree de veras en la paternidad misericordiosa de Dios, vivirá en una
amistad íntima y amorosa con Él, la cual no puede ser interrumpida por nuestras
miserias. Al contrario, cuanto más débil es nuestra naturaleza, tanto mayor es
su ternura y bondad. Por eso Cristo no vino a buscar justos sino pecadores
(Luc. V, 52).
Ya en el
Antiguo Testamento encontramos retratado el corazón paternal de Dios en las
palabras del Salmista. “Como un Padre que se apiada de sus hijos, así, el Señor
se compadece de los que le temen" (Sal. CII, 13). Pero tan sólo en el
Nuevo Testamento este retrato de Dios asume toda su plenitud en la revelación
de Jesucristo, quien nos da la total explicación del misterio de la paternidad
divina, que no procede de la simple creación, como en todos los demás seres,
sino de la regeneración que el Espíritu realiza en nosotros por la gracia en
virtud de los méritos de Jesucristo (Juan I, 12; Gál. IV, 4-7; Ef. I, 5; Col.
II, 12; Juan III, 9).
II
Al amor
paternal de Dios ha de corresponder el amor filial nuestro. Tener amor filial a
Dios es empezar a creer en esas excelencias de su corazón amoroso, para no
seguir mirándolo como a un implacable señor a quien se obedece sólo por miedo.
Debemos considerarle como el sumo bien deseable, lo cual nos hace correr hacia
El “como el ciervo a la fuente” (Sal. XLI, 2), como el hijo pródigo de la
parábola a la casa paterna (Luc. XV, 11 ss).
Jesús enseñó
esto con claridad definitiva cuando dijo aquellas palabras (que suelen mirarse,
confesémoslo, como cosa de perogrullo, según se hace con tantas otras de su
adorable sabiduría): "Donde está tu tesoro, está tu corazón" (Mat.
VI, 21), o sea, que en vano pretenderás seguir a algo o a alguien si antes no lo
amas y lo deseas por estar convencido de que en ello está tu felicidad.
El Señor
vuelve a confirmarlo cuando dice a San Judas Tadeo que quien lo ama guardará
sus palabras, y quien no lo ama no las guardará (Juan XIV, 25 s). Y ya sabemos
que guardarlas, o conservarlas, es el camino para cumplirlas, según lo enseña
el Espíritu Santo por boca de David, diciendo: "Guardé tus palabras en mi
corazón para no pecar contra Tí" (Sal. CXVIII, 11).
Sin amor a
Dios se congela la vida sobrenatural y se marchita el amor filial, como una
flor sin agua. El hombre sin amor es una máquina sin aceite, un reloj sin
resorte, un cadáver viviente. El que no ama a Dios, ni siquiera lo conoce,
puesto que Dios es amor (I Juan IV, 8), y negándole el amor muestra que tiene
un falso concepto de Dios, pues no lo reconoce como Padre; lo considera como
tirano, a quien se debe servir porque no hay más remedio; y así se le apagan
los afectos de hijo, sin los cuales no hay vida cristiana.
El que no ama,
no es capaz de cumplir la Ley de Dios, en tanto que "del amor a Dios brota
de por sí la obediencia a su divina voluntad (Mat. VII, 21; XII, 50; Marc. III,
35; Luc. VIII, 21), la confianza en su providencia (Mat. VI, 25-34; X, 29-53;
Luc. XII, 4-12 y 22-34; XVIII, 1-8), la oración devota (Mat. VI, 7-8; VII,
7-12; Marc. XI, 24; Luc. XI, 1-15; Juan XVI, 23-24) y el respeto a la casa de
Dios (Mat. XXI, 12-17; Juan II, 16)" (Lesétre).
III
¿Cómo se
manifiesta el amor a Dios? Para ello Jesús nos ha dado algunas señales, que son
a la vez pruebas de su pedagogía divina. Al anunciar a sus discípulos el
mandamiento del amor fraternal les dice: “En esto reconocerán todos que sois
discípulos míos, si tenéis amor unos para otros" (Juan XIII, 53). Y para
que nadie se atreva a ver en el amor al prójimo un simple precepto, le da
carácter excepcional, llamándolo "nuevo" (Juan XIII, 34), diríamos
inaudito, y combinándolo, en el "gran mandamiento", con el amor a
Dios: "Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo le es
igual: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende
toda la Ley y los Profetas". (Mat. XXII, 57-40).
Este doble
Mandamiento, de la caridad, en el cual están resumidos todos los demás, debería
estar grabado en todas las paredes y escrito al comienzo y final de todos los
libros. La fusión de los dos grandes amores en uno es tan audaz, tan divino,
que ninguno de los sabios paganos pudo imaginarla y mucho menos enseñarla. Pero
lo más divino es la vinculación de los dos amores a un amor tercero, que es el
más natural, el amor propio. Amarás a tu prójimo como a tí mismo, y amando al
prójimo como a ti mismo mostrarás tu amor a Dios. En esta unión vital de los
tres glandes amores, tomando el amor de sí mismo como medida del amor al
prójimo, y éste como prueba del amor al Padre, Jesús nos trazó no solamente una
nueva doctrina, sino un nuevo mundo.
Lástima que el
gran Mandamiento de la caridad haya encontrado tan pocos cumplidores. Y es cada
vez más difícil plantarlo en los corazones. Explicarlo al mundo moderno,
desgarrado por egoísmos particulares y colectivos, es como predicar ante los
mentecatos de un manicomio. La humanidad de hoy parece continuar por su
conducta el dicho de aquel escritor que narra haber visto cómo se enterraba la
caridad y nadie lloraba.
Felizmente
resulta que no es imposible reprimir nuestra natural maldad y egoísmo, pero esto
no es obra de nuestro esfuerzo, sino, como todo lo bueno, fruto de la gracia
que Dios nos dispensa gratuitamente. Apenas dejamos nacer en nuestro corazón la
más pequeña flor de un buen deseo, entonces es el mismo Dios quien se pone a
obrar, enviando a nuestra alma su Espíritu Santo y haciendo en nosotros grandes
cosas, como dice la Virgen en el Magnificat. Y es El, entonces, quien nos da
“el querer y el hacer” (Filip. II, 13); es Él quien nos prepara las obras para
que las hagamos (Ef. II, 10); es Él quien nos consuela para que podamos
consolar a los demás (II Cor. I, 4); es también El quien nos da con abundancia
para que puedan abundar nuestras buenas obras (II Cor. IX, 10), y quien,
además, completa nuestras obras (Sab. X, 10) para que sean perfectas a sus
ojos.
Lo malo
consiste no solamente en esto que nosotros nos creamos incapaces de cumplir la
Ley de caridad, sino que el mal más grande es la propia suficiencia, que se
atribuye a sí mismo lo que es obra de Dios. El más austero ascetismo no alcanza
a suplir la caridad, la cual es "el vínculo de la perfección" (Col.
III, 14).
MONS. JUAN STRAUBINGER – Espiritualidad Bíblica, Editorial
Plantín, Buenos Aires, 1949.