La “idolatría de la
Ciencia” que domina a la época actual es una evolución de la “Superstición del
Progreso” que fue el dogma eufórico del siglo pasado. Efectivamente, el famoso
“Progreso”, prometido a gritos por Condorcet y Víctor Hugo, no se ha dado en
ningún dominio, excepto en el dominio de la técnica, que es lo que hoy día
llaman “Ciencia”. Pero la técnica no puede ser adorada ni siquiera venerada:
puede servir al bien o al desastre, sirve para hacer las bombas de fósforo
líquido y las atómicas, lo mismo que la vacuna contra la poliomielitis; y
puestos en una balanza los estragos espantables junto a los bienes que ha dado
la “técnica” en nuestro siglo, yo no veo que ganen los bienes. Preservar a un
niño de la parálisis infantil para que después sea quemado vivo por una bomba
de fósforo, como los niños de Hamburgo; o de uranio, como los de Hiroshima, no
me parece gran negocio.
La veneración de la
“Ciencia” es lo que ha sustituido a la religiosidad en las masas
contemporáneas; y por tanto podemos decir que es lo que la ha destruido; porque,
como dicen los franceses, “sólo se destruye lo que se sustituye”: por eso la
hemos llamado “idolatría”. “No adorarás la obra de tus manos”, dice el segundo
mandamiento. La ciencia actual es muy diversa de la ciencia de los griegos, o
la ciencia de los grandes siglos cristianos. La ciencia antigua era una
actividad religiosa o casi religiosa, movida por un amor y encaminada al bien.
Hoy día la “Ciencia” es impersonal, inhumana, exactamente como un ídolo. Desde
la segunda etapa del Renacimiento (siglos XVI y XVII) la concepción de ciencia
es la de un estudio cuyo objeto está colocado fuera del bien y del mal; y,
sobre todo, del bien; sin relación alguna con el bien. La ciencia estudia los
hechos como tales: los hechos, la fuerza, la materia, la energía, aislados,
deshumanizados, sin relación con el hombre y menos con Dios: no hay en su
objeto nada que el corazón del hombre pueda amar. Los móviles del “científico”
actual no son móviles de amor a Dios o al prójimo; ni siquiera a su ciencia. Es
reveladora la amarga confesión de Einstein que en sus últimos días decía que:
“de poder volver a vivir sería plomero o vendedor ambulante, pero no físico”. Y
sin embargo la física le dio todo lo que a ella el científico le pide: gloria,
fama, honores, consideración, dinero. Más que eso no puede dar un ídolo.
Un sacerdote no
puede admirar la “técnica” moderna de un modo incondicional, ni adularla para
quedar bien con las muchedumbres, o aparecer como hombre adelantado y “de su
tiempo”. Al contrario, debe mirarla con cierta sospecha, puesto que en el
Apokalypsis están prenunciados los falsos milagros del Anticristo, los cuales
se parecen singularmente a los “milagros” de la Ciencia actual. “La Segunda
Bestia, la Bestia de la Tierra, pondrá todo su poder al servicio de la Primera,
la Bestia del Mar; y la facultará a hacer prodigios estupendos, de tal modo que
podrá hacer bajar fuego del cielo sobre sus enemigos...” (Ap x”, 1213). Eso ya
lo conocemos, eso ya está inventado. No sabemos quién será esa llamada “Bestia
de la Tierra” pero sabemos que el Profeta la describe como teniendo poder para
hacer prodigios falaces por un lado; y por otro, con un carácter religioso
también falaz, puesto que dice que “se parecía al Cordero, pero hablaba como el
Dragón”. Esa potestad o persona particular que será aliada del Anticristo y lo
hará triunfar será el último Seudoprofeta, por lo tanto. Y por sus frutos habrá
que conocerlo; porque sus apariencias serán de Cordero.
P. Castellani, Domingo séptimo después de Pentecostés, “El Evangelio de Jesucristo”.