viernes, 24 de julio de 2020

EL MIEDO COMO INSTRUMENTO DEL PODER









El terrible goteo de muerte y sufrimiento que hemos vivido ha creado un trauma colectivo agravado por el cruel confinamiento y por el depresor martilleo del sensacionalismo mediático, creador de una imagen distorsionada del SARS-CoV-2. Asimismo, algunos especialistas han trasladado unos niveles de incertidumbre innecesarios al desacreditar, con un empirismo desmesurado, aquello que no estuviera “comprobado” (casi todo en una enfermedad nueva) y equiparar constantemente, quizá por impericia estadística, lo posible – aun de probabilidad remota – con lo probable. Estos factores han consolidado el peor miedo de todos: el miedo a lo desconocido, que se ha convertido en instrumento de poder. En efecto, una población aterrorizada es una población sumisa, por lo que existe un interés gubernamental en mantener un estado de psicosis que justifique el poder dictatorial del que goza bajo la tapadera de la epidemia y con el que asusta a la oposición con el hipotético rebrote, hasta ahora inexistente en países que han abandonado el confinamiento[1]. Emerson decía que el antídoto del miedo es el conocimiento. Conozcamos pues la plétora de datos esperanzadores sobre un menguante Covid-19 (pueden consultar las fuentes en www.fpcs.es).

En circunstancias normales es poco probable contagiarse del coronavirus al aire libre (no me refiero a eventos multitudinarios, estáticos y vocingleros, pues según los expertos reuniones masivas con gritos o cantos son focos súper propagadores[2]). Un estudio realizado en Japón defiende que es 19 veces más probable contagiarse de Covid-19 en un espacio cerrado que al aire libre[3]; otros estudios apuntan a que casi todos los contagios ocurren en entornos cerrados[4], esto es, en hogares (80%), residencias, transporte público y hospitales[5]. Esto explica que los confinamientos hayan sido un fracaso sanitario con enorme mortalidad en países de reacción negligente, incompetente y tardía como España. También cuestiona la acientífica obligatoriedad de portar mascarillas al aire libre. De hecho, abunda la literatura médica crítica con el uso generalizado de mascarillas por su ineficacia, su mal uso y sus contraindicaciones[6] [7], incluyendo riesgos para la salud – sin contar con la compra obligada de millones de unidades diarias. Por tanto, la repentina obligación de llevar mascarillas por la calle cuando el virus está claramente remitiendo (y no antes) sólo puede explicarse desde la voluntad de sostener artificialmente una paranoia colectiva. Resulta un llamativo ejercicio de cinismo que los sumos sacerdotes del confinamiento, los mismos que impedían que pasearan juntas familias que convivían confinadas y que ahora obligan a las mascarillas, defiendan que una manifestación con decenas de miles de personas apelotonadas y gritonas no supone un peligro para la salud pública.

Las dudas respecto a la inmunización de los que superaban una enfermedad vírica como el Covid-19, incongruentes con confiar en una posible vacuna, han quedado resueltas: la práctica totalidad de quienes superan la enfermedad desarrollan anticuerpos[8]. Es probable que la inmunización dure años[9] y, aunque no pueda extrapolarse, resulta alentador que los que superaron el SARS-CoV-1 sigan teniendo anticuerpos 17 años después [10].

La existencia de pacientes que seguían dando positivo tras pasar el Covid-19 parecía encerrar un misterio que no era tal. En palabras de una viróloga norteamericana, “no sólo es posible, sino habitual, detectar ARN vírico sin que haya ningún virus infeccioso presente, puesto que los pacientes recuperados pueden continuar produciendo ARN vírico sin que estas partículas sean infecciosas” [11]. Tras realizar un seguimiento a este tipo de pacientes, las autoridades sanitarias de Corea del Sur han confirmado este extremo: los tests PCR “identifican equivocadamente materia vírica inerte con infección activa de Covid-19”[12], es decir, no distinguen entre virus infeccioso y ARN no infeccioso[13], y “quienes se recuperan completamente del Covid-19 no pueden transmitir la enfermedad a otros”[14]: no pueden contagiar ni ser contagiados.

El contacto con superficies infectadas es una vía de contagio posible pero poco efectiva[15], lo que choca con el sensacionalismo mediático que desvirtuó las conclusiones de un único estudio[16] que mostraba que, en ambiente protegido de laboratorio, el SARS-CoV-2 (como otros virus) tenía una vida media de varias horas en ciertas superficies. El Centro de Control y Prevención de Enfermedades norteamericano (CDC) siempre ha mantenido que “aunque sea posible infectarse tocando una superficie y llevándose la mano a la cara y aún seguimos aprendiendo de este virus, no se cree que ésta sea la principal forma en que el virus se propaga[17], y dada su precaria supervivencia en superficies, probablemente el riesgo de contagio procedente de comida o embalajes sea muy bajo[18]” Con parecida calma se manifiesta el organismo equivalente europeo (ECDC): “la cantidad de virus viable decae con el tiempo en superficies y puede no presentarse siempre en cantidad suficiente para causar infección”[19]. Medidas de higiene sensatas como el lavado de manos son imprescindibles (reforzadas para población de riesgo), pero sin caer en comportamientos excéntricos que conducen a trastornos obsesivo-compulsivos. Recuerden el bulo del peligro de contagio por el asfalto, despreciado en su día por virólogos italianos por carecer de base científica[20].

Otra fuente de esperanza es la estacionalidad del coronavirus. Los científicos sabían que “los virus con envoltorio o cápsula [como el SARS-CoV-2] presentan una estacionalidad muy, muy definida[21]”, y la carga viral ha ido descendiendo conforme avanzaba la estación[22]: según un virólogo italiano, “el coronavirus ha perdido mucha fuerza, las infecciones hoy son mucho más atenuadas y hay incluso pacientes ancianos con síntomas muy ligeros”[23]. Italia, cuyo gobierno afirma no querer seguir manteniendo a sus ciudadanos “prisioneros” (al contrario que el nuestro), ha decidido reabrir el país por completo.

Respecto a noticias de niños afectados por un síndrome similar a la enfermedad de Kawasaki, la Fundación de la Enfermedad de Kawasaki del Reino Unido ha criticado “el sensacionalismo de los medios”[24], afirmando que sólo hay 3 casos por millón de niños. Aunque continúa investigándose una hipotética relación causal con el coronavirus, el propio ECDC ha emitido una nota prudente pero tranquilizadora[25].

Estadísticamente, el Covid-19 no es una enfermedad sino dos: para una mayoría de la población (personas sanas por debajo de una edad) es una enfermedad que cursará mayoritariamente asintomática (hasta en el 80% de los casos[26]) o leve, con una mortalidad (IFR) bajísima, quizá del 0,05%-0,1%[27] [28]. Para una minoría de la población, definida por factores de riesgo que se incrementan a partir de los 60 años, es una enfermedad potencialmente grave con tasas de mortalidad mucho mayores y que exige precaución. Dada esta marcada diferencia (una dispersión muy elevada), la letalidad “media” del Covid-19 es poco representativa, pero según el epidemiólogo de Stanford John Ioannidis debería ser inferior al 0,4%[29], pudiendo superarse en focos locales (como hemos visto) por la congestión del sistema sanitario y por la “desafortunadísima medida de devolver a las residencias de ancianos a pacientes infectados”[30]. El opaco estudio provisional de seroprevalencia del gobierno apunta a que la mortalidad media (IFR) en España rondaría el 1,5%. Los loables tests masivos de algunos Ayuntamientos probablemente acaben concluyendo que la cifra real es inferior.

El confinamiento indiscriminado (una medida “basta y medieval”, según el Premio Nobel Michael Levitt)[31], ha aislado a quienes no hacía falta aislar mientras abandonaba a los más débiles. Contrariamente a la propaganda, y aunque todo juicio sea necesariamente prematuro, es dudoso que a largo plazo y a nivel global haya salvado vidas (quizá cueste vidas), pero es seguro que ha sido un desastre psicológico, social y económico y creo será considerado un error histórico. Uno de sus perniciosos efectos ha sido el poder dictatorial absolutamente fascista creado bajo coartada sanitaria. Sin embargo, su consecuencia más lamentable ha sido condenar a nuestros mayores a morir solos y angustiados, privados por imperativo legal de consuelo emocional o espiritual y de la compañía de sus seres queridos. Este acto de barbarie impropio de sociedades civilizadas ejemplifica los límites intolerables cruzados por el gobierno al amparo del miedo. Nunca más debemos permitirlo.

Fernando del Pino Calvo-Sotelo
www.fpcs.es