En los años ’60, el
concilio Vaticano II logró imponer, sin grandes dificultades, toda una
enseñanza doctrinal contraria a la doctrina tradicional de la Iglesia. Todos
aquellos errores que habían sido condenados por el Magisterio de los Papas
anteriores, aparecieron de pronto rehabilitados, divulgados, aceptados y
practicados, aunque aparentemente sin ninguna ruptura, mediante documentos
deliberadamente ambiguos, pero no tanto como para que no se pudiera entender
aquellos errores que se querían imponer. Uno se pregunta ¿cómo pudo ocurrir tal
cosa? ¿Cómo los católicos pudieron aceptar que de un dia para otro la Iglesia
comenzara a enseñar lo opuesto que hasta entonces había enseñado? La respuesta
está en la ignorancia religiosa de la mayoría de los católicos de entonces, y
en la cobardía de los jerarcas de la Iglesia que no fueron partícipes directos
de la subversión conciliar.
Se ve claramente que
los católicos de aquel tiempo no conocían los documentos del Magisterio, y
quizás ni siquiera bien su Catecismo. Las magníficas enseñanzas de las
encíclicas contra los errores modernos
de todos los últimos Papas, habían sido pasadas por alto, encubiertas,
desdeñadas, dando lugar a una obediencia ciega, obsecuente, cómoda, hacia la
figura del Papa. El rendir culto al “dulce Cristo en la tierra” servía de
coartada para evitar los deberes propios del cristiano, en particular la
formación acerca de las verdades reveladas y en la recepción de las enseñanzas
magisteriales, verificando si las mismas se correspondían o no con la enseñanza
de la Tradición (cfr. advertencia de S. Pablo). Una despreocupación por la
verdad, estimulada por la nueva era de confort traída por las repúblicas
democráticas, más un sentimiento de orgullo ante lo que parecía –americanismo
de por medio- un triunfo de la Iglesia en el mundo (el “cincuentismo”), crearon
el ambiente propicio para que los católicos, habiendo bajado la guardia, se
tragaran toda la revolución conciliar, sin casi advertirla y menos resistirla.
El trabajo combinado de las logias y los medios de comunicación, más el propio
desinterés de los católicos por la verdad, rindieron sus frutos a la
Contra-Iglesia. La batalla doctrinal modernista fue casi enteramente ganada,
excepto por un perqueño grupo encabezado por un arzobispo, Mons. Marcel
Lefebvre, que amaba y conocía la verdad y tuvo la gracia de resistir. Entonces
la Tradición fue salvada.
Cuarenta años más
tarde, la Contra-Iglesia ya no podía tolerar más que este grupo recalcitrante,
mucho mayor en número, en obras, en repercusión, continuase su tenaz oposición
a la revolución conciliar. La iglesia conciliar había intentado todas las
maniobras, todas las argucias, para intentar doblegar a la congregación del
intransigente Arzobispo. Todas fracasaron. ¿Por qué? Porque en medio de estas
estratagemas, estaba siempre presente el tema doctrinal. Y, a diferencia de lo
que pasó en los años ’60, los “lefebvristas” tenían muy en claro el problema
doctrinal de la Roma modernista. Por ese lado, no sería posible capturar la tan
ansiada presa. Es así que un astuto político devenido Papa, recibió la
encomienda de lograr sacar al fin al pez –que había mordido hacía tiempo el
anzuelo- del agua, para llevarlo a una pecera de Roma.
La maniobra, entonces,
no apuntó a la doctrina, sino a la acción. Demasiado atentos a la doctrina, la
subversión de los agentes liberales de adentro se centró en la forma de actuar
hacia Roma, que varió y se opuso a la forma de actuar anterior. La doctrina fue
dejada a un lado, para centrar el foco en la manera de actuar de la
congregación. Nadie cuestionaría en Roma su defensa de la doctrina, sino su
modo “restrictivo”, casi “sectario” de defenderla. Había que compartir esa
doctrina con los otros, y para eso, volver a Roma, pues sino se corría el
riesgo de volverse “cismáticos”. “Es cismático no el que no obedece sino el que
no convive. Por eso estaría más en la Verdad el ecuménico rabino que el aislado
Mons. Lefebvre” (P.
Calderón, “La lámpara bajo el celemín”, p. 127). Pero, ¿cómo los
miembros de la congregación no veían esta maniobra astuta de los enemigos
romanos para intentar capturarlos? Simple: ellos no olvidaron la doctrina, pero
olvidaron la forma de actuar de su fundador. Mediante el lenguaje ambiguo o el
doble lenguaje, en cada acción hacia Roma siempre pareció quedar indemne el
tema doctrinal. Entonces no pareció que se corriera riesgo al continuar los
diálogos, las negociaciones, las tratativas, los encuentros cordiales, con los
liberales de Roma. Así como los católicos cincuentistas cerraban los ojos ante
todo lo que venía desde el Papa, así estos “lefebvristas” cerraban los ojos
ante todo lo que venía de su Superior general. Como ya se creían en posesión de
la verdad, y esta la tenían bien guardada en sus depósitos, no podían perderla,
no debían temer el riesgo de dejar de tenerla, no necesitaban revisar sus
vasijas de barro, para ver si conservaban todo el contenido o no. Se creyeron
seguros, debido a que tenían la buena doctrina. Y olvidaron que los enemigos no
solo pueden estar enfrente, sino que la maniobra más exitosa del enemigo es
infiltrarse dentro de las propias filas. Más aún, en los más altos puestos de
las propias filas.
“Lo que hacía falta en la tormenta
que amenaza hundir la barca de Pedro, no era justamente un concilio (Vaticano
II), sino que la mano firme del Papa
mantuviera el timón en la dirección de los principios de siempre, pues parece
cierto que el nuestro no es tiempo de especulación sino de acción”.
Esta cita del P. Calderón (de su libro “La
lámpara bajo el celemín”, las negritas son nuestras) nos lleva a decir
(cosa que no dice o no ve el propio P. Calderón) que lo que hacía falta en la
tormenta que amenazaba a la Tradición (y a la FSSPX) no eran justamente
diálogos y negociaciones con Roma, sino que el Superior general mantuviera el
timón en la dirección de los principios de siempre, enseñados por Mons.
Lefebvre, que pueden resumirse en esta frase: "Todo sacerdote que quiere permanecer católico tiene el estricto deber
de separarse de esta iglesia conciliar." Pero Mons. Fellay es un
diplomático, Mons. de Galarreta un político, y Mons. Tisier un teórico, ninguno
de los cuales estaba preparado para la acción de combate en esta guerra entre
la Iglesia y la Contra-Iglesia. El único obispo de acción contrarrevolucionaria
fue Mons. Williamson, alguien que comprendió mejor que los otros a Mons.
Lefebvre, el cual entendió perfectamente que la doctrina no se sostiene por sí
sola, sino por aquellos hombres que combaten por ella. Hoy, asociados al obispo
inglés, tenemos a otros dos obispos intachables, fieles hijos de Mons.
Lefebvre: Mons. Faure y Mons. Dom Tomás de Aquino OSB. Y próximamente a un
cuarto, P. Zendejas. Los obispos, como afirma San Pío X, deben preservar las almas de los errores y las
seducciones que por todas partes les salen al paso, deben instruirlas,
prevenirlas, animarlas y consolarlas (cfr. “Vehementer
nos”). Les pedimos que sigan por este camino, con mano firme en el
timón. Y para eso procuramos ayudarlos filialmente, desde estas páginas o desde
la trinchera donde Dios nos quiera usar.
¿Qué maniobra utilizará el enemigo para intentar hacer sucumbir a esta
pequeña Resistencia? Por lo pronto, contra esos dos errores fatales que siempre
mencionara Mons. Lefebvre, el ralliement
liberal con Roma, y el farisaico sedevacantismo, desde la SAJM se han
tomado las medidas necesarias –desde sus propios estatutos- para ponerse en
guardia contra ellos. Pero, como los hombres son débiles y el diablo no
descansa, habrá que estar siempre con la guardia en alto, los ojos abiertos, y
de rodillas implorando, a la espera del triunfo de María, de su Corazon
Inmaculado.
Juan
Infante