I. – RAZÓN DE ESTE TRABAJO
Viajando por nuestro país nombré una vez
a Tomás de Aquino; y un compañero de tren me preguntó con toda
seriedad si ese Aquino era de Corrientes. Porque,
en efecto, Aquino es apellido correntino.
Se podía responder que no con una
sonrisa. Pero también se puede responder con más profundidad aunque con menos
sencillez: «Si señor, Tomás de Aquino es de Corrientes. No está en las listas
del Senador Vidal. Pero fue uno de los maestros de San Martín y del Sargento
Cabral».
Tomás de Aquino es de toda la
Cristiandad entera, aun en sus rincones mesopotámicos, y sobre todo de esta
cristiandad latina a que tenemos el honor y el riesgo de pertenecer. El Senador
Vidal, como todo correntino, debe tener mucho de tomista sin saberlo, porque
nadie puede sustraerse a una tradición secular. A través de la Orden de
Predicadores, de las otras órdenes religiosas, de la Jerarquía católica, del
clero secular y de los conquistadores, la Suma Teológica del Aquinense se
instiló en el Nuevo Continente inspirando costumbres, leyes, actos de gobierno,
hábitos mentales y maneras de hablar. «Es increíble la cantidad de latín que
hay incluso en el lunfardo de un reo de la Boca y en la
lengua turfística de un sportsman de Palermo»
ha dicho Eugenio D’Ors (El Debate, Madrid, 20 de junio de
1934).
Esa lengua latina que impregna como un
mantillo húmedo las raíces de nuestro romance castellano –y sin cuyo
conocimiento al menos en las élites intelectuales nuestra
lengua degenera necesariamente– fue rechazada de la enseñanza por los hombres
del 84 sin que se pueda asignar para ese fenómeno hoy día ninguna razón
perceptible; puesto que en esto no imitaron según su costumbre, ni a Francia ni
a los Estados Unidos. De modo que la Summa del de Aquino, que
está más honda en nuestra nacionalidad que los mismos Aquinos de Corrientes,
fue sustraída en su texto original hace 60 años a la incipiente alta cultura
argentina. ¡Y así le ha ido a ella desde entonces! Y ahora hay que traducirla
como se pueda a la lengua vulgar. Paciencia. No hay mal que por bien no venga.
Puede ser que sirva como instrumento de comunicación hispano-americana.
«He aquí que de nuevo en 1944 –escribe
la revista Moctezuma, de Méjico– van saliendo de las prensas
argentinas los volúmenes poderosos de su obra magna en lengua de Castilla». En
otros tiempos, cuando Occidente era Cristiandad, un occidental que no supiera
latín era considerado un primitivo. Hoy, que se nos ha quebrado en pedazos la
herencia de muchas generaciones… nos parece primitivo el que sabe latín;
progresista el que posee una radio Philco y un Ford V 8.
«La Suma Teológica fue una de las más
poderosas contribuciones a la culminación de la unidad occidental. Unidad que
era idea antes de ser hecho. Cuando todo Occidente –desde Oxford a Mesina y
desde Salamanca a Nuremberg– estudiaba la Suma sin pensar que Tomás era fraile
o italiano o escribía en latín, existían valores superiores a esos instintos
carniceros que nos encierran hoy en fronteras de montes o de ríos, de lenguas o
de razas, para odiar o explotar más cómodamente a los que viven al otro lado…».
II. – LO QUE ES EL AUTOR
Santo Tomás de Aquino es un milagro de
la Providencia, nacido para llenar una misión intelectual que había de
extenderse a todos los siglos, y prevenido ende para ella con dones tan
extraordinarios de natura y de gracia que a los que tienen la dicha de conocerlo
aparece como una gran montaña del mundo moral. Esa especie de gran Ángel sereno
y activo, con sangre de reyes y cuerpo robusto de guerrero teutón que enseñó en
Colonia, Paris y Nápoles, el triángulo de la Cristiandad Trescientesca, y
recorrió en mula o a pie todos sus caminos, con los ojos grandes abiertos sobre
todas las cosas y todos los libros, sorbiendo el alma y la entraña viva de los
libros y las cosas, infatigable devorador del «ser», que es el
alimento insaciable de la inteligencia, la vida más vida que hay en nosotros…
Una imagen alegórica de la misión intelectual de Santo Tomás en el mundo,
realmente hermosa, fue diseñada en forma de Auto sacramental o Misterio por
el poeta Enrique Gheón (2),
traducido hace poco al castellano por J. del Rey y J. Mejía con el nombre
de La Gloria de Tomás de Aquino.
Pondremos aquí sólo un cuadro sinóptico
de su vida y otro de sus obras para comodidad de nuestro lector de la Summa.
III. – LO QUE ES LA OBRA
El espíritu de ciencia y de inteligencia
para la sabiduría de las cosas divinas que el Verbo prometió a la Iglesia, se
derramó en los primeros siglos en la obra varia y tumultuosa de los Santos
Padres, brotada primero de la polémica con los herejes y rebalsada luego en
caudalosos remansos doctrinales. La Edad Media heredó esa enorme masa de
ciencia sacra, que incluía la ciencia profana (no profanada aún en aquel
entonces) y que tenía como fermentos poderosos las reliquias de la filosofía
pagana y la ardiente contradicción de la contemporánea especulación mahometana
y judía. San Agustín, Aristóteles, Averroes, y Salomón Maimónides simbolizan el
momento intelectual de la Alta Edad Media. De aquesa masa que por momentos
parecía corrompiéndose más que fermentando (y de ahí los anatemas a Aristóteles
y a los estudios racionales de prelados más celosos que sapientes) había que
hacer pan de palabra divina a los pequeñuelos. Aquella gente a la vez infantil
y gigantesca, llena de fuerza y de candor, aquel Moyen Age énorme et dé1icat emprendió
fervientemente la tarea. Fue el tiempo de las Sentencias y de
las Sumas.
El doctor Juan P. Ramos ha explicado
entre nosotros en tres doctas conferencias el alma, el mecanismo vital y el
método tan natural como profundo de la Universidad medieval.
La flor de esa Universidad es la Summa del Aquinense.
Tanto la Iglesia como la Monarquía
necesitaban «letrados», que conociesen éstos la Escritura, aquéllos el Derecho
Romano. Por tanto, ni el Rey hacía magistrados, ni el Papa Obispos y curas, por
regla general, sino al que acreditase ciencia profana o sacra: no se
daban puestos sino a quien fuese un letrado– tipo
humano especial cuya lamentable degeneración conocemos hoy día con el nombre
de intelectual–. Un Juan de Salisbury (Johannes Parvus) salía
de la Universidad con un enorme volumen titulado Polycráticus, se
lo mandaba con una dedicatoria al Rey de Romanos, y a vuelta de chasque le
venia el nombramiento de Arzobispo de Chartres.
Ni la Iglesia ni el Rey soñaban no
obstante en «monopolizar» la enseñanza y fabricar ellos los «Letrados»: al
letrado lo fabrica el Sabio, y su propia vocación y total dedicación a las
letras. Les convenía que hubiese sabios en sus reinos y que nadie los
estorbase, al contrario. Como esos reyes sabían bien su oficio de Rey, sabían
honrar como se debe a los que sabían bien su oficio de Sabios; y así Luis IX
rogaba a su mesa al fraile fornido y moreno, que no hablaba más que latín y
napolitano, y que se abstraía durante la comida y dando de pronto un puñetazo en
la mesa gritaba: Esto es definitivo contra los Maniqueos; sobre
lo cual el Rey sonriente mandaba traer al punto vitela y tinta para anotar el
topado argumento decisivo. El rey veía en el fraile un ministro de Dios; y el
fraile veía claramente en el rey la espada de Dios. Dichosos los puros de
corazón porque ellos verán «en» Dios.
Así pues en el Barrio Latino, sobre la
colina de Santa Genoveva, a la orilla izquierda del Sena, se aglomeraba y
bullía el mundo pintoresco de los maestros de toda laya en medio del hormigueo
de los estudiantes de todo pelo y pueblo, sobre los cuales el Rey había puesto
una especie de intelectual Sub-Rey, un Sabio entre los Sabios, que tenía el
poder de azotar y hasta de imponer poena cápitis a
los suyos; poder este último que no usó casi nunca. Studium Generale! Universitas Studiorum! Era
toda una institución, que tenía su fuerza propia y privativa, que podía hacer
temblar a los poderosos del dinero y de la espada, incluso de la espada
espiritual, y que ocupaba una tercera parte de los pensamientos del Rey y del
Papa, aunque no les gravaba para nada la Hacienda ni el Tesoro. Hoy día es al
revés: la Universidad gasta mucho y puede poco, su luz es más sin fuerza que la
luna; y entre nosotros su pobre luz prestada parece más bien a ratos el
resplandor fosforescente que brota de los cadáveres.
Pedro el Lombardo, que recitaba todos
los Santos Padres y sabía el hebreo como un rabino, poseía un galpón
cualquiera, o un patio abovedado. Se sentaba en un sillón frailero puesto
encima de dos arneses, mientras los discípulos se amontonaban en taburetes y
los más pobres en montones de paja, algunos tirados pecho a tierra con la nariz
en los papeles, escribiendo como demonios, mientras en la puerta se agolpaban
de pie caballeros y nobles y algunas veces asomaba discretamente un obispo
extranjero; y en el silencio profundo donde reinaba la voz chillona del Maestro
de las Sentencias había novecientos alumnos. Si el Maestro se volvía a tomar un
manuscrito, surgía un rumor espeso como el suspiro de un monstruo, un cuchicheo
como el de la lluvia; pero mirando él a su público, ni la menor palabra se
escapaba, pues los mancebos sabían bien lo que son 25 colas de gato y el
Lombardo no sabía de bromas. Un día en medio de la lectio llegó
un faraute con una bula del Papa refrendada por el Rey y el fornido lombardo
dejó su asiento de dos arneses por la silla archiepiscopal de París, que en
aquel tiempo era como ser Vice-Papa.
Por la mañana la lectio, por
la tarde la disputatio, los dos ejercicios escolares fundamentales
que menciona Santo Tomás en su Prólogo.
Lectio (pr. léccio) significa lectura. En
aquel tiempo no había imprenta, los libros eran pocos, la memoria humana era
mayor; y quizá también (hablando en general) la inteligencia. Los maestros
tenían libros, que eran sus instrumentos, su capital y su tesoro; Santo Tomás
dijo una vez que daría la ciudad de París por un manuscrito del Crisóstomo. El
Maestro se sentaba en alto, y empezaba simplemente a leer su libro, el De Trinitate de
San Agustín. Pausadamente. Todo. Tanto el texto como las notas marginales
suyas, deteniéndose a momentos para añadir otra nota o hacer una observación
exegética; y los discípulos «¡copiaban todo!». ¡Qué memorismo!, diría
una maestra normal de hoy. Ese era el tipo general de enseñanza. Pero Pedro el
Lombardo había inaugurado una enseñanza más compendiosa y nerviosa: en vez de
leer el texto patrístico entero había coleccionado las sentencias más notables,
los dichos capitales que contenían o rozaban un dogma, o que encerraban herejías
aparentes, contradicciones, antinomias, aporías, problemas. Como un albatros
sobre el mar, su memoria inmensa cernía sobre los escritos patrísticos buscando
el pejerrey del punto duro. Y así la lectura se convertía en
preparación inmediata de lo que era lo esencial de la enseñanza medieval (y de
toda enseñanza propiamente filosófica), a saber, la disputatio.
Por la tarde, uno de los mejores alumnos
se sentaba al lado del Maestro y proponía en voz resonante una Quaestio disputata;
por ejemplo:
Si Adán no pecara, ¿la virginidad religiosa sería siempre preferible al estado conyugal?
Respondo que no; porque San Pablo (2Cor,
5) al recomendarla dice: propter instantem necesitatem y
San Agustín, en el De bono pudicitiae, dice
que la oblación del cuerpo sexual no es posible sin la gracia sanante ni sería
meritoria sino como reacción heroica contra la tiranía de la actual
concupiscencia. Por lo cual el Divino Maestro decía: Sedhoc non omnes capiunt.
Entonces se levantaba uno del coro y con
voz no menos juvenil trompeteaba en latín macarrónico:
Veniâ Reverendi Moderatoris cunctorumque adstantium, contra thesim in quâ tenes:
Si Adam non pecasset,
etc…, sic arguo:
¡Virginitas esset quandocumque preferenda castitate conjugali!
Porque: el mayor sacrificio que se
ofrecía a Dios en la Antigua Ley era el holocausto, por el cual se destruye
completamente un animal limpio. Ahora bien, el hombre es mortal en cuanto al
cuerpo, y, sin embargo, todo su Yo, cuerpo y alma, elementos inseparables,
tienden con toda su fuerza a la inmortalidad; y así el cuerpo animado tiende
con fuerza enorme a la inmortalidad por la progenie, inmortalidad carnal de la
especie y no del individuo, débil sustituto natural de la sobrenatural
resurrección de la carne. El mayor sacrificio que el hombre hace a Dios es su
vida, consta por Jo. XV, 13;
pero por el voto de castidad el hombre se mata en cierto modo, renunciando a
esa inmortalidad carnal del amor humano. Luego, en cualquier caso, aun en el
estado de natura íntegra, la virginidad por motivo religioso hubiera sido
estado superior al casto matrimonio, como el holocausto del cordero es acto de
religión superior a su recto uso.
El sostenedor repetía la objeción
reducida a tres limpios silogismos; otro arguyente y otro y otro se levantaban a
romper lanzas. La muchachada aplaudía, se reía y gritaba, el Gran Bedel se las
veía negras con su campanilla. Los italianos corregían a gritos los errores de
gramática, los españoles pateaban y se atusaban las nacientes perillas, los
ingleses decían flemáticamente , ¡hear! ¡ hear!, los
tudescos, que se ponían siempre juntos en un rincón, rubios y grandotes, eran
famosos por sus carcajadas. Los gordos bedeles circulaban todos colorados entre
las filas con sus temibles varas de mimbre; y parecían barriles de aceite
echados al mar, se hacía calma súbita donde pasaban, porque el día de Disputatio Menstrua cualquier
bedel tenía potestad de infligir una «sala», y una «sala» era cosa seria. Sobre
un cartapacio de piel de cabra el Maestro anotaba tranquilamente en medio de la
batahola el resumen de las objeciones.
Entonces se levantaba el sustentante y
en pausado latín y clara prosa daba su razón fundamental, probatio,
la prueba de su tesis. Y después, tomando una a una las objeciones, concedía la
mayor, transaba la menor, distinguía la menor subsunta, y por ende
contradistinguía el consecuente o bien negaba la consecuencia. El entusiasmo
ardía de nuevo y se trababan diálogos vivísimos mechados de interjecciones en
todos los “dialectos” de la Grande Europa; y cuando después del solemne resumen
y conclusión hechos por el Cancelario la multicolor escolaresca se volcaba como
un torrente sobre el Quai Saint Michel y
la Place de Sorbon, era seguro que la
lista de tesis o «cuestiones disputadas» había sido vuelta y revuelta en todos
sentidos y el entendimiento se había tendido al máximo, como las fuerzas y
destreza de un caballero en el torneo.
La discusión es absolutamente necesaria
en filosofía, cuando menos como método didáctico (3) .
Nadie puede enseñar «la filosofía», se puede enseñar a filosofar. Filosofar es
ejercitar la propia razón sobre los primeros principios hacia las últimas
razones de las cosas; y eso no es lo mismo que repetir de memoria los razonamientos
de los filósofos puestos en fila, como pasa en muchas cátedras no muy lejos de
aquí mismo. El argumento de autoridad tiene máximo peso en Teología, cuando se
trata de la Autoridad Revelante; pero tiene el último lugar en filosofía, donde
no basta el Autos hfa, el Maestro lo dijo, de
los Pitagóricos. Algunos dicen que la polémica es indigna del filósofo; la
polémica le será indigna, pero la crítica le es indispensable. El libro que
para muchos es el pórtico de la filosofía moderna, la Primera Crítica de Kant,
pese a su forma expositiva, es una discusión disimulada, donde los argumentos
contrarios están implícitos o reducidos a antinomias o antítesis. Los 3.112
artículos de la Summa son discusiones en resumen. Habiendo usado ya el método
expositivo en sus comentarios a Aristóteles y un método semipolémico en
la Summa contra Gentes, el instinto
poético del Santo Doctor designó calcar su «libro de texto» teológico sobre la
práctica pedagógica de la disputatio, imitando la via inventionis de
la verdad por el intelecto humano; al mismo tiempo que en la disposición de los
artículos empleaba el camino analítico, la via expositionis.
Esta idea fue un hallazgo genial. Como
él lo nota en su prólogo, la lectura comentada de los Padres
era engorrosa por las repeticiones y confusa por la falta de orden lógico;
mientras que la disputatio dejaba lagunas, y se enardecía
sobre puntos de menor importancia. El Lombardo había tratado de combinarlas en
un cuerpo de doctrina con su selección de Sentencias, que el mismo
Tomás había comentado en una vasta obra de juventud, que fue preparación de la
Suma (4). No
era bastante. Dominando con su mente arquitectónica el boscaje de las
“cuestiones cuodlibetales” que él reduce analíticamente a sus primeras raíces,
y calcando después la exposición de ellas sobre la misma vida intelectual de la
época, en forma de fingida disputa, la Summa surge como una inmensa catedral
gótica : catedral que es simple en el centro, donde como en un Sagrario late la
pregunta eterna del Santo: «¿Quién es Dios?»; inmensamente varia en la
superficie, cubierta por la procesión de todas las criaturas.
Los que no pueden ver más que la
superficie, se pueden perder en ella. Hipólito Taine, en unas páginas de
increíble superficialidad, se escandaliza de la «inutilidad» de muchas
cuestiones de la Suma, y no se arredra de emplear la palabra imbécil hablando
de uno de los genios reconocidamente más grandes del Universo (5). El
renovador de la moderna crítica literaria, el asombroso perito en libros, el
implacable disecador de la Revolución Francesa, comete aquí un traspié de esos
que los españoles no se sabe por qué llaman garrafales. Santo Tomás hubiera
triunfado de él modestamente diciendo que justamente por ser un contemplador de
lo concreto es inapto a filosofar, porque de lo concreto no hay ciencia sino a
lo más una virtud intelectual inferior llamada perspicacia. Socrates et
album non est vere ens neque vere unum!
Pero nosotros tenemos derecho a pedir
más, no al pobre filósofo de L’Intelligence, pero al crítico
literario de la Histoire de Ia Littérature Anglaise. Muchas de
las cuestiones que él pone como ejemplo de inútiles y estúpidas y mancha con
burla fácil de enciclopedista, representan problemas eternos de filosofía,
debatidos hoy día con palabras más abstrusas y forma menos pintoresca,
debatidos por Taine mismo. La cuestión que pusimos arriba sobre la virginidad y
el matrimonio, que no está en la Suma pero sí en el Maestro de las Sentencias,
tenemos una bibliografía de más de cien libros actuales sobre ella, desde
Lutero, por Freud, hasta el monstruoso La chasteté perverse, de
Boivenel, que la discuten con más encarnizamiento, y menos limpieza que antes.
El mismo Taine la ha discutido sin darse cuenta; con la diferencia de los
antiguos que aquéllos eran claros y la resolvían, y él es oscuro y encima no
puede resolverla ni de lejos.
Es que la humildad de la ciencia antigua
desconcierta a la ampulosidad del cientifismo moderno. No hay nada que se
parezca más a lo simplón que lo simple; porque los extremos se tocan y la
suprema sencillez del genio puede parecerse por momentos al simple devaneo del
niño. Pero un gran crítico literario debe distinguirlos; y aquí le falló a
Taine su crítica, a causa de su rígido espíritu de sistema, de su ignorancia
filosófica y de sus prejuicios vehementes de hombre «positivo».
Que la escolástica haya disputado
cuestiones meramente académicas o de puro virtuosismo dialéctico o conceptual,
es obvio; no hay ciencia alguna en estado floreciente que no se vaya algo «en
vicio», sin contar las cuestiones sistemáticas o técnicas (como la fijación del
vocabulario), que no interesan al de afuera, pero son necesarias adentro, como
el afilar un obrero la herramienta. La socorrida cuestión de Si
infinitos ángeles caben en la punta de un alfiler, citada comúnmente
como ejemplo de ridículo bizantinismo, envuelve en sí nada menos que el
problema metafísico del espacio, puesto en solfa y como en juego. Debe
recordarse que aquellas mentes medievales eran sanas y juveniles, y no un
vitriólico pedante cansado de la vida como Taine. Sin embargo, Santo Tomás es
entre todos los escolásticos el más sobrio y serio, y menos amigo de hacer
parábolas como la del “asno de Buridán”. ¡Quién le iba a decir a él cuando
reprendía a Platón de tener mala manera de enseñar, porque
habla demasiado alegóricamente, que andando los siglos le iban a
dirigir a él la misma reprensión aunque con diferente causa!
En el prólogo del tomito IV de esta
traducción veremos un ejemplo de este modo concreto de tratar los problemas
filosóficos en la sorprendente cuestión De si en el estado de natura
íntegra nacerían solamente varones. En esta duda más bien chusca está
encerrada la difícil cuestión de la diferencia caracterológica de los sexos,
debatida hoy, por ejemplo, por Ludwig Klages en Grundlagen der
Charakterkunde, cap. VI.
La última razón de esta forma juvenil y
poética de discurrir, no es solamente la frescura de la mente
medieval (pues bien en abstracto discurre Tomás en sus magnos comentarios a
Aristóteles) sino el hecho de que la Teología es
concreta y en la Suma los problemas filosóficos están ordenados a los
teológicos (6).
IV. – LO QUE NO ES LA OBRA
Santo Tomás es un hombre a quien se le
puede pedir mucho; pero siendo nada más que hombre no se le puede pedir todo.
No se le puede pedir, por ejemplo, que sea infalible; no se le puede pedir que
resuelva explícitamente los problemas que en su tiempo no existían; no se le
puede pedir la misma certeza en todas sus conclusiones, la misma suprema
elegancia intelectual en todas sus cuestiones. Creyó, por ejemplo, que lo que
es hoy el Dogma de la Concepción sin Mancha era una opinión solamente, y la
menos probable, o por lo menos no lo vió claramente (ver S. Th., III,
c. 27); falla que Dios permitió quizá para que no presuma un hombre, aunque sea
un águila del pensamiento, contener él solo el depósito de la revelación
divina, que está prometido solamente al Cuerpo Total de la Iglesia viviente y
perpetua.
El entendimiento del hombre está unido a
un cuerpo, que está en el espacio, y por ende en el tiempo; todo filósofo, por
inmortal que sea, está tocado de temporalidad. No le pidamos a Santo Tomás que
viva a la vez en el siglo XIII y en el siglo XXI Justamente es de todos los
siglos porque vivió a fondo su siglo XIII –lo vivió intelectualmente, que es la
más alta manera de vivir–; pero no es de todos los siglos de la misma manera.
Su mente es tan arquitectónica, sus intuiciones tan profundas y penetrantes, su
sistema tan vasto, coherente y flexible, que realmente fue en un momento toda
la filosofía y será por todos los siglos el representante quizá más
completo de la Philosophia Perennis, de tal modo que no parece
posible surja en lo filosófico prolongación o progreso alguno, que no sea
posible injertar o integrar en ella. Pero en él la filosofía no era una
edición ne varietur, una Biblia protestante, un
depósito muerto de verdades definitivamente formuladas, como la tabla de
multiplicar: ¡era una vida! ¡Insistió tanto él mismo en la penuria de nuestros
conceptos, la intrínseca cojera del pensar discursivo, advirtió tantas veces
que el sistema, necesario a la ciencia humana, no es
más que un sucedáneo de la Idea pura, de la intuición angélica imposible al
hombre! Pero evidentemente, después de decir que el discurso es una condición
peyorativa de la existencia corporal y espacial de nuestra mente, tiene que
entregarse al discurso y a veces por cierto lo hace hasta el punto de pasarse
un poco a la embriaguez dialéctica. Sería cerrar los ojos a la evidencia querer
negar que aquí o allá confía demasiado en algunas fórmulas, que sustituye en la
explicación de los textos el artificio lógico a la razón psicológica o
histórica, que desdeña un poco la región baja de las ciencias
medias en su volar acucioso al ideal helénico de la ciencia pura, que
después de advertir que los misterios no se comprenden ni demuestran, se pone
(comprendedor incorregible) a dar demostraciones de la Trinidad que no son sino
semejanzas; o bien pruebas congruas de la Encarnación que son especie de poemas
lógicos ad edificationem fidelium más aptos para la oración
que para la apologética. El «intelectualismo» que le han incriminado Bergson y
M. Seeberg no es un racionalismo, mil leguas de eso; pero su confianza absoluta
de que la inteligencia y el ser son una cosa, ens et verum
convertuntur, de que no hay divorcio final entre la Vida y la Idea, le
lleva a olvidarse a ratos de la oscuridad que infunde la materia a las cosas de
este bajo mundo, a querer explicarlo todo, a racionalizar todas las
enumeraciones, a poner a veces tranquilamente y sin decir ¡ojo! un orden
ficticio, de tipo artístico, en los puntos impenetrables al ordenar científico,
llevado quizá de ese instinto de simetría que movía al arquitecto medieval a
poner estatuas donde no eran necesarias ni casi posibles. Estaba seguro de que
la Inteligencia era la causa de todas las cosas y por tanto ¡todo tenía que
tener explicación! «Era necesario que Cristo naciese de mujer y sin padre:
porque Adán nació sin padre ni madre, Eva nació de varón sin mujer, nosotros
nacemos de varón y mujer, luego era conveniente ad decorum
universi que un hombre naciese de mujer sin varón», ¡para agotar todas
las generaciones posibles! Explicación de tipo meramente poético, donde la
ciencia suprema, la Teología (como advirtió en la Prima Pars, c. 1, art. 9)
toca con los pies la ciencia ínfima, la poesía, con la cual tiene de común el
instrumento del símbolo.
Así como no se puede pedir a la Teología
el método propio de las matemáticas, tampoco se puede pedir a Santo Tomás el
aparato de la teología moderna. El teólogo medieval era un «comprendedor»
apasionado, en tanto que el teólogo moderno parece más bien (no hablo de
discípulos de Tomás como Billot) un «rememorador» minucioso y escrupuloso hasta
el delirio, un custodio armado del hipogrifo del Dogma que jamás se le ocurre
ponerle el freno para salir en él volando. El archivista ha matado al soñador y
los tratados de Teología se parecen hoy mucho más a códigos que a poemas. Así,
pues, no busquen en Santo Tomás, por ejemplo, las aparateras «notas» teológicas
que prenunció Melchor Cano (De Locis) e introdujo la polémica
con los jansenistas: «Esto es de fe y esto no es de fe; esto es de fe definida,
de fe próxima a definirse, de fe por la Escritura, de fe por el magisterio
común, de fe implícita; esto es conclusión teológica cierta, doctrina unánime
de los doctores, sentencia común, probabilísima, más probable, probable,
disputada». En la cuesti6n De si negar las Nociones (de la Trinidad) es
herejía, el Santo Doctor advirtió en general que toda proposición
negante lo que está de algún modo conexo racionalmente con el Dogma, se reduce
también de algún modo a la herejía, salva siempre la intención subjetiva; pero
él no se aflige por distinguir en su inmenso tratado las diversos grados de
conexión de las verdades con la Revelación: amasa tranquilamente todo lo que él
tiene por verdadero en un solo bloque, que sería imprudente tener por
monolítico; yuxtapone al dogma, la conclusión, la congruidad, la alegoría y
hasta la conjetura; y al lado del teorema metafísico de que en el Ángel la
sustancia no se identifica con el acto intelectivo, estampa tranquilamente el
loguema poético de que los querubines fueron creados en el Cielo Empíreo,
confiando quizá demasiado en el criterio de su lector, incluso del lector de su
tiempo.
Menos todavía se le puede pedir a Santo
Tomás que haga un tratado magistral tan accesible como una novela, o que
informe teológicamente a un sujeto impreparado. Es superfluo advertir aquí que
la Suma es una obra científica, por más que el interés transcendente de sus
cuestiones, sus vínculos con todo lo que hay de más humano, la modestia de su
vestidura terminológica y el milagro de la claridad a que la llevó el genio del
Aquinense puedan inducir en error a los incautos: porque, como notó Vázquez de
Mella, la profundidad del pensamiento tomista no está tanto en las líneas
cuanto en los blancos que hay entre ellas; quiere decir, en lo que
suponen las líneas para ser entendidas en toda su fuerza, que es nada
menos que la familiaridad con la filosofía aristotélica (7) . De
modo que dio más bien muestra de inteligencia aquella dama a quien Fray T.
Pegues, o. p., prestó su traducción francesa de la Summa, la cual después de
leer la Cuestión 3ª: De la simplicidad de Dios, se la
devolvió diciéndole que tenía bastante: «porque si ésta es la simplicidad de
Dios, ¿qué será su complicación?», –dijo con todo buen
sentido la buena señora.
Pero Tomás de Aquino no fue un filósofo
solamente y si fue un gran filósofo era porque estaba por encima de su misma
filosofía. No fue un solitario como Kant, ni un catedrático como Suárez, ni un
reformador vagabundo como Descartes, ni un diletante de genio como Leibnitz:
fue una especie de atleta intelectual, miembro de una orden naciente, metido en
el vivo foco de la vida religiosa, política y social (que entonces eran una) de
uno de los siglos más hervorosos que han sido: por lo tanto, en su obra
maestra, pese a lo que pueda parecer, no hay nada de académico, nada de pura
técnica y virtuosismo, nada de repuesto o de sobra, ni mucho menos los abismos
de ignorancia que creyó ver, a través de la suya propia, el pobre Taine. Él
sabe ser tan sutil como Escoto, pero no busca la sutileza por la sutileza; él
es tan ecléctico como Suárez, pero tiene demasiada sangre para no preferir a
los sabios resúmenes o tibios compromisos el avalance del propio pensar
personal. En su catedral no hay criptas ni recovas y hasta el último capitel
está sosteniendo algo; no hay adornos, contrapuertas ni falsas ventanas. Por
cada artículo se entra a alguna parte, y detrás de muchos de ellos está
guardando una Melisinda el Caballero de las Armas Verdes, hacha de todos los
Taines y los Viejos Verdes, sólo superable por la divina obstinación del
Enamorado.
Leonardo Castellani, S. J. (Mar
del Plata, Febrero de 1944, en el Instituto Peralta Ramos.)
————————————————
NOTAS
1) Santo
Tomás puso a la Summa un prólogo de 22 líneas, explicando su
propósito. No es lícito pues ponerle otro prólogo, a no ser que sea un mero
comentario o paráfrasis de la media página del maestro. Eso nada más quieren
ser estas 22 páginas.
2) Le
Triomphe de Saint Thomas d’Aquin, «Revue des Jeunes», Paris,
1922.
3) Ver De
si la doctrina sacra es argumentada, I, c. 1, a. 8.
4) In
4 Libros Sententiarum Commentarium.
5) «Vous
vous croyez au bout de la sottise humaine? Attendez encore….», (Histoire
de La Litterature Anglaise, c. III, § VIII, pág. 225 de la
edic. de 1866). Taine se hace allí una mezcolanza con toda la Edad Media bajo
la etiqueta equívoca de “escolástica”, mezcla de Sto. Tomás con Abelardo, Pedro
Lombardo, Escoto, Roscelin, Bacon, Raimundo Lulio, Occam y aun con San Ignacio
y Sta. Teresa, a quienes califica de «Edad Media que revienta espléndida y
demente». Diderot, a quien é1 moteja cruelmente de superficial en la France
Contemporaine, tomo I, no escribió páginas más frívolas ni
botaratescas.
6) Ver De
si la ciencia sagrada debe usar de metáforas y símbolos – respuesta
afirmativa, en 1ª, q. 1, art. 9. Es curioso que donde tropieza un gran crítico
literario como Taine, ve claro y hace justicia a la Escolástica un pedagogo
protestante, el doctor Phil. – Paul Monroe, profesor en la sección Magisterio
de la Columbia University de Nueva York. Mejor fundado que Taine en
Filosofía, percibe detrás de las cuestiones «pueriles» de la Escolástica:
1º, las más profundas inquisiciones acerca del ser, de la naturaleza de la
realidad y del espíritu, de la esencia de lo divino; 2º, un propósito
pedagógico de llegar con claridad a todas las mentes, aun a riesgo de exponerse
al ridículo. En su clásico: Brief Course in the History of
Education, dice así el profesor Monroe:
«Hence such trivial or even sacrilegious
questions as those which are so often quoted as indicative of the puerility and
utter worthlessness of scholastic learning, in
reality deal with subjects regarded as of vital importance in our own times, “How
many angels can stand on the point of a needle?”, “Can God make two
hills without the intervening valley?”, “What happens when a mouse
eats the consecrated host?” – all such questions conceal beneath their simple
form the most profound inquiries concerning the relation of the finite to the
infinite, the attributes of the infinite, the nature of
reality. Give them a form that only the trained metaphysician can understand, and
they constitutes the profoundities of modern thought; give them such form as
the untrained adult or the youth just beginning his course of scholastic
studies can comprehend and handle, and they form the alleged
“monstrosities” of the Schoolmen.» (LC.)
7) Familiaridad
que puede adquirirse meditando la Summa tan bien en cierto
modo como leyendo a Aristóteles y mejor que leyendo manualitos.