Cuidado
con el calificativo de “modernistas”. No miremos con desdén al resto de los
católicos, a los que solemos llamar modernistas a secas, pues, en su inmensa
mayoría, son víctimas de los salteadores que los despojan de la verdadera
fe.
Cuidado,
porque esos, muchas veces, muchísimas, son eso: víctimas, no victimarios. No
son los asaltantes de la parábola, sino el hombre asaltado.
Pensemos,
por ejemplo, en el inmenso bien espiritual que, en su gran simplicidad, con sus
fervorosas oraciones hacen esas ancianas “modernistas”, devotas verdaderas del
Rosario, infaltables en las Parroquias; pensemos en esas monjas “modernistas”
de clausura que, pese a la Misa Nueva y a las malas prédicas, viven enteramente
crucificadas por causa de su caridad ardentísima.
Pensemos
en esos Sacerdotes y laicos que se esfuerzan sinceramente por alcanzar la
santidad, a pesar de tener que respirar cada día el humo liberal que ha entrado
en el templo mediante la grieta excavada desde dentro por una Jerarquía de
traidores.
Cuidado con el
desprecio del prójimo: no nos vaya a suceder que estemos haciendo a veces la
oración del fariseo:
Te doy gracias,
Señor,
porque no soy como los
demás hombres,
ni como esos estúpidos
e ignorantes
modernistas de las
Parroquias.
Cuidado: peor
que ser hereje material modernista es ser un orgulloso tradicionalista,
porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (1
Pe 5, 5).
Cuidado
con la soberbia.
El
orgullo farisaico es la gran tentación de los tradicionalistas.
Los
fariseos fueron los descendientes de los asideos, esos mártires y héroes
tradicionalistas que combatieron a las órdenes de los Macabeos.
Cuidado
con la soberbia. A esos que parecen vivir de diatribas y discusiones, habría
que preguntarles qué es más importante: si tener razón o tener caridad.
Si
los tradicionalistas tenemos la verdad, es por un regalo, por una gracia de
Dios. Pero la luz de la fe verdadera es para iluminar a los hombres en orden a
la salvación eterna, no para querer deslumbrarlos haciendo gala de
conocimientos, ni para aplastarlos.
Dios
nos haga caritativos y humildes.
Ciertamente,
los tradicionalistas debemos ser el buen samaritano especialmente para con
todas las pobres ovejas asaltadas y heridas por esos ministros del diablo que
les dan a beber el veneno liberal y modernista.
Estos
últimos se comportan como los ladrones de la parábola, de modo mucho más
criminal que el Sacerdote y el levita, que pecaron sólo por omisión.
Estos
ladrones son la Jerarquía liberal que objetivamente despoja y asesina a las almas
desde esa verdadera emboscada que fue el Vaticano II.
Con
estos envenenadores de las almas no cabe buscar cooperación ni concordia
alguna, ni menos aceptar la posibilidad de someterse un día a su poder
destructor.
Si
el samaritano hubiera pretendido ponerse a las órdenes de los ladrones, no
habría hecho con eso un acto de caridad, sino la mayor insensatez
imaginable.
Y
habría terminado robando, o robado y medio muerto él también.