“Considerad
una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y
asoladora,
y sin embargo esa tiranía estaba limitada físicamente, porque los Estados eran
pequeños y las relaciones internacionales impasibles de todo punto [...] Pero
ahora, señores, ¡cuán mudadas están las cosas! Señores: las vías están
preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso [...] Ya no
hay resistencias físicas ni morales, porque con los buques y las vías férreas
no hay fronteras, con el telégrafo no hay distancias. Y no hay resistencias
morales, porque todos los ánimos están divididos y todos los patriotismos están
muertos”.
Donoso Cortés
“El
mundo moderno parece invencible.
Como
los saurios desaparecidos”.
Nicolás Gómez Dávila
Tienen razón los teóricos de la
conspiración: hay una conspiración en marcha.
Pero una cosa es sostener fundadas
teorías de la conspiración, y otra cosa es ser “conspiracionista”.
El conspiracionista nos recuerda una
sentencia de Nicolás Gómez Dávila que dice así: “Es característico del tonto creer que todo se hace adrede”.
El otro lado del “conspiracionista” es
el “anticonspiracionista” que cree que todo pasa “por casualidad”.
El primero se cree muy listo (“yo sé
cosas que ustedes no saben, tengo el secreto de todo esto”), el segundo
reacciona contra el primero (“todo lo que dicen es un delirio conspiranoico”).
Uno quiere saberlo todo. El otro,
prefiere no saber nada.
Sabemos menos de lo que creemos, pero
sobre todo sabemos menos de lo que necesitamos saber.
Los modernos teóricos de la
conspiración, los que hacen una lectura atenta de los hechos en su superficie, en
su gran mayoría, olvidan enfocarse en el carácter fundamental de la
conspiración mundialista, que es este: es una conspiración anticristiana.
Si queremos entender algo de lo que
pasa, en la actual crisis sin precedentes en la historia de la humanidad,
desatada por el corona virus, tenemos que partir de allí. Esto no es una
petición de principio, no es ideología que nos provee una mirada cómoda para no
asustarnos, es simplemente partir de los Evangelios y la Verdad revelada. De
los hechos mismos que fundan nuestro camino y nuestra esperanza: la Iglesia
católica, de un lado, y la Sinagoga de Satanás, por el otro. Lo que hoy vivimos
nació el primer Viernes Santo.
Por lo tanto, los “todopoderosos” del
mundo, que no son otra cosa que marionetas del Diablo, vagan desenfrenados (el
Diablo los empuja pues sabe le queda poco tiempo) conspirando por la obtención
de un poder sin límites, unas riquezas incontables, unos placeres inacabables, manipulando,
esclavizando y aplastando todo a su paso. Pero el Diablo, que es espíritu, no
persigue otra cosa que la perdición de las almas que Dios ha creado, mediante
la demolición del medio que Dios ha querido para salvarlas: la Iglesia
católica, centrada en el Santo Sacrificio de la Misa. Lo que tenemos frente a
nosotros, contra nosotros, es el odio. Un odio satánico, mentiroso y homicida. El
odio a Dios.
Lo demás son circunstancias que muchas
veces los mass media usan espectacularmente bien para distraernos de lo más
importante.
De tal manera que la crisis económica y
política es muy grave, las finanzas quiebran, los países colapsan, pero el
problema mayor sigue siendo espiritual, está en haber falsificado la Religión verdadera,
y quitarles a los hombres lo más valioso e inadvertido, aquello que los salva: el
Santo Sacrificio de la Misa. Ya sea adulterándolo, ya dándoles a los cristianos
un sucedáneo degradado, ya restringiéndolo, ya no permitiéndoles acudir a él,
especialmente durante la Semana Santa (victoria parcial del Diablo). La próxima
medida a buscar será su suspensión y prohibición, cuando llegue el tiempo del
Anticristo.
Los hombres temen por sus vidas pero no
ya por sus almas.
Pero estamos hablando de
“conspiraciones”. Con el título “La
conjuración anticristiana”, Monseñor Henri Delassus publicaba hace ya
ciento diez años –con la entusiasta aprobación del papa de entonces, San Pío X-
una obra en la cual se enseñaba que 1) había en marcha una conjuración
anticristiana, y 2) de la cual la secta judío-masónica es el alma y el brazo.
Conspiración y conjuración, son
sinónimos.
De modo que, sí, tienen razón los
“conspiracionistas” en general, estamos según parece ante un disciplinamiento
general que prepara el camino para la tiranía de un gobierno mundial, forzando
a obedecer a parir de una pandemia que no está demostrando ser tan letal como
muchas otras enfermedades que a diario se llevan miles de personas, por no
hablar de crímenes o accidentes, o incluso la plaga mayor que es el aborto. Pero
estos conspiracionistas no la tienen en cuanto no logran ver el trasfondo
teológico de esta guerra que está cobrando dimensiones jamás contempladas, a
manera de prueba para algunos y castigo para otros.
No hay dudas que la Sinagoga de Satanás
acumula poder terreno, hace muchos años David Rockefeller, quien en sus
memorias –téngase en cuenta- señalaba al régimen comunista de China como su preferido,
decía: “Marchamos hacia la emergencia de una
transformación global. Todo lo que necesitamos es la CRISIS MAYOR y el pueblo
aceptará el nuevo orden mundial”. Los planes mundialistas de eliminación de
gran parte de la población del mundo se hicieron patentes desde el momento en
que se dio a conocer el llamado “Informe Kissinger” de 1971 que hablaba de
ello. Y con la implementación de la anticoncepción, el aborto, la
homosexualidad, la eutanasia, las vacunas (recordemos que el mismo Bill Gates
dijo que podrían usarse para reducir la población). Todo esto son datos de la
realidad. De manera tal que creer que los gobiernos masónicos anticatólicos
sionistas del mundo que nos matan a diario con el aborto, la anticoncepción, la
contracepción, el “matrimonio” homosexual, la eutanasia, las drogas, las
adicciones, la economía de hambre, la criminalidad, y mil cosas más, ahora nos
mandan a encerrarnos para “cuidarnos”, resulta bastante naif. Sin embargo, el
Diablo hace hasta donde Dios se lo permite. Y siempre Dios lo permite para sacar
al fin un mayor bien, previsto en su eterna Sabiduría y Misericordia. Su
castigo es siempre medicinal. Pero este combate en el cumplimento de la
Voluntad de Dios debemos secundarlo los cristianos. De allí que debamos
entender el carácter de la contienda, y dónde reside nuestra fuerza.
Los muy serios y grandes autores
católicos, desde San Agustín hasta nuestros días, han sabido avizorar el
combate entre las dos ciudades, desarrollar un diagnóstico y encuadrar
perfectamente la guerra entre la Iglesia y la Contra-Iglesia o Sinagoga de
Satanás (como la llama el mismo San Juan en el Apokalipsis) a lo largo de la
historia.
Los autores modernos de la conspiración (seamos
francos: cualquier periodistucho o damisela nos hablan hoy de la masonería, el
club Bilderberg o los Rothschild) nos recuerdan muy oportunamente la ficción
predictiva de George Orwell “1984”, pero, sin embargo suele pasárseles por alto
la permisión divina del castigo, como así también la solución que se encuentra
al alcance de la mano, con el auxilio divino nunca extraviado. Si los hombres
deberán aceptar al “Gran Hermano” es porque habrán rechazado al verdadero y
nuestro “Gran Hermano” Jesucristo, Hijo de Dios, por quien tenemos a Dios
también por Padre. Estas consideraciones siempre estarán ausentes en las
reflexiones altamente agoreras de los analistas internacionales más afamados. Para
muchos de estos autores, por ejemplo, una devoción como la del Sagrado Corazón
de Jesús, podrá parecer mero sentimentalismo o una opción más entre el abanico
de devoterías que las beatas o los mojigatos suelen elegir para consolarse y no
ser capaces de ver la compleja realidad en que vivimos. Pero, muy lejos de
ello, la simple y directa conexión que el mismo Jesucristo ha establecido entre
la devoción a su Sagrado Corazón y el destino del mundo, pidiendo al rey de
Francia que consagrase a la “hija mayor de la Iglesia” a su Sagrado Corazón,
con la consiguiente era de horror revolucionario que el no cumplimiento de ese
pedido desató, nos hablan a las claras de que la conjuración anticristiana
funciona sólo y sólo si los cristianos, ya sea por tibieza, cobardía, traición,
apostasía, debilidad, estupidez o lo que fuere, dejan de cumplir sus deberes de
estado en tanto cristianos, empezando por el Sumo Pontífice y desde allí hacia
abajo pasando por los gobernantes hasta el último feligrés de la parroquia del
barrio. ¿No lo llamó el papa León XIII al Sagrado Corazón, el nuevo lábaro de
salvación? «Ved hoy ante vuestros ojos un
segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo Corazón de Jesús... que
brilla con refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda
nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra
salvación» (Enc. Annum
Sacrum).
Del mismo modo el pedido de Nuestra
Señora de Fátima para que el papa consagrase Rusia a su Inmaculado Corazón, y,
ante la negativa de todos los papas hasta el día de hoy, el advenimiento del horror
comunista, nuevamente nos pone ante los ojos la realidad de que, más allá de la
infinita red de conspiradores en juego en la actualidad, el Cielo reduce todo ese
complejo entramado complotista a un hecho simple que puede cortar el nudo gordiano
con un solo golpe de espada, el cual reside en un acto a cumplir por un débil anciano
vestido de blanco.
De manera tal que los analistas
internacionales que ocupan espacios en internet informándonos de una vasta
conspiración mundialista no son ni lo novedosos ni lo profundos que creen ser.
Ya desde 1793, la palabra conspiración estaba en la boca de un papa, “luego del asesinato del rey Luis XVI, Pío VI
afirmó que la Revolución que hacía estragos en Francia tenía su origen en el
calvinismo. Él no dudó en hablar
de conjura, de conspiración y de complot”
(Véase el artículo completo
en este enlace). La conjura,
conspiración y complot que lanzó la persecución judeo-masónico-protestante a la
Iglesia católica, única arca de salvación, está aproximándose a su punto
culminante. Le falta llegar a las últimas coordinaciones –lo que no le resulta
fácil-, y eliminar los obstáculos que aún resisten. Pero, esos focos de
resistencia son pequeños, están dispersos, y esa es precisamente su mayor fortaleza.
Pues su fuerza no procede sino del Cielo. La gracia sigue obrando muy
poderosamente en los seres más insignificantes. Un puñado de obispos,
sacerdotes, religiosos y fieles que continúen la Tradición de la Iglesia con
total desprendimiento, pueden tanto como no lo imaginamos. El motivo es simple:
un solo acto ejecutado con la gracia de Dios es más poderoso que un millón de
acciones sin la gracia divina.
Ahora bien, ¿es la pandemia del Covid 19
o corona virus, un castigo del Cielo, o es, como dice Francisco, es “un pataleo
de la naturaleza” (sic)? Lo de Bergoglio se inscribe en su agenda idolátrica
mundial de la naturaleza, que absolutiza panteísticamente la creación de Dios,
por lo que ya no se pecaría contra Dios sino contra la Madre Tierra (con
mayúsculas) o Pachamama. Lo primero puede pensarse, por supuesto, más allá de
su origen y forma de difusión. Incluso sabiendo que la misma CÍA contemplaba un
panorama como el actual (¿o ya lo preparaba?) hace más de diez años, como se
lee en este artículo.
O por el ensayo de pandemia de corona virus realizado en octubre de 2019 en
Nueva York, poco tiempo antes de que el contagio comenzara. Deja mucho que
pensar que tras cada acto de apostasía, sacrilegio, blasfemia o idolatría que
desde la Iglesia surgida del Vaticano II hasta nuestros días, se han venido
produciendo, en un aceleramiento atroz, una catarata de consecuencias funestas
han venido detrás. En estos días nos volvemos a recordar de aquello de Nuestra
Señora, “Rusia esparcirá sus errores”. Francisco parece haber rebalsado la copa,
cuando en un aniversario del milagro del Sol introdujo la estatua de Lutero en
el Vaticano. Luego siguió su campaña demoledora: acuerdo traidor con la China
comunista, idolatría de la Pachamama en el Vaticano, más un largo etcétera. Esto
es llamativamente simbólico: el papa que esconde reiteradamente su mano a los
fieles para que no la besen, el papa que hace bromas a un niño porque tiene sus
manos piadosamente juntas, el papa que besa untuosamente la manos de los
judíos, el papa que muchas veces no quiere bendecir con sus manos, el papa que
golpeó violentamente la mano de una angustiada mujer china, sólo pide que
obedezcamos a los organismos masónicos internacionales, que nos encierran en
nuestras casas y nos piden… que nos lavemos las manos. La Cuaresma ha perdido
su sentido necesario, que nos demanda un lavado del alma. Todo queda en lavarse
las manos farisaicamente, para ser puro y limpio. Y ¿de dónde ha surgido este
corona virus? Precisamente de China, un país comunista. ¿Adónde llegó con más
virulencia? A Italia, el país donde en Roma se gestó la traición con los
comunistas. ¿Nadie hace un llamado a la penitencia? ¿Nadie piensa reflexionar? No,
la Iglesia conciliar, desde luego que no. Está demasiado agobiada por la falta
de protagonismo que súbitamente le ha sido impuesta. Le preocupa más la muerte
física –para todos al fin inevitable- que la muerte del alma.
No deja de llamar la atención que este
virus que cobró fuerza en plena Cuaresma, sea llamado “corona”. ¿Es que no
somos capaces de sacar de ello una lección conforme nuestro aprovechamiento
espiritual lo requiere? ¿Acaso no tenemos que soportar esta corona que nos
azota porque la sociedad apóstata ha dicho como los judíos “no queremos que
éste reine sobre nosotros”? ¿No había afirmado muy bien Mons. Lefebvre que en
el Vaticano II a Nuestro Señor “Lo descoronaron”? ¿Sería injusta en nuestra
cabeza la corona de espinas? La corona es precisamente un símbolo de la
autoridad, y hoy que la autoridad ha sido destruida, se erige ante nosotros un
autoritarismo que pretende reemplazarla. Es la corona que se prepara para el
futuro Anticristo. La corona del cual es para nosotros un virus, y no fuente de
vida, y vida eterna. ¡Es necesario que Él reine, y para eso debe reinar en
nuestros corazones!
Pensemos en la gravedad de la traición a
Cristo. Nos viene a la mente la parábola de los viñadores homicidas. Hagamos un
salto. Dios Padre envía a su Hijo, el Sagrado Corazón, para salvar las sociedades
cristianas. Pero los reyes de la tierra, sus súbditos, no le hacen caso.
Consecuencia: la monarquía pierde su poder. Luego el Hijo envía como último
remedio a su Madre, el Corazón Inmaculado, en Fátima. Pero los jefes de su
Iglesia no le hacen caso. Consecuencia: el papado pierde su poder. Reyes y
Papas se han vuelto figuras de relleno o peones útiles en el plan global de la
Sinagoga de Satanás, el poder oculto en las sombras. Dios no puede ir más alto
ni pedir nada nuevo. Él ha dado los remedios y siguen estando al alcance de la
mano. La autoridad ha sido completamente estropeada. Sin embargo, en su
infinita Misericordia, no dejará sin efecto la gloria que desea se tribute a su
Madre. Así que, si hubo parciales remedios en la historia –los reyes fueron
suplidos por caudillos católicos-, habrá una respuesta en la conversión de
Rusia. Por eso es necesario rezar por ello. El Padre Pío de Pietrelcina dijo
una vez que cuando un número suficiente de personas cumpliesen la promesa de
ofrecer sacrificios y rezar por la consagración de Rusia, Nuestra Señora
convertiría Rusia y traería la paz al mundo. Está en nuestras manos la
impetración diaria por esta intención. Somos la Iglesia militante hasta el fin,
no la Iglesia dialogante ni la perimida, derrotada o ausente. ¡Nada nos impide
seguir el combate!
Actualmente, el Estado nos confina, nos
recluye, nos encierra en un rincón de nuestros hogares. Hagamos como si se nos
mandara al último lugar. Estamos ante una gran oportunidad de volvernos en
serio cristianos, y no ser ya “cristianos de cartelito” o “católicos de
domingo”. Aprovechémosla. El Padre Castellani nos hablaba así de la parábola
del Último Lugar:
“Jesucristo
en vez dijo: “Cuando te niegan tu propio lugar, vete al último lugar. Mejor
dicho, vete de entrada al último lugar, es más sencillo.” ¡Es una paradoja! ¡No
es nada sencillo!
El Cristianismo nació al mundo en el seno del
Imperio Romano, una sociedad en decadencia, subvertida. Allí la virtud no
estaba en el primer lugar sino el vicio: ni la modestia, ni el saber, ni la
capacidad, ni la honradez, ni el heroísmo, ni la magnanimidad. Para subir había
que ser canalla; y la virtud era un “senutón-timouroúmenos”, como dijo
Terencio, una especie de castigo de sí misma. ¿Qué hicieron los primeros
cristianos? Se fueron al último lugar, al desierto; los que no fueron a parar
primero a los leones del Coliseo. No se les ocurrió hacer un partido
democristiano y hacerse elegir Emperadores.
“En el Imperio no se puede vivir moralmente. En
medio de la civilización no se puede vivir civilizadamente. El ambiente está
tan apestado, la sociedad está tan descoyuntada, los valores están tan
subvertidos, que ni dentro de tu casa te dejan vivir con honradez. Pero yo
tengo que vivir con honradez para salvar mi alma: mi alma y la vida eterna, eso
es lo que importa. ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su
vida? ¿Y por qué cambio cambiará el hombre con ventaja su vida? Si tu ojo te es
escándalo, sácalo y échalo de ti; mejor es entrar tuerto en el Reino de los
cielos que con los dos ojos ser arrojado a la región del fuego sempiterno. Por
lo tanto, vivan ustedes como quieran, yo voy a vivir con honradez. Ahí queda
eso. Me voy. ¿Adónde? Al desierto. A la barbarie. Quédense ustedes con la
civilización: se las dejo.” Allí nació la orden de los Ermitaños Urbanos y
también la de los Inurbanos: todas las órdenes religiosas.
(…) La Iglesia Medioeval creó la Caballería (la
Iglesia Medioeval y las damas) y dio otra aplicación nueva al principio del
“último lugar”. Los caballeros andantes andaban por allí protegiendo a los
débiles, y deshaciendo tuertos, para merecer un favor de su dama ¿Qué hacía un
caballero cuando le hacían a él mismo un tuerto? Se hacía a sí mismo un tuerto
mayor. ¿Eso no es idiotez? No, Chesterton dice que la ley del caballero es
castigar la injusticia que le hacen a él, haciéndose otra mayor. Eso es
literalmente “irse al último lugar”, y “poner la otra mejilla”, como aconsejó
Cristo. Al Cid Campeador el Rey Alfonso lo desterró por un año; él se desterró
por cuatro años; arrojó a los moros de Valencia, se creó un reino cristiano
para él; y después volvió a Burgos y se lo echó a los pies del rey injusto.”.
Estamos
desterrados en este mundo. Ahora nos empujan al desierto de nuestras casas. Al
último lugar. ¿Vamos a desperdiciar esta oportunidad de encerrarnos más aún?
¿Encerrarnos dónde? En donde está nuestro lugar: el Corazón de Jesús. Como dice
San Agustín: “Las cosas están en reposo
cuando ellas están en su lugar. El lugar del corazón del hombre, es el Corazón
de Dios…Yo estoy en Dios, ¿qué hay más fuerte? Dios está en mí, ¿qué hay más dulce?”.
Sí, esto no es una evasión ni un abandono piadoso del combate, sino todo lo
contrario: una preparación al triunfo del Inmaculado Corazón de María, mediante
la corona del Rosario penitencial, haciendo reparación por todos aquellos que
no reparan y amando por los que no aman. Los caminos de Dios no son nuestros
caminos. Pero, Su Corazón es nuestro, y estamos ante una oportunidad de volver
a encontrarlo. Aquietémonos para acabar con toda inquietud angustiosa. Como se
lee en Isaías: “En la quietud y en la
confianza, dice Dios a Israel, está tu fortaleza” (Is. 3015).
La
Iglesia oficial, en tanto, ha abandonado ya su función pública de dispensación
magisterial o benefactora, en manos de los organismos internacionalistas
masónicos. Ya no hay el don de profecía, sino un humanismo cristiano o super
modernismo naturalista que dejó entrar el humo de Satanás y a Satanás mismo con
sus legiones infernales. Es como la llamaba Mons. Lefebvre “la Roma Anticristo”.
Pero el rebaño fiel desperdigado por el mundo recuerda el Apokalypsis, se
afianza en las promesas de la Virgen y
sabe que esto pasará pronto:
“Esta
imagen aceptada de las catástrofes apokalypticas sirvió a los pueblos fieles
para superar las catástrofes actuales; lo cual es, en el fondo, lógico; o por
mejor decir, psicológico. Un clavo saca a otro clavo. Es la misma acción “cathartica de la tragedia”, que nos
enseñó Aristóteles. Cuando las inmensas vicisitudes del drama de la Historia,
que están por encima del hombre y su mezquino racionalismo, llegan a un punto
que excede a su poder de medicación y aun a su poder de comprensión -como es el
caso en nuestros días- solo el creyente posee el talismán de ponerse tranquilo
para seguir trabajando, que no es otro que el que expresó el poeta:
Solo
el que ya nada espera será un terrible optimista
y
aquel que lo ha dado todo no teme a ningún ladrón.
Cuando
parece que los cimientos del mundo ceden y se descompagina totalmente la
estructura integra -como pasó, por ejemplo, en el siglo X IV -
entonces
el sabio lee el Apokalypsis y dice: “Todo esto está previsto y mucho más”.
(Padre Castellani, El Evangelio
de Jesucristo)
Sí, como es normal cuidar
adecuadamente la salud, de acuerdo a lo que manda Dios, debemos tener cuidado
con cualquier tipo de virus, adoptar las precauciones pertinentes y socorrer
cuando podamos a los afectados. Pero, como también debemos obrar con
inteligencia, debemos reconocer que la verdadera pandemia, la más grave, la más
mortífera, es el naturalismo, es el liberalismo, es la apostasía y el olvido de
Dios. Ver a las llamadas “conferencias episcopales” ahora alarmadas y haciendo
llamados urgentes y desesperados a combatir el virus o pedir a Dios la
protección contra esta peste, cuando antes callaron durante décadas por la
peste de la apostasía, el abandono de los fieles de las Iglesias, la libertad
religiosa, el crimen del aborto o el “matrimonio” homosexual, etc., etc.,
muestra a las claras la pérdida del sentido del combate sobrenatural, y, por
supuesto, que nada se les da que hayan descoronado a Cristo Rey de las
Naciones.
Es urgente y necesario reforzar
el Rosario diario por la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María. Leer
los acontecimientos presentes a la luz de las revelaciones de Fátima, nos
permitirá participar del combate de la fe sin dar golpes en el aire,
obedeciendo a la Voluntad divina, que debe ser para nosotros lo más preciado.
San Luis María Grignion de
Montfort nos habla, desde hace más de tres siglos, de la mayor y más grave “pandemia” que hoy
estamos viviendo, ante la indiferencia de casi todo el mundo:
“Vuestra
divina ley es transgredida; vuestro Evangelio abandonado; los torrentes de
iniquidad inundan toda la tierra y hasta arrastran a vuestros servidores; toda
la tierra está desolada; la impiedad está sobre el trono; vuestro santuario es
profanado, y la abominación está hasta en el lugar santo. ¿Dejaréis todo, así,
en el abandono, justo Señor, Dios de las venganzas? ¿Llegará a ser todo, al
fin, como Sodoma y Gomorra? ¿Os callaréis siempre? ¿No es preciso que vuestra
voluntad se haga en la tierra como en el cielo, y que venga vuestro reino? ¿No
habéis mostrado de antemano a algunos de vuestros amigos una futura renovación
de vuestra Iglesia? ¿No deben los judíos convertirse a la verdad? ¿No es eso lo
que la Iglesia espera? ¿No Os claman justicia todos los santos del cielo:
vindica? ¿No Os dicen todos los justos de la terra: Amen, veni Domine? Todas
las criaturas, hasta las más insensibles, gimen bajo el peso de los
innumerables pecados de Babilonia, y piden vuestra venida para restablecer
todas las cosas. Omnis creatura ingemiscit… (Rom. VIII, 22)”
Hagamos nuestra esta “Oración
abrasada” del santo de la Cruz y de María. La Cuaresma, y el actual encierro,
son el tiempo y el lugar, donde quiera que estemos, propicios para unirnos como
nunca en una oración fervorosa, confiada y resistente a todo virus o pandemia
que amenacen nuestra más íntima morada, allí donde ha de tener su refugio
Jesucristo Nuestro Señor. Porque, como dice San Pablo, nada ni nadie podrá
separarnos del amor de Dios (Cfr. Rom. 8, 35-39).
Ignacio Kilmot