“En
realidad, tan sólo hay una cosa que une al hombre con Dios, haciéndole
agradable a sus ojos e instrumento no indigno de su misericordia: la santidad
de vida y de costumbres. Si esta santidad, que no es otra que la eminente
ciencia de Jesucristo, faltare al sacerdote, le falta todo. Pues, separados de
esta santidad, el caudal mismo de la ciencia más escogida -que Nos mismo procuramos
promover en el clero-, la actividad y el acierto en el obrar, aunque puedan ser
de alguna utilidad, ya a la Iglesia, ya a cada uno de los cristianos, no rara
vez les son lamentable causa de perjuicios. Pero cuánto pueda, por ínfimo que
sea, emprender y lograr con gran beneficio para el pueblo de Dios quien esté
adornado de santidad y por la santidad se distinga, lo prueban numerosos
testimonios de todos los tiempos, y admirablemente el no lejano de Juan B.
Vianney, ejemplar cura de almas, a quien Nos tuvimos gran placer en decretar el
honor debido a los Beatos. Unicamente la santidad nos hace tales como nos
quiere nuestra divina vocación, esto es, hombres que estén crucificados para el
mundo y para quienes el mundo mismo esté crucificado, hombres que caminen en
una nueva vida y que, como enseña San Pablo, en medio de trabajos, de vigilias,
de ayunos, por la castidad, por la ciencia, por la longanimidad, por la
suavidad, por el Espíritu Santo, por la caridad no fingida, por la palabra de
verdad, se muestren ministros de Dios, que se dirijan exclusivamente hacia las
cosas celestiales y que pongan todo su esfuerzo en llevar también a los demás
hacia ellas”.
San Pío X, Constitución apostólica Haerent
Animo, del 4 de agosto de 1908.